Aprende a amar el plástico. Carlos Velázquez
paraguas. Te vas a mojar el culo anyway, anyhow, anywhere.
Salí de la cantina y llamé al díler. Y me bateó. No le regresé la llamada a tiempo. Porque todo me vale pito, lo dejó claro mi vieja. Se dirigía a la Portales. Como soy un clientazo me haría el paro. Me esperaría a la misma altura pero en Cuauhtémoc. Afuera de la Chrysler. Volví al bar con la malilla en la cara. Si ustedes son adictos o lo han sido sabrán que cuando el cerebro recibe la noticia de que se meterá coca se predispone o programa para el evento. Las manos te sudan, sientes mariposas en el estómago y te mojas aunque veas un calzón de abuelita. Y si no te metes, si le fallas, te premia con un dolorón de cabeza.
Pagamos la caguama y apresurados nos tendimos al cajero. Sí, porque el cuadro no estaría completo si no resultara un idiota de tiempo completo. No traía efectivo. Perdí veinte minutos en sacar varo. Después nos lanzamos al carro sólo para toparnos con una larga fila de carros a vuelta de rueda.
Ignoro si era la malilla, pero casi podía palpar la desesperación de mi chica. Sus deseos irrefrenables de decirme bájate a la chingada de mi carro. Sus ganas de mandarme a la mierda. Traspiraba un a poco crees que no puedo encontrar a alguien que coja mejor, pendejo. Si siempre te pones pedo y te quedas dormido. O no se te para por tanta coca. Y me comencé a sentir solo. Solo contra el mundo. Solo contra ella. Y cuando me siento así, recurro a una figura. Sí, adivinaron. El díler.
Le volví a llamar y se lo pasé para que le diera indicaciones de dónde nos encontrábamos. El dylan se inventó una ruta para coincidir en otro punto. Y torcimos en una calle lateral. Sintiéndonos muy chingones. Adiós, pobres jodidos. Pero las señas estaban mal. Sí, exacto. Porque el díler andaba hasta el culo de cocaína. Y el dizque atajo nos sacó hacia San Francisco. Y, oh no, vimos que estaba atascada. Una nube de decepción descendió sobre nosotros. Y sin estéreo. Sin música incidental. Vi cómo la frustración se apoderaba de mi chica. Cómo los cincuenta centavos de paciencia que le quedaban se consumían como el tiempo en un taxímetro. Adiós a todos los planes juntos. Al temazcal que pensábamos montar para que lo administrara mientras me consagraba a escribir.
El díler me llamó para apresurarme. Ya se encontraba en el sitio acordado. Le respondí que me había quedado atorado. No te hago perder más tiempo. Mañana te busco. Por primera vez me preocupaba más mi morra que la coca. Estaba a punto de tronar la canija. Si de algo sirve la paranoia es para alertarte en tales encrucijadas. Échate en reversa, le indiqué. No voy a manejar en reversa, me dijo. Podía con mi mal humor, mi impertinencia, mi petulancia, pero no conducir en reversa. Dame chanza, le pedí antes de que se agotara su paciencia.
Le di marcha hacia atrás y no faltó el par de avorazados que te ven venir, están a más de media cuadra, y te echan el carro encima. Pero se la pelaron. Siempre se la pelan. Como yo me la estaba pelando con la coca. Regresé a la calle por donde veníamos. Y entonces sí proferí convencido, vámonos a la casa. El tráfico y la lluvia apagaron mi sed de cocaína.
Retomamos Insurgentes para dirigirnos a casa. No a recriminarnos. Ni a insultarnos. A quedarnos callados. Aislados. Sin coger. Con frío pero cada uno en su lado de la cama, sin atreverse a entrar en contacto con el otro. Pero a poco piensan que las medallas de oro se ganan tan fácil. Que te vas a zafar del abrazo de Cthulhu. Nos aguardaba el tráfico para contarnos la historia de terror que nos espantaría el sueño. Nos tragó el alma vernos atrapados una vez más en el embotellamiento. Nos íbamos a morir y entrar al infierno antes de que pudiéramos llegar a la casa.
Yo conducía. Mi chica viajaba engarruñada en el asiento del copiloto. Con cara de nunca te voy a perdonar esto, pinche pendejo. Pero lo peor estaba por venir. No tenía sentido que nos resignáramos a avanzar a 0.2 kilómetros por hora. Vamos a meternos a un bar a echar un trago. Y cuando se termine el tráfico nos largamos. Mi morra no soportaba más. Estaba hastiada. De la situación, pero sobre todo de mi egoísmo. Sabía que era inútil luchar contra la marea de coches. Era preferible verme la jeta frente a una cerveza que consumir lo poco que quedaba de la relación encerrados en el Jetta.
Me estacioné en una calle aledaña. Divisamos un Sanborns. Era la hora feliz. En cualquier otra circunstancia no lo elegiríamos. Ni en ésa. Nos asomamos por morbo. Estaba repleto de miembros de la tercera edad. Un animador cantaba canciones de José José. Amiga, hay que ver cómo es el amor, que vuelve a quien lo toma gavilán o paloma. Pobre tonto, ingenuo, charlatán. Que fui paloma por querer ser gavilán. Aburridos, los ancianos hacían lo que tuvieran a la mano para ignorarlo. Dormitar o ver porno en su celular. Huimos.
Enfrente, en una plaza, como si se tratara de un oasis en el desierto, divisamos una Chopería. Al menos me voy a beber una buena cerveza, me imaginé. Pero qué estúpido soy. Si todas las pendejadas que había cometido hasta el momento parecían graves, ésta fue la peor de todas. Y yo que desprecié a los viejitos del Sanborns.
Pasé tres horas rodeado de la casta de godínez más auténtica posible. La de denominación de origen. Puta, pensé, no me vuelvo a quejar de los hipsters de Álvaro Obregón. El volumen de la música te impedía platicar. Sonaba Enrique Iglesias. Sé que es naco usar la palabra naco, pero estaba repleto de ídem. Al menos la cerveza estaba bien helada. Continuaba lloviendo. En la mesa de al lado alguien cumplía años. Y atravesamos por ese bochorno, esa pena ajena, que nos invade a todos cuando alguien cumple años en un Applebee’s o un Chili’s y todo el personal se congrega alrededor del festejado para cantarle las mañanitas. Y los amigos del cumpleañero beben tequila de hidalgo. Como si estuvieran en un spring break. Las mujeres vestidas con animal print.
Sé que sueno a profesional del resentimiento. Pero a aquella hora en un día cualquiera yo ya me estaría untando mis cremas contra el envejecimiento. Me colocaría dos rebanadas de pepino en los ojos, me pondría mi piyama de Ricky Ricón y me dormiría. El colmo fue la mesera. Obvio que teníamos el estómago clausurado de la rabia, la frustración, el despecho. Y no teníamos hambre. Pero después de seis cervezas se nos antojó una botana. Como la comida lucía asquerosa, pedimos unas papas a la francesa y la mesera nos informó que había dos modalidades: normales o gruesas. Pero les advierto que las gruesas son más caras. Costaban 49 pesos.
Salimos de la Chopería y le dije a mi chica, Pera, le voy a marcar al díler. Me vio con una cara, no de odio, ni de que me comprendiera, ni de que me aceptara, era una mirada más allá del bien y del mal. Un ya lo he vivido todo hoy como para volverme a enojar por las conductas pendejas de este cabrón. Parecía que con su actitud dócil se estuviera despidiendo de mí. Que en silencio me dijera mañana es el último día que me verás, cabrón.
El díler me respondió que andaba en la Condesa, pero que tenía diez encargos por delante. Me valió madres, después de haber resistido al tráfico, a la lluvia y a la Chopería. Conduje hacia la Condechi. Qué haces, me preguntó mi morra. El díler me acaba de citar, le mentí. Y no sé si lo sabía, que la engañaba, pero no dijo nada. Se preparaba para dejarse vencer por el cansancio.
Cuando llegué a la Condesa le llamé al díler para ver por dónde andaba. Te veo en la Roma en veinte minutos me indicó. Y me quedé esperando el doble a que cayera al lugar de la cita. Mientras yo aguardaba, mi chica se había quedado dormida.
Por fin apareció y le compré la merca. Me trepé al coche y me metí un par de puntazos infames con un taponcito de pluma Bic. Qué mamada, me quejé. Me ardía la nariz bien culero. La coca era una mierda. Sí, me había salido con la mía. Tenía coca. Mala, pero coca. Eran las 12:45 de la madrugada. Ya no iría a un bar. En la casa no tenía ni un trago. Perdí todo el día en el tráfico. Sin oír música. Enemistado con mi morra. Pero no se me podía acusar de no ser perseverante.
Encendí el coche, me metí más coca y puse música en mi celular. Usé un tubo de papel higiénico como bocina, para amplificar el sonido. Como cuando echas el cel o el iPod en un vaso. Supe lo que pasaría. Ya no me metería más coca. No tenía con qué bajármela. Además, estaba tan cansado que al llegar al home sweet home caería hundido.
Conduje rumbo a la casa. El trafico había menguado. Me detuve a mear en una gasolinera. Pero el baño estaba cerrado. Meé sentado en el carro, con la puerta abierta. Y justo en ese momento pasaba una patrulla. Pero no me descubrieron. Porque aunque sea un pendejo conservo ciertas habilidades.