Cerdos. Thomas Macho
con los hombres, a tal punto que la etología contemporánea se pregunta quién domesticó a quién. Otros animales, por el contrario, no se pudieron domesticar en absoluto, porque morían enseguida en el encierro o dejaban de reproducirse. En el curso del proceso, los bueyes, burros o caballos se convirtieron en valiosas fuerzas de trabajo; las cabras, las ovejas y las vacas brindaron un significativo aporte a la vida común con los hombres en la medida que transforman un alimento indigerible para el estómago humano (como la hierba y el heno) en leche, grasa, manteca, queso o lana. Resulta casi obvio que estos animales sólo se comieran excepcionalmente y en raras ocasiones. Sencillamente, su carne viva era más valiosa que la carne faenada, que además era difícil de conservar. Los cerdos, en cambio, desde un principio fueron criados para su consumo. No servían como animal de tiro ni de carga ni de monta; a lo sumo se los podía usar –cuando no había ni bueyes ni burros disponibles– para trillar en la era. Sin la faena no producían grasa y no daban leche o queso, pero comían los mismos alimentos que los humanos: los cerdos son omnívoros, como los seres humanos. Y no fue raro que este parecido convirtiera la crianza de cerdos en un riesgo económico-alimentario. Pues en tiempos de escasez de alimentos había que asegurarse de que la manutención de los cerdos no le quitara a la mesa de los humanos más de lo que le proporcionaba. Por eso los criadores de cerdos se preocupaban por que sus piaras se alimentaran en los prados y no dependieran tanto de los cubos de alimento que salían de la cocina.
Crianza de cerdos en el antiguo Egipto: mural de la tumba de Ineni, arquitecto tebano que sirvió bajo Amenofis I y Tutmosis I (dinastía XVIII); el látigo de nudos resulta amenazante.
Las dehesas preferidas podían ser bosques caducifolios o mixtos, zonas pantanosas o cañaverales. Es de suponer que, vistas desde esta perspectiva ecológico-alimentaria, las regiones montañosas de la Media Luna Fértil resultaran poco apropiadas. Diferentes eran el sudeste asiático y China, donde el cerdo fue el primer animal aprovechado en la economía doméstica. Como relata Norbert Benecke, los hallazgos más antiguos de huesos de cerdo doméstico provienen de la cultura china Cishan, de hace aproximadamente ocho mil años. Las vacas, ovejas y cabras aparecieron sólo posteriormente, en la cultura Yangshao. En el antiguo Egipto puede observarse la existencia de cerdos domésticos aproximadamente desde el 5000 a.C.; hallazgos de huesos testimonian su propagación en el Alto y el Bajo Egipto. Los cerdos se criaban en grandes piaras –incluso en templos– y por lo menos hasta el florecimiento del Reino Antiguo su consumo era frecuente; en el culto de los muertos, los lechones se usaban como parte del ajuar funerario. Sin embargo, se conocen pocas ilustraciones o menciones de cerdos en documentos de aquella época. La literatura especializada cita una y otra vez algunas excepciones: figurillas prehistóricas de cerdos hechas de arcilla, una escultura animal predinástica de Merimde Beni-Salame (al noroeste de El Cairo, fechada en el 5000 a.C.), que supuestamente representa a un cerdo doméstico o tal vez un jabalí, un mural de la tumba de Kagemni en Saqqara (de la sexta dinastía, hacia 2300 a.C.), que representa a un pastor que alimenta a un lechón dándole en la boca comida que él previamente ha masticado. A un príncipe de El Kab (en el Alto Egipto, ochenta kilómetros al sur de Luxor) se le certifica a comienzos de la dinastía XVIII (hacia 1550 a.C.) el siguiente ganado: ciento veintidós vacas, cien ovejas, mil doscientas cabras y mil quinientos cerdos. Aquí los cerdos tenían la primera posición, algo que confirman los huesos hallados en El Kab, según afirma Joachim Boessneck en su investigación Tierwelt des Alten Ägypten [Mundo animal del antiguo Egipto]. En otras listas, por el contrario, los cerdos casi no aparecen. E incluso cuando un gran supervisor de la casa, bajo Amenofis III –que gobernó de 1388 a.C. a 1351 a.C.– donó para el “templo fúnebre de su rey en Menfis mil cerdos y mil lechones, estos números significan más bien una gran cantidad y no una cifra exacta”, dice Boessneck. Un mural de la dinastía XVIII muestra animales llamativamente flacos, de patas altas, con hocicos largos, orejas erectas, una crin alta en el lomo y una cola enroscada.
Sacrificio de un cerdo joven: tondo de un vaso ático de figuras rojas (hacia 500-510 a.C.).
La contradicción entre frecuentes hallazgos de huesos y escasos testimonios pictóricos o escritos bien puede explicarse por la reputación cada vez más negativa de los cerdos. En el antiguo Egipto era notable una ambivalencia respecto a los cerdos que, sin embargo, no condujo a una prohibición de la carne porcina. Heródoto habla de esta ambivalencia en el libro segundo de sus Historias:
Los egipcios miran al puerco como animal impuro; por eso, si al pasar alguien roza un puerco, va a bañarse al río con sus vestidos, y por eso los porquerizos, aunque sean naturales del país, son los únicos entre todos en no entrar en ningún templo, y nadie quiere darles en matrimonio sus hijas ni tomar las de ellos [...] Los egipcios no juzgan lícito sacrificar cerdos a los demás dioses sino solamente a la Luna y Dioniso, y en un mismo tiempo, en un mismo plenilunio, sacrifican cerdos y comen la carne [...] El sacrificio de los cerdos a la Luna se hace así: después de sacrificar la víctima, juntan la punta de la cola, el bazo y el redaño, cubren todo con la gordura que rodea los intestinos y luego lo arrojan al fuego. La carne restante se come el día del plenilunio en el que se haya hecho el sacrificio. (10)
A partir de lo descripto por Heródoto puede explicarse también la gran cantidad de huesos encontrados en El Kab. La ciudad albergaba el centro de culto más importante de la diosa buitre, Nejbet, que más tarde se identificó con Selene, la diosa griega de la Luna; a su vez quizás fue precisamente el sacrificio ritual periódico lo que contribuyó a la domesticación de los cerdos.
Así es el mundo del cerdo doméstico: cerco, bebedero y aves de corral.
Como sea, los cerdos nunca abandonaron el campo asociativo de lo salvaje. También y precisamente como animales sacrificiales se los asigna –igual que el hipopótamo– al dios Seth, el oscuro hermano y antagonista de Osiris. En una escena del Libro de las Puertas (dinastía XVIII), que habla sobre el viaje de Ra, el dios del Sol, al infierno, el dios Thot, señor de la escritura y del calendario, representado como un mono con un bastón, expulsa del Barco del Cielo a un cerdo, que encarna al dios Seth. Este representaba lo yermo, el desierto, la tormenta y el caos; al mismo tiempo, se lo consideraba la divinidad protectora de los oasis y señor del Sur.
Y así es el de los jabalíes: árboles, helechos y hongos.
Era hijo de la diosa del cielo, Nut, a la que en ocasiones se calificaba de “madre cerda que devora a sus hijos”. Esta caracterización simbólica corresponde al hecho de que las cerdas hambrientas devoran a sus hijos y también puede asociarse a la desaparición de las estrellas durante el crepúsculo. Tales representaciones se enmarcan no sólo en la tensión entre mundo salvaje y civilización, que Hans Peter Duerr investigó en su libro Traumzeit [Tiempo onírico] de 1978, sino también en el ciclo ideal y cosmológico de vida, muerte y reencarnación. Allí los cerdos tienen –igual que Seth en la mitología– una posición ambivalente: no sólo pertenecen a la casa, sino también al mundo salvaje, al bosque y al pantano; se los considera símbolos de la fertilidad pero también de la muerte y del traspaso de límites. Su domesticación no es completa; esta observación coincide con el hallazgo zoológico-arqueológico de hábitos salvajes en los cerdos domésticos hasta la Edad Media, lo que se toma por un indicio de que “hasta ese tiempo en los establos de cerdo hubo cruce constante con cerdos salvajes”. “También el material osteológico de diferentes épocas que se encontró presenta señales que hablan de una ocasional hibridación entre formas domésticas y salvajes. Por otra parte, las condiciones de cría primitivas fueron determinantes del fenotipo y definieron en gran parte el parecido de los cerdos domésticos con los salvajes jabalíes”, (11)tal como puede verse en el grabado de Durero que retrata al hijo pródigo.
En el grabado de Durero sobre la narración bíblica del