Aprende a amar el plástico. Carlos Velázquez

Aprende a amar el plástico - Carlos Velázquez


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consejo: que nunca se le antoje conectar coca en Ciudad Godínez si está lloviendo. Menos se le ocurra intentarlo con su pareja sentimental en el asiento del copiloto.

      El pasado fin de semana se me ocurrió jugar a Hunter S. Thompson y la ciudad defecó sobre mí. No, no me vendieron aspirinas molidas a precio de cocaína como si fuera joven creador del fonca; no, tampoco me resultó bato la sextuitera; ni me tuve que agarrar a putazos con un travesti de Nuevo León (si creen que su mayor talento reside en inyectarse aceite Capullo en las tetas, con eso de que es bueno para el corazón, dense un tiro con alguno). Mi tragedia sólo es comparable a que una paloma se cague en tu cabeza.

      Me quedé atrapado en Insurgentes. Y con el estéreo del carro descompuesto. Estiré mi relación hasta un nivel en que ni el mal sexo, la infidelidad o la disfunción eréctil resultarían tan nocivos. Una sola satisfacción preservo de aquel infierno: si mi vieja y yo sobrevivimos a esa pesadilla, somos capaces de resistir cualquier catástrofe. Incluida su madre.

      El que nace para godín no pasa de Insurgentes. Pinche karma. La onda comenzó con el principal enemigo de las relaciones en Ciudad Godínez: el puto tráfico. Es como el mal aliento. Ya curaron con trasplante de células madre el vih, van a descubrir la cura contra el cáncer, pero jamás van a encontrar un remedio para el apeste de hocico ni van a idear una solución para la congestión vial de la Ciudad de México. Pensar que vas a llegar a tiempo a algún lado en Ciudad Godínez es como creer en el amor. El único sitio al que puedes arribar puntual es Twitter.

      Pero no escarmienta uno. Mi chica y yo concebimos un plan fantasioso. Asistir al cine, comer, después comprar cocaína y cerrar nuestra idílica jornada en su bar favorito. La vida está repleta de citas fallidas, de plazos que no se cumplen, de tarjetas que no se pagan, de planes que se desmoronan. Cualquier habitante de la Ciudad de México ha padecido la desgracia de lo que significa vivir en la capital. La novedad en la historia es la batalla emprendida entre mi necedad de conseguir cocaína y el fenómeno meteorológico denominado lluvia.

      Llévame al cine de la mano, me pidió mi chica días antes. Y me comprometí pese a que nada me atraía de la cartelera. Me sentí como un monstruo. La exigencia conllevaba cierto reproche a la insensibilidad de mi parte. Pero ya entendí que es doblemente monstruoso invitarle a la persona que me soporta una mala película. No obstante, si soy el más aferrado del mundo a la hora de conseguir cocaína, por qué no me armaría a pagar por ver basura.

      Quedamos a las tres de la tarde en Cinemex de Plaza Insurgentes, pero el tráfico le impidió llegar a tiempo. Y todavía no empezaba a llover. Pocas cosas me cagan más que entrar a la sala cuando ha iniciado la cinta. No porque sea fan de los comerciales de Coca-Cola, pero me gusta disponer del tiempo necesario para comprar las palomitas y el refresco que contribuyan con el paro cardíaco que me aguarda en el futuro. Y no perderme los créditos. Menos mal que no compré los boletos desde antes. Es uno de los peores errores que puedes cometer, junto a venirte adentro. Pero cuando no es el caldo son las albóndigas. En las benditas ocasiones en que arribas puntual a la función sueles toparte con que se acabaron los asientos.

      Como el puto universo siempre se confabula en mi contra, la próxima función era hasta las seis. Y ni de pendejo me fleto las Tortugas Ninja. Mi estómago puede soportar la mamada ésa basada en el cuento de Oscar Wilde, pero ¿tortugas mutantes? Cabrones, si me subo todos los días al metrobús. Redujimos el plan a: vamos a comer, me muero un chingo de hambre (¿qué será lo opuesto a un chingo?, ¿morirse poco?), le marcamos al díler y luego nos largamos a empedar. Okey maguey. Okey corral.

      Decidimos dejar el coche en la plaza para no batallar por estacionamiento en la Roma. Fue el peor día de mi vida, sin duda. Pero al menos tuvo un rato rescatable. Compartir los alimentos con mi chica. No me la pasé nada mal. Bebimos cerveza y me drogué hasta la sobredosis de salsa habanera como es mi maldita costumbre. Porque si no me lacero con picante hasta el paroxismo la comida me resulta un desayuno continental. Insólito, pero me divertí. Nos reímos bastante. Fue una especie de déjà vu de nuestros primeros días. Cuando existía cierta complicidad entre nosotros. Y albergábamos cierta esperanza de construir un futuro promisorio. Cuando era yo un tipo con sentido del humor, de urbanidad y de humanidad, y no este amargado en que me he convertido ahora y que se empecina en ser un antagonista de tiempo completo.

      Puedo presumir que todavía cuando pagué la cuenta estaba contento. Pero enseguida vino uno de los performances que hacen famosa a la bestia que llevo dentro. Uno de esos por los que las mujeres que me han amado hasta la médula me abandonan irremediablemente. Después de visitar su bar favorito nos refugiaríamos en uno que yo propusiera. Me va a dar güeva desvelarme, me dijo mi morra. Mejor vamos al bar que tú prefieras y nos acostamos temprano. Me ofendí. Profundamente. Como si mi vecino del departamento de abajo no hubiera pagado el internet y por su culpa no pudiera ver pornografía, que tanto me desestresa. O como si el vecino del depa de al lado hubiera cambiado su contraseña de Netflix. Vámonos a la casa, le dije.

      Ni porque me acababa de tragar más tacos de los que le cabían en el estómago a Vitorino me pude controlar. Ella todavía la quiso barajar despacio. Compramos la coca, unas películas piratas y cervezas. Pero mi neurosis hacía minutos que había abandonado la estación.

      Con ella al volante dejamos el parking de Plaza Insurgentes. Mi chica y yo ya estamos lo suficientemente grandes para destrozarnos la vida. No peleamos. No gritamos. Cuando existe una inconformidad de mi parte guardo silencio. De mí no se puede obtener otra cosa que no sea silencio. Siempre que me molesto opto por la ley del hielo. Por lo regular el hielo tarda en derretirse varias horas. A veces días. Incluso semanas. A uno de mis mejores amigos se la llevo aplicando más de ocho años. Pero las ganas de cocaína se impusieron.

      Circulábamos por Insurgentes, o como les dicen los godínez en un baño de cosmolingüismo: Insurpipol. Todavía faltaba un considerable tramo para llegar a casa. A la altura de la Del Valle le pedí a mi nena que nos detuviéramos en un bar y nos echáramos un trago en lo que citaba al dylan para comprarle un par de gramos. Chingue su madre las películas y el alcohol. El señorito quería cocaína.

      Nos internamos en una cantinita rascuache para enfermos terminales a la altura del metrobús Nápoles. Sólo vendían megas. Con lo que me repatean las caguamas. Ya no tengo diecisiete ni me gustan las putipobres. No importa que pese 116 kilos, tiendo a ser más estilizado. Sólo bebo jugo de naranja natural. Consumo güevos orgánicos. Si utilizo sal tiene que ser sal de mar de Cuyutlán marca Mónica Patiño. No permito que en mi mesa descanse un refresco de dos litros. Me parece repugnante. Si bebo Coca es en lata mini, la presentación de 250 mililitros. Bebo cervezas importadas y vino tinto.

      Tuve que bajarme el mal rato con una Victoria, que para colmo estaba caliente. En la Ciudad de México nunca solucionarán el problema del tráfico, tampoco el de la cerveza templada. Llamé a mi dylan para encargarle un par de “litros de leche”. Me contestó que andaba por el Parque Delta y que me veía en una hora. Me pareció una eternidad. Qué pendejo. Como si una caguama por delante y la paciencia casi nula de una mujer no fueran suficiente entretenimiento. Soy una bestia idiota. Le dije que en un rato le devolvía la llamada.

      Regresé a la cantinucha y me aplasté. Todo te vale pito, me dijo mi morra. Todo lo que te cuento te vale pito. Desde las teorías de Darwin hasta mi familia. No respondí nada. Me quedé callado diez minutos. Mi psiquiatra afirma que guardo silencio porque tiendo hacia la autoagresión. Dónde quedó aquella bestia violenta que solía agarrarse a golpes a la menor provocación. En qué me he convertido. Bueno, tampoco le levantaría la mano a mi vieja. Soy un cretino, pero no un abusón. Y no soy don Juan de Marco, pero en el pasado Corona Capital casi me agarro a madrazos con un pinche ñero por maltratar a una morrita. Me contuve porque quería disfrutar de Grimes. Pero sí lo empujé y le advertí que o se calmaba o le partía su madre.

      Por qué, Carlos, me injurió mi chica. Por qué me hiciste sacar el carro del estacionamiento. Yo sí quería agarrar la peda, pero temprano. Porque soy un estúpido, confesé. Maldita sea, pensé, necesito cocaína. Y entonces ocurrió lo peor que le puede suceder a un adicto como yo: se desató una tromba.

      En Ciudad Godínez la lluvia, como el tráfico, no puede ser moderada. Si creen que el fenómeno de la naturaleza más inmanejable es la gente


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