Aprende a amar el plástico. Carlos Velázquez

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      Aprende a amar el plástico

      Carlos Velázquez

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      Aprende a amar el plástico

      Sé que nadie me quiere por cabrón. Pero soy un cabrón sensible. Y aunque les cueste creerlo, en ocasiones he querido hacer las cosas bien. Pero siempre que un hombre desea enderezar su destino aparece un téibol para conducirlo por el camino del mal. Me encontraba en Monterrey. Y ahí está uno de mis lugares favoritos del mundo: El Matehuala. La capital del table dance del noreste de México. Visitar Monterrey y no pisar El Mate es como ir al Vaticano y no besarle la mano al Papa. Meses atrás habría acampado sin miramientos en la pista con una cubeta de Indio. Pero trataba de enmendarme. Tenía morra. Presumo que me quería. Sí, a este cabrón que nadie quiere. Y ese día era su cumple. Mi plan consistía en comer en La Nacional y después treparme a un autobús que me llevara a Torreón para asistir a la fiesta de cumpleaños de mi chica.

      Sufro de un mal extremo, soy incapaz de negarme a acudir a un téibol. Un par de compas me rogaron, literalmente, para que los acompañara a uno. Te mamas un par de chelas, pides un taxi, pasas por tus chivas al hotel y te tiendes hacia la central camionera. El plan sonaba bastante inofensivo. Honestamente, no se me antojaba. Mi corazón me dictaba otra cosa. Pero me derrotó el mal consejo. Total, qué podía pasar. Estaba convencido de que no me dejaría tentar. Podía huir a medio cubetazo. La clásica: voy al baño (desaparezca aquí). Salí de La Nacional embarazado de mollejas, atropellado y chicharrón de Rib Eye. No es el mejor estado para entrar al téibol, de acuerdo, pero la necedad es como el deporte. Siempre hay que exigirle más al cuerpo. Llevarlo a sus límites.

      Dios estaba de mi lado. Caminé por Madero acompañado por dos matalotes, cuya identidad protegeré para no afectarlos en su relación sentimental, pero por no dejar agregaré que me sacan más de quince centímetros de altura y como cuarenta y cinco de cintura. A unas calles divisamos el letrero del Mango, nuestra primera parada.

      Existió un tiempo en que la sola mención de Monterrey me inducía visiones. Cada vez que yo escuchaba a alguien pronunciarlo me veía a mí mismo sentado en la pista del Infinito con los billetes apretujados en ambas manos, algunos cayéndoseme al piso, con una morra encajada en mis piernas. Ocurrió durante la era paleolítica. Traducción: antes de la guerra vs. el narco. Cuando MonteHell era el paraíso de la tabla. El Infinito siempre fue mi animal de poder. Mi animal fantástico. Pero tenía mi puti tour. Entre mis preferidos también destacaba el Givenchy. Qué tiempos, Señor del Rincón. Mi juventud la repartí entre la lectura y el deambulaje por la calle Villagrán. Cómo extraño ese Monterrey.

      En el Mango nos aplastamos alejados del tubo. Pero así nos hubiéramos sentado en la pista, estaba a salvo. Nada me quebraría. Era un hombre enamorado. Los dos matalotes se sentaron viejas en las piernas. Típico. Cuándo se ha visto que la vaca no lama el terrón de sal. Entonces comenzó el desfile de gordas. Con todo respeto, pero qué gachas estaba las bailarinas en el Mango. Mejor para mí, así me mantendría a salvo. Me mandaban una, otra, y otra, y otra, y a todas, caballeroso, las mandé de papirrol. No sólo estaba decidido a largarme en unos minutos, sino que mi propósito era no gastar un solo peso en carne. Sólo en chelas. Pa que me arrullaran y jetearme en el bus.

      Comencé a bostezar de aburrimiento. Los matalotes intentaron disuadirme. Siéntate una morra. Pero no cedí. Era una película que me sabía de memoria. Pagarle tragos caros a teiborrucas sedientas. No miento, en compañía de El Cabrito, Luis Valdés, recorrí todos los téiboles de la ciudad. Desde el más cutre al más caro. Desde El Rancho Loco, donde vi por primera vez el show de sexo en vivo, hasta el Poison o el Obsession.

      Ese Carlos ya quedó atrás, me dije sereno mientras le daba un trago a mi cerveza. Me perfilaba para abandonar la expedición. Los matalotes se percataron, así que hicieron un movimiento que, considerado a la distancia, fue maestro. Soltaron la combinación de la caja fuerte. Vamos al Matehuala. Chíngales. El culo se me hizo chiquito y tragué saliva. El Mate es uno de los antros sobrevivientes de aquel Monterrey que me conquistó. Se me removieron las tripas. Y por supuesto no me negué.

      Dicen que no existe mejor ablandador de carne que el alcohol, creo que es cierto porque acepté ir al Mate. Yo me consideraba un hombre íntegro. Y era sin duda una prueba de fuego. Si en el Mango me mantuve firme, qué me impedía repetir la hazaña en el Mate. Caminamos hasta Bernardo Reyes. En secreto albergaba la esperanza de que estuviera clausurado. Cada rato lo clausuran. Por todo tipo de pedos. Y, a güevo, por asuntos relacionados con la violencia. Porque madrearon a un güey, porque balacearon a otro. En 2012 masacraron a nueve. Y desde ese atentado muchos de mis compas dejaron de acudir. Yo también. Pero la calentura es más poderosa que el miedo. Sabiendo lo peligroso que resulta, un día volví. Qué sexual es exponerse, ¿no? Aquel día a nadie se le ocurrió pensar en la seguridad.

      En el Mate nos acomodamos en la pista principal. Se repitió la historia. Me quedé petrificado, dándole sorbitos a mi Indio bien caliente. Sí, guachaba al par de matalotes manoseando morras. Parecía videojuego, se sentaban a una y a otra. Se largaban al privado con una y otra. Y la padecía, pero poquito. Sabía la recompensa que me esperaba en casa. Una novia bien riqui ricón. Que no le pedía nada a ninguna de las teiboleras del Mate. Y como si la hubiera invocado, madres, sonó mi celular. Salí corriendo a la calle a contestar. Hola, Chiqui Baby, sí, ya acabé, me estoy despidiendo. Un par de chelas más y me trepo al bus. Claro que yes. Cómo crees que no voy a ir a tu cumple. Llegaré a tiempo. Antes de que empiece a tocar el conjunto norteño.

      Me arrané en mi silla e informé a Matalote 1, ya me voy, güey, Matalote 2 andaba en un privado. Ai me despides de aquél. Oh, pérate tantito, pinche Marrana. Aviéntate de jodido un privadito. Yo te lo picho. Están dos rolas por cincuenta varos. Ni madre, respondí. Me puse de pie y entonces subió a la pista la güera operada. Santo guacamole. Fue como ver la imagen de la virgen en una tamal de rojo. Sus tetas me recordaron al Hombre Elástico (Stretch Armstrong), un juguete que tuve de morro. Un hombre en calzones que podías estirar hasta lo indecible. Qué tubo, yoga, ni qué la chingada. Ese cabrón sí podía contorsionarse. Recordé entonces una frase de Lou Reed: “Aprende a amar el plástico”. Pinche Lou, con esa frase me jodió la vida. Entonces valió madre todo. Tengo que tocar esas tetas, pronuncié en voz alta. Necesitaba que mis manos hicieran contacto con esa textura.

      Nunca he sido fan de las chichotas de utilería, pero aquello no se debía a la calentura. Era pura nostalgia. Pst, pst, cuando acabe de bailar esa morra me la trais, le dije al mesero mientras le untaba uno de a cincuenta en la bolsa de la camisa. La mona se contorsionó por dos rolas. Guaché embelesado sus tetas. Y comencé a pensar en el fomi que usa mi hija para los trabajos escolares. No no no, no pienses en eso, Carlos, me dije. Y mi mente regresó al Hombre Elástico. Neta parecía que habían destripado al mono para hacerle las tetas a la vieja. He visto miles de chichis operadas, ya casi todas las morras del Mate están cirujeadas, pero nunca había visto unas como las de la güera. Me comenzaron a sudar las manos. Pedí otro cubetazo. Era oficial. Había caído en la trampa. Pinches matalotes. Apagué mi celular.

      La güera stretch se me montó a horcajadas. Empecé a masajearle las tetas. Me sentía cirujano plástico. Era un asunto más científico que erótico. Pidió una bebida y se la chupó en menos de dos minutos. Luego otra. ¿Se le estirarán como al muñeco?, me preguntaba. Me sacó del embeleso con una petición. Vamos al privado. No, pérate, mija, me defendí. Tas viendo que el niño es puto y le pones peluca. Continuaba en mis auscultaciones. Lo acepto. Me causaba un inmenso placer. Por unos instantes volví a ser el niño que estiraba al Hombre Elástico. También tuve al enemigo, el Monstruo Elástico. Un pandroso que también se estiraba parecido al monstruo de la laguna verde. Y recordé también al Hulk que tuve. Uno que con una bombita que echaba aire se le inflaba el pecho y desgarraba su camisa. Ya saben, los privilegios de tener un padre fayuquero.

      Como ven, era más cuestión de nostalgia que de sexo. Ni el pito parado traía. Qué harían ustedes si un juguete les hablara. Como Ted, el oso que cobró vida para convertirse en compañero de juegos de su dueño. Vamos al privado se


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