La Tierra está en nuestras manos. Leonardo Boff
habrán de converger en una humanidad unificada.
Nadie mejor que Pascal (1623-1662) para expresar el complejo ser que somos: «¿Qué es el ser humano en la naturaleza? Una nada frente al infinito, un todo frente a la nada, un eslabón entre la nada y el todo, pero incapaz de ver la nada de donde procede ni el infinito hacia el que es atraído». En él se cruzan los tres infinitos: el infinita- mente pequeño, el infinitamente grande y el infinitamente complejo (Teilhard de Chardin). Siendo eso todo, nos sentimos incompletos y todavía naciendo. Estamos siempre en la prehistoria de nosotros mismos. A pesar de lo cual, experimentamos que somos un proyec- to infinito que reclama su objeto adecuado, también infinito, y que llamamos Dios.
Y somos mortales. Nos cuesta aceptar la muerte dentro de la vida y el carácter dramático del destino humano. Gracias al amor, al arte y a la fe, presentimos que hay algo más allá de la muerte. Y sospechamos que, en el balance final de las cosas, un pequeño gesto de amor verdadero que hayamos hecho vale más que toda la materia y la energía del universo juntas. Por eso, solo tiene sentido hablar, creer y esperar en Dios si este es experimentado como prolongación del amor en la forma del infinito.
Compete a la singularidad del ser humano no solo aprehender una Presencia, Dios, que invade a todos los seres, sino mantener con ella un diálogo de amistad y de amor, pues intuye que responde al infinito deseo que siente dentro de sí, Infinito que se le adecua perfectamente y en el que puede descansar.
No se trata de un objeto más ni de una energía de tantas. Si así fuera, podría ser detectado por la ciencia. Se muestra como aquel so- porte que todo lo sustenta, lo alimenta y lo mantiene en la existencia. Sin él, todo retornaría a la nada o al vacío cuántico de donde salió. Él es la fuerza que hace que el pensamiento piense, pero no pueda ser pensado. El ojo que todo lo ve, pero no puede ser visto. Él es el Misterio siempre conocido y siempre por conocer indefinidamente. Él es el todo y la nada, pero que penetra hasta las entrañas mismas de todo ser humano.
9. EL ESPÍRITU ESTÁ PRIMERO EN EL UNIVERSO, Y LUEGO EN NOSOTROS
Para entender lo que es el espíritu hemos de ir más allá de la forma clásica y la forma moderna de comprenderlo e incorporar la comprensión contemporánea.
Según la concepción clásica, el espíritu es un principio sustancial, al lado del principio material, el cuerpo. El espíritu sería la parte inmortal, inteligente, capaz de trascendencia. Convive durante un tiempo determinado con la otra parte, la mortal, opaca y pesada. La muerte separa a una de otra, con destinos diferentes: el espíritu, para el más allá, la eternidad; el cuerpo, para el más acá, el polvo cósmico. Esta visión dualista no responde a la experiencia de unidad que ex- perimentamos. Somos un todo complejo, no la suma de unas partes.
Según la concepción moderna, el espíritu no es una sustancia, sino el modo de ser propio del ser humano, cuya esencia es la libertad. Ciertamente, somos seres de libertad, porque plasmamos la vida y el mundo. Pero el espíritu no es exclusivo del ser humano ni puede desconectarse del proceso evolutivo, sino que pertenece al marco cosmogénico. Es la más alta expresión de la vida, la cual, a su vez, es sustentada por el resto del universo, por las innumerables energías y por la base físico-química.
Según la concepción contemporánea, fruto de la nueva cosmología, el espíritu posee el mismo carácter ancestral que el universo. Antes de estar en nosotros, ya está en el cosmos. El espíritu es la capacidad de interrelación que todas las cosas tienen entre sí. Son el tejido re- lacional, cada vez más complejo, que genera unidades cada vez más elevadas y cargadas de significado.
Cuando los dos primeros topquarks primordiales empezaron a re- lacionarse y a formar un campo relacional, allí estaba ya irrumpiendo el espíritu. El universo está lleno de espíritu, porque es reactivo, panrelacional y autoorganizativo. En cierta medida, todos los seres participan del espíritu.
La diferencia entre el espíritu de la montaña y el espíritu del ser humano no es una diferencia de principio, sino de grado. Es el mismo principio el que funciona en ambos, pero de forma diferente.
La singularidad del espíritu humano consiste en que es un ser reflexivo y autoconsciente. Por el espíritu nos sentimos insertos en el Todo a partir de una parte de este, que es el cuerpo animado y, por lo tanto, portador de la mente. En un nivel reflejo, espíritu sig- nifica subjetividad que se abre al otro, se comunica y, de ese modo, se autotrasciende, gestando una comunión abierta incluso con la suprema Alteridad.
Resumiendo: vida consciente, abierta al Todo, libre, creativa, mar- cada por la amorosidad y el cuidado: he ahí lo que es concretamente el espíritu humano.
Si espíritu es relación y vida, su contrario no es materia y cuerpo, sino muerte y ausencia de relación. Pertenece también al espíritu la voluntad de enclaustramiento en sí mismo y la negativa a comu- nicarse con el otro. Pero eso es algo que nunca consigue del todo, porque vivir significa, forzosamente, con-vivir. Ni siquiera negando puede dejar de estar conectado y de conectarse.
Esta concepción hace consciente el eslabón que liga y religa todas las cosas. Todo está envuelto en el inmenso y complejísimo proceso de la evolución, atravesando todas las etapas en virtud del espíritu, que emerge cada vez en formas diferentes, inconsciente en unas ocasiones y consciente en otras.
Según está acepción, espiritualidad es toda actitud y toda acti- vidad que favorecen la relación consciente, la vida refleja, la comu- nión abierta, la subjetividad profunda y la trascendencia rumbo a horizontes cada vez más amplios, hasta incluir la Realidad Suprema. Finalmente, la espiritualidad no es pensar a Dios, sino sentir a Dios como el Eslabón que enlaza a todos los seres, interconectándolos y constituyéndonos a nosotros mismos juntamente con el cosmos. Es percibido como entusiasmo (que en griego significa tener un dios dentro) que nos toma y nos otorga la voluntad de vivir y de crear constantemente sentido. Es el Espíritu vivificando nuestro espíritu.
10. EL SER HUMANO: LA PORCIÓN CONSCIENTE DE LA TIERRA
El ser humano consciente no debe ser considerado aparte del proceso de la evolución. Representa un momento especialísimo de la complejidad de las energías, las informaciones y la materia de la Madre Tierra. Los cosmólogos nos dicen que, al alcanzar un deter- minado nivel de conexiones hasta el punto de crear un conjunto unísono de vibraciones, la Tierra hace que irrumpa la conciencia y, junto con ella, la inteligencia, la sensibilidad y el amor.
El ser humano es aquella porción de la Madre Tierra que, en un momento bien avanzado de su evolución, comenzó a sentir, a amar, a cuidar y a venerar. Nació entonces el ser más complejo que conocemos, el homo sapiens sapiens. Por eso, según el mito antiguo del cuidado, de humus (tierra fecunda) se derivó homo/hombre, y de adamah (tierra fértil, en hebreo) se originó Adam-Adán (el hijo y la hija de la Tierra).
En otras palabras, no estamos fuera ni por encima de la Tierra viva, sino que somos parte de ella, junto con los demás seres que ella también generó. No podemos vivir sin la Tierra, aun cuando esta pueda continuar su trayectoria sin nosotros. Es este el legado que nos dejaron los astronautas que tuvieron la oportunidad de ver la Tierra desde fuera de la misma. Ellos atestiguaron que desde aquella distan- cia la Tierra y la humanidad formaban una misma y única entidad. Debido a la conciencia y a la inteligencia, somos seres con una característica especial: nos ha sido confiada la custodia y el cuidado de la Casa Común. Más aún: nos compete vivir y rehacer constante- mente el contrato natural entre la Tierra y la Humanidad, pues de ello depende garantizar la sostenibilidad del todo.
Esta mutualidad Tierra-Humanidad resulta mejor asegurada si articulamos la razón intelectual, instrumental-analítica, con la razón sensible y cordial. Constatamos cada vez más que somos seres impreg- nados de afecto y de capacidad de sentir, de afectar y de sentirnos afectados. Tal dimensión tiene tras de sí una historia de una duración difícilmente imaginable: concretamente, desde que surgió la vida, hace 3.800 millones de años. De ella nacen las pasiones, los sueños y las utopías que mueven a actuar a los seres humanos.
Esta dimensión, también llamada inteligencia emocional o cordial, fue reprimida en la modernidad en nombre de una