Así escribo. Delia Juárez G.
fotos, libros que me han hecho jugar a las muñecas como sólo un hombre asomado a sus abismos podría hacerlo. Hay libros que nunca me imaginé escribir.
También hay libros que me imponen contradecirme y me obligan a una liturgia propia: recorto de un periódico la imagen de un jarrón chino; me compro en un mercado de antigüedades un ruinoso mingitorio acorazonado de la marca American Standard y lo dejo dormir en la sala de mi casa; cuelgo de la cabecera de mi cama una postal de Marcel Duchamp jugando al ajedrez con Man Ray. Lo que sí sucede en todos los casos es que voy conteniendo la escritura que empieza a cosquillearme en una costilla del sueño o en la punta de los dedos. Y no la suelto por más que se me revele en jirones de ensueño, por más que me haga temblar de ansiedad.
Voy armando la estructura en mi cabeza, o más propiamente, voy dejando que la historia me prometa cosas: “Si te vas por aquí, encontrarás que el laberinto más perfecto es aquel del que no se desea salir”. A veces tomo notas en servilletas, cuadernos de espiral o engrapados, con una pluma Bic u otra cualquiera con el logo de un hotel o un banco, no importa. O uso una computadora ajena porque la mía se descompone a cada rato.
Poco a poco la tentación de sentarse a escribir comienza a ser insoportable. Pero no cedo. No puedo empezar si no doy con la primera frase. Para escribir, por ejemplo, una primera línea como “La violación comienza con la mirada”, tuve que esperar más de veinte años a que Las hortensias que había leído en la Facultad de Filosofía y Letras florecieran con una extraña intensidad violeta; así como tuve que recordarme mirando mirar a los hombres: lecciones silenciosas del deseo y sus anatomías que contemplé en la mirada de hermanos y primos mayores desde que era niña.
Pero tampoco puedo terminar de empezar si no doy, aunque sea vagamente, con la última frase. Inventarla o, por ejemplo, retomar la que leí grabada en un epitafio de un cementerio de Oaxaca y que me vino como anillo al dedo para la historia que entonces trabajaba: “Su cuerpo no la contiene”.
Como para mí la escritura es contención y latido, llegada a este límite soy yo la que está a punto de desbordarse. Y claro, ya con el principio y el final de la historia, sin parafernalias ni rituales exteriores, ahora sí, incontenible, termino de escribir.
Guillermo Fadanelli
Las obsesiones no descansan
Guillermo Fadanelli (1960) es autor de los libros: Malacara, Educar a los topos, Lodo, Plegarias de un inquilino y Dios siempre se equivoca, entre otros.
He olvidado las razones por las que escribir fue en un principio una actividad importante, casi una necesidad. Lo más probable es que no estuviera en mis manos la elección de mi oficio y que una suma de tropiezos me pusiera en el camino de la literatura. Los tropiezos son un tesoro que los hombres románticos acumulan para hacerse los desgraciados y acercarse de esa manera al arte. A veces mienten con tal de hacerse de un pasado interesante, como es mi caso, aunque en ocasiones su sensibilidad es en verdad consecuencia de una suma de desgracias que hacen de su escritura una cosa viva, oscura e inexplicable. Si he olvidado los orígenes de una afición que con el tiempo se transformó en vicio y después en una masa informe de pulsiones contradictorias, al menos puedo contarles cómo es que me enfrento a las cuestiones mecánicas de la escritura.
Lo primero es que no encuentro dicha mecánica por ninguna parte, sino un montón de enmendaduras en las velas del barco. Cuando creo que escribo una obra de cierto valor es cuando peor me va en la batalla. El entusiasmo y el narcisismo unidos forman una pócima venenosa y sus consecuencias son desastrosas. A la contra, cuando escribo malhumorado y cada línea me decepciona, los resultados no suelen ser tan malos. Esto lo sé por mera experiencia, no porque me dedique a construir un método ni porque invoque a los estados más oscuros del alma para escribir. Estos susodichos estados del alma son un verdadero robo a la imaginación y a la hora de escribir no se les encuentra en ninguna parte. Los oficios son mediocres por definición y lo más conveniente para una persona que vive de su escritura es no ponerse demasiado melancólico, ni tampoco abusar de su buena suerte.
Así como no poseo una hora precisa para morirme, tampoco contemplo un determinado horario para escribir. Puedo hacerlo en la madrugada o unos minutos después de despertarme, mientras pruebo alimentos en la mesa o cuando converso con otra persona. Si mi humor oscurece busco el silencio, pero si me siento motivado no me incomoda escribir en medio de un ambiente escandaloso. En mi caso la distracción constante es necesaria porque demasiada concentración en un tema provoca que la escritura se vuelva odiosa: nada merece tanta atención como para sumar más amargura al mundo. El rumbo de mi escritura es bueno cuando resuelvo el duelo de una sola estocada, es decir, cuando las palabras son sencillas y leales a la imaginación. En mi opinión una obra literaria no es un problema que deba resolverse a la manera de una técnica que se perfecciona, o de una ecuación matemática: es un hecho del espíritu o, si se quiere, uno de los tantos rostros como se expresa la confusión humana.
Ha sido totalmente a propósito referirme a las obras literarias como hechos del espíritu, pese a no saber qué se quiere decir con esta clase de oraciones. Sin embargo, la experiencia me dicta que la creación de una obra se entiende más con el desorden que con la buena administración. No aludo a un desorden de la mecánica, sino del temperamento: las palabras comienzan a funcionar cuando nada es evidente. Es por eso que cuando me pongo a escribir no sé dónde va a terminar el asunto: mis intuiciones se dispersan y la presa siempre se escapa. En este oficio los finales felices están vetados, aunque sé de escritores que se conforman con los aplausos.
Los párrafos anteriores podrían dar la impresión de que en mi escritura nada está controlado, pero no es así por supuesto. Mantengo un control constante y desmedido sobre mis ficciones, aunque eso no me sirva en absoluto. Las obsesiones no descansan e intentan encontrar una salida a cada momento, las palabras recobran su sentido a fuerza de intimidarlas, cada línea debe escapar de la estricta vigilancia a la que es sometida, el orden se impone para disolverse y la escritura es prueba de que se ha perdido el rumbo. En pocas palabras: se trabaja mucho por unas cuantas monedas.
Cuando bebo no escribo ni una línea y cuando cometo ese disparate me arrepiento como si fuera un santo. Beber es otra manera de estar alerta y por tanto es un poco absurdo reunir ambas actividades. Si las compañías trasnacionales deciden quitarnos la tecnología puedo escribir en las paredes, de hecho los ensayos se cocinan mejor cuando los escribo a mano. Hace muchos años que dejé de ser un contador de historias en pos de complicarme la vida. Contar historias ahora me parece tan anodino como hacer negocios. De todas maneras lo intento y si los dioses están conmigo a veces de la nada aparece un relato. En literatura debemos hacernos a un lado para que el mundo pase.
Francisco Hernández
Imito en todas partes
Francisco Hernández (1946) es autor de los libros de poesía: La isla de las breves ausencias, Moneda de tres caras y Mal de Graves, entre otros.
En el principio fue la imitación. De los pocos volúmenes existentes en la casa de mis padres, sólo llegaron a encandilarme los de poesía (Díaz Mirón, Darío, Juan Ramón Jiménez), mismos que me puse a imitar de inmediato, porque se me hicieron más “sencillos”, por breves, que las novelas de Verne o Salgari.
En la actualidad, cuando no se me ocurre nada, todavía recurro a aquellas páginas, con la esperanza de una pequeña ayuda para salir de la infertilidad.
Llegué a la Ciudad de México hace más de 40 años. Enseguida pude contagiarme de otros espacios: cines, museos, librerías, bibliotecas, conciertos y, por supuesto, conocí a escritores afectos a compartir sus preferencias. Así pude asomarme a la obra de Octavio Paz, Lezama Lima, Pablo Neruda, Fernando Pessoa, Carlos Pellicer, Luis Cernuda, César Vallejo y Jorge Luis Borges, entre otros. Casi por vocación, me vi obligado a seguir imitando.
Trabajé en agencias de publicidad durante 29 años y, al menos en mis