Así escribo. Delia Juárez G.
no hay manera de abrir los párpados al mundo sin reparar en ese mapa de productividad, orgullo de Dracón que consigna la entrega, o en su caso la holganza, sin otros argumentos que los cuantitativos. Sintomáticamente, de esa cifra acostumbran pender el buen humor de la tarde y la serenidad de la noche.
No escribo la novela en el cuaderno, sino en una libreta donde no caben otros menesteres. La novela es celosa y yo le correspondo. Solamente con ella uso las hojas rayadas Maruman tamaño B5, dentro de una carpeta con veintiséis argollas de metal, así como la tinta Waterman negra que aproximadamente cada siete cuartillas devora mi Mont Blanc Julio Verne, traqueteado y querido juguetazo con la forma de un Nautilus y el peso de una daga. Es en esas recargas recurrentes que percibo el avance del proyecto y le gano terreno a la ansiedad. Voy nadando en el mar, lastrado por el peso muerto de mi historia y resuelto a salvarla contra todo pronóstico.
Al parapeto lo rodea el rumor de los pájaros de la barranca. Una sonata múltiple que crece conforme la tarde avanza y la tinta, a su vez, fluye hasta terminarse. Bombeo el combustible y vuelvo a la carga. Limpio el punto con manos y antebrazos, me embadurno feliz de sangre color negro. Retorno a alimentar la ampolla del dedo corazón de la mano derecha que de pronto amenaza con punzar y ya ni caso le hago porque estoy combatiendo a monstruos y demonios y me he apostado entero a salvar a la historia y sobrevivirlos. Lo que importa es pelear, ha escrito Javier Cercas. Si alguien quiere pelear, entrométase ahora. Dígame dónde quiere que le encaje la pluma.
Alberto Ruy Sánchez
Tres veces lo mismo
Alberto Ruy Sánchez (1951) es autor de los libros: Los nombres del aire, Los jardines secretos de Mogador y La mano del fuego, entre otros.
Me pides que me vea escribiendo y no sé por dónde empezar. Tengo la extraña sensación de escribir todo el tiempo, de diferentes maneras entretejidas. ¿Puedo separarlas?
Me descubro escuchando a alguien hablar y voy contando sus sílabas, deshaciéndolas y armándolas con otra intención, con otra fuerza. Me descubro reeditando mentalmente una película o una novela, o una secuencia de imágenes. Me veo tocándolo todo, oliéndolo todo, imaginándome a qué sabe o a qué sabría con un poco más de eneldo o azafrán o humo o sudor salado. Me descubro tocando la piel de alguien, oliéndola sin querer, desentrañando la aurora boreal de sus pupilas y muchas veces recuerdo mejor esas sensaciones que el nombre de quien al pasar me las ofrece. Me descubro hipnotizado por algo que sucede y que va tomando la forma de un río de realidades que me cuento callado, contando sílabas, como canción nueva. Me descubro en el metro interrogando en silencio a los que van dormidos, a los que empujan por el placer microcanalla de ejercer esa violencia, a los que miran sin mirar. Me descubro fascinado por lo que ha sido hecho con las manos, desde un cartel accidentalmente lacerado hasta un platito de palma tejida, o cerámica. Me descubro recolectando materiales de muy diversa naturaleza: imágenes sueltas, historias incompletas, texturas más que textos, sorpresas, horrores, ideas. Por alguna extraña razón me interpelan. Me gustaría llamar a este momento de mi escritura Recolección de asombros.
Como consecuencia me veo felizmente hundido en un caos de materiales, un torbellino fabuloso que nunca cede. Y entonces viene la obsesiva necesidad de poner unas cosas aquí y otras allá. No tanto imponerles un orden como dejar que fluya una lógica entre ellas. No establecer cajones y expedientes sino dejar que mis manos y mis ojos vayan produciendo collages con los fragmentos que van tomando otro sentido al estar juntos. Un día los pongo aquí y al siguiente tal vez en la basura. Y por la noche o a la semana regreso a ver si puedo recuperarlos. Para pegar todas esas cosas uso un hilo de palabras que ante mis ojos, en mi boca, vuelve al mundo collar, flujo, transcurso, discurso. Decenas de papelitos cada día, de archivos abiertos, de versiones y más versiones, de notas y bolas de papel volando o decenas de .doc que hacen clic al entrar a mi ciber papelera. Otro basurero abultado que me ayuda a jugar creativamente con el caos es la memoria, o más bien el olvido. Colecciono cosas que de pronto ya no están y a veces ni siquiera sé que las he perdido. Pero nada es perfecto y todo puede regresar cuando menos se le espera. Recordar inesperadamente se puede volver epifanía, revelación de lo excepcional: poema. Pero en esta etapa todo es boceto, todo es acercamiento, experimentación, proyecto interminable. A este segundo momento de mi escritura me gustaría llamarlo Laboratorio de montajes. Como en el comienzo del cine se hablaba del montaje como algo más experimental que la edición narrativa actual. Como lo hacía Eisenstein en los veintes y treintas o Dusan Makavejev en los setentas. Este segundo momento de mi escritura es un fin en sí mismo que, como el anterior, nunca se acaba. No necesariamente va hacia la obra publicable, su vocación es lúdica, obsesiva, gozosa, improductiva, estética, desvergonzadamente privada pero no necesariamente secreta.
Mi tercer impulso de escritura sucede entretejido simultáneamente con los anteriores y se explica sólo por ellos y con ellos. Quiero llamarlo Ritual de composición. El collage de collages cambia de piel en este momento y se convierte en un objeto artesanal ritual. En una trama de revelaciones. Sucede en una especie de trance cotidiano que quiere ser fiel al mismo tiempo al delirio naciente y a la buscada perfección de la forma. Descubre, plantea y resuelve problemas narrativos concretos. Muchas veces complejos. Es intelectual e instintivo. Es un momento de perversión y neurosis extremas. No funciona en mí por disciplina sino por obsesión. No es un deber es un hiperplacer que no excluye cierto ardor erótico. Diariamente estoy lleno de una tensión que se va convirtiendo en las palabras de la historia que me he propuesto contar. Todo en función de la búsqueda, más o menos ambiciosa de un proyecto específico a largo plazo. Una obra que planeo como los artesanos azulejeros de Marruecos planean y ejecutan durante años esos tableros abstractos que combinan en perfecta geometría hasta 99 formas distintas de azulejos. Lo hago de día o de noche, gozando el insomnio si tengo suerte de que suceda, con lápiz, con tinta, en mi máquina o en la que encuentre. Solo o con gente alrededor. De cualquier manera una multitud cantante y parlanchina me habita.
Así escribo: dejando que una polifonía vital, invocada pero no menos sorpresiva, se apodere de mi cuerpo y de mis palabras y, en difícil y paradójica armonía que se alimenta de los latidos del caos, deje escuchar todas sus voces poseídas, posesivas.
Ana Clavel
Contención y latido
Ana Clavel (1961) es autora de los libros: Las ninfas a veces sonríen, Las Violetas son flores del deseo y El dibujante de sombras, entre otros.
La verdad es que a mí eso de los rituales y parafernalias del oficio de escritor no se me da. Ni uso una pluma Montblanc —la perdería al día siguiente—, ni prefiero las libretas Moleskine, ni tengo afición por las antediluvianas Remington, ni me seduce la laptop más veloz y nueva del oeste. Si acaso, el café expreso por las mañanas que me ayuda a activarme un poco y que a la vez me permite seguir en un estado de inconciencia similar al de un pez que aletea en una orilla húmeda. Pero ni siquiera eso del café alcanza a ser un ritual de escritura, puesto que no siempre escribo por las mañanas, y ni siquiera me siento a escribir todos los días.
No, yo los libros los escribo antes de empezar a escribirlos, antes incluso de saber que tendrán una vida secreta y propia. Por ejemplo, hay libros que comencé a escribir antes de los tres años, cuando mi padre aún vivía. (Mi padre era inspector agrario pero extrañamente prefería escribir con tinta verde sus reportes, soñaba con comprarse un helicóptero y le encantaba tomar fotografías —como ésa en la que estoy frente a una máquina de escribir y por la cual bromeo que mi destino era ser secretaria... o escritora.)
Cada libro tiene una respiración y un crecimiento propios. El gran Felisberto Hernández explicaba que una historia es como una planta que nace y crece misteriosamente en un rincón del escritor. El deber de uno es cuidar que esa planta no ocupe mucho espacio, que no pretenda ser bella o intensa, que sea lo que está destinada a ser, y ayudarla a que lo sea. Hay libros que me han exigido caminar en calidad de invisible por la Ciudad de México y