Movimiento en la tierra. Luchas campesinas, resistencia patronal y política social agraria. Chile, 1927-1947. María Angélica Illanes Oliva
obreros y sus familias «para estudiar después la forma permanente de encarar el costo de vida»; por su parte, el MEMCH las invitaba a incorporarse a su institución en la forma de un Comité Local para «ejecutar campañas comunes pero conservando su personalidad»116. Una muy buena oportunidad para las mujeres campesinas de pasar a formar parte de un movimiento nacional de mujeres.
Si muchas mujeres campesinas de la hora comenzaron a hacerse visibles, recogiendo la prensa algunos trazos de su cuerpo laborando sobre la tierra y apretando ubres, la mayoría de las mujeres de la tierra permanecía oculta y silenciosa en la intimidad de la Madre, en la tierra más profunda de valles y montañas de norte a sur…
Como María Engracia de la Cruz, quien vivía con sus cinco niños en plena cordillera al oriente de Puerto Montt, a orillas del Río Puelo, que, como su nombre lo dice en mapudungún, «está al este». Allí respiraba Engracia profundamente a ras-mapu, sus niños en camiseta desnudos cintura abajo, pasando el invierno nevado junto al fogón, entregada al hilado y al mate, contenta con lo que la Madre Tierra les brindaba cada amanecer.
«¿Cómo estuvo la cosecha de papas?», le pregunta el escritor que la visita. «¿La cosecha de papas? ¿Se está riendo? ¡Se la llevó el río, qué tiempo!», responde en tono alegre, dejando perplejo al escritor, sin saber si su actitud de contento era desidia o sabiduría… «Dígame, doña María Engracia», la interroga, «¿usted vive contenta? ¿No le falta algo? ¿Pan, yerba, ají?» Engracia lo observó fijamente y sin alterarse le contestó: «¡Nada! Estoy bien así, con mis chicos». Y le invitó al almuerzo familiar cotidiano: papas untadas en agua con ají, saboreadas junto al fogón; las había conseguido a cambio de un hilado tejido con sus manos. «En el valle había empezado a nevar. Primero fue un velo blanco transparente que envolvió las cumbres y se fue transformando en una nube densa descendiendo por los flancos de los cerros, lentamente. El silencio se apoderó del valle y de los cerros y todo parecía suspendido en el aire…»117.
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Montaña adentro vivían también doña Clara y su hija la Cata, cocineras de los trabajadores de hacienda en Curacautín, en plena Araucanía. «Bravas para el trabajo, se daban maña para amasar, cocinar, tostar y moler el trigo, dejando aún tiempo libre para hilar lana y tejer pintorescos choapinos que luego vendían a buen precio en la ciudad»118. Esperaban cada noche a los trabajadores con sus pancutras y otros guisos chilenos que rompían la monotonía de los porotos con rienda del mediodía. Viuda de mayordomo era doña Clara, madre soltera la Cata; habían tenido suerte de quedarse en el fundo siendo mujeres sin hombre, pero la Cata soñaba poder casarse y Clara la cateaba a sol y sombra para que no volviese a darle la ‘vergüenza’. La oportunidad de enamorarse llegó en el verano «con la llegada de los fuerinos que acudían a los trabajos de las cosechas», entre los que llegó Juan Oses, el que «no era como toos»… y lo demostró el Juan ayudándolas, noche a noche, a «hacer remedios» para salvar al niño con fiebre.
«Al ladrón hay que buscarlo entre los fuerinos», sentenció el administrador de la hacienda al carabinero San Martín, excuatrero, transformado en cruel perseguidor de cuatreros. Acto seguido fueron a buscar a Juan Oses y a otro, sacándolos de la cocina de Clara y, defendiéndose Juan, lo llevaron y torturaron hasta dejarlo moribundo atravesado en un puente del camino al pueblo de Rari Ruca. Ahí lo encontraron Clara y Cata, lo cargaron en la carreta y enfilaron cuesta arriba, adentrándose en el bosque chileno de robles, raulíes, palosantos, lingues, laureles, bajándose doña Clara a buscar hierbas sanadoras para curar al herido. «De toíto encontré, niña. Mira: matico pa’ las herías…, natri pa’ refrescarlo, yerba plata pa’ darle agüitas…, toronjil pa’ que olorose, y menta tamién»119. Con el esmero y los cuidados de las dos mujeres, el herido fue mejorando; Juan y Cata enamorando… pronto se casarían.
El domingo de fin de cosecha, con los pagos en los bolsillos, los campesinos y campesinas llegaron al pueblo a festejar, las mujeres con trajes claros, chal al hombro y chupalla con flores silvestres. Corrió abundante el vino y las cazuelas en la cocinería del pueblo y los chismes, los dimes y diretes. Ahí llegó también el padre de la guagua de Cata, Pereira, quien se enteró de su casorio; lo amenazaron de cobarde los chismeros si no desafiaba al novio de la madre de su hijo. «Ti’ han llamao cobarde…, ¡hip! A vos Peiro Pereira (…) no, vos no sos na cobarde…». y enfiló en medio de la noche hasta la rancha de Clara, donde encontró al Juan y la Cata abrazados. Pedro llamó al Juan afuera y, así, sin más, lo acuchilló, desangrándose el sueño de amor y casorio de la Cata en sus brazos…
Ese interés por matrimoniarse fue el que llevó a la Chabela a casarse con don Santos, carpintero, nacido y criado en la hacienda, viudo con cuatro hijas ya mayorcitas y deseoso de un hijo varón que perpetuara su nombre. El día del casorio, «en alegre caravana, media hacienda se dirigió a Curacautín para asistir a la ceremonia», al son del trote de caballos y relucir de espuelas de plata, en ancas las mujeres vestidas con percalas multicolores; adelante, el novio en su caballo blanco y la novia Chabela, plena de su frescura juvenil, iba montada en una «yegua mampato», con vestido comprado por el novio en la mejor tienda de Victoria y luciendo anillo con piedras verdes. La fiesta se desarrolló en la Cocinería Conejeros con bombo y platillo, regresando la comitiva a la hacienda en noche de luna…120.
Con la llegada de la primavera y el aumento de los trabajos en la hacienda, don Santos «se iba a caballo de alba y no regresaba hasta la noche. A mediodía iba su hija María Juana a dejarle el almuerzo». La Chabela, bastante cómoda, logró a punta de mimos a su «viejito querío», que don Santos le contratara un mozo. Libre de quehaceres y sin el permiso de don Santos, acompañada de la hija menor discapacitada del marido, Chabela pasaba las tardes «en el despacho, que quedaba en la puerta de la hacienda», donde vivía y trabajaba su madre. Allí la Chabela volvió a coquetear con uno de los patroncitos de la hacienda vecina que venía a pasar el verano al campo y que ya conocía «la gracia picante de Chabela»121. El amorío entre ellos se fue calentando… Chabela, cansada del viudo y con sangre de infiel, le dio la pasada a la propia cama matrimonial al amante. Y ocurrió que un día don Santos pasó de improviso por su casa, encontrando a la parejita.
«Tu viejito querío te va a matar aquí mesmo onde te habís revolcao con l’otro…aquí vay a morir… perdía… Bestia… no sos más que una bestia dañina y a las bestias se las mata… Ah!... Así…», le decía mientras la estrangulaba. Acto seguido, Santos tuvo el impulso de perseguir al amante que huía, pero recapacitó: «–No murmuró–. Era ella la única que me debía respeto»122.
Muy por el contrario era la actitud de la joven María Rosa con su marido viudo y sesentón, rudo en el trabajo de campero de la hacienda y padre de dos hijos que ya se habían echado «a ‘rodar tierras’, empujados un poco por ese vagabundaje latente en todo chileno y otro poco por el horizonte que abriera ante sus ojos la instrucción primaria recibida en la pequeña ciudad cercana. Ellos no se avenían con la vida paupérrima del gañán montañés: tenían rebeldías y altiveces que escandalizaban a don Saladino», su padre.
–Yo no sé hasta cuándo vamos a dormir en ese chiquero.
–Hasta que se declaren en huelga –contestó el Cahi Roa–. (…) Aquí Ustedes. viven muy atrasados y se dejan atropellar por cualquiera.
–No sé cómo serán las cosas en el norte –hablaba el viejo sosegadamente, transido de amargura– pero el cuento es que aquí too es distinto. Acuérdense del apuro que pasamos en el otro año por hacerle caso a ese fuerino qu’estuvo pa’ la cosecha y qu’era federao. Hicimos la huelga, juimos onde los patrones a pedir más salario pa’ nosotros, mejores pueblas pa’ la familia y escuela pa’ los mocosos. Si no nos hacían estas mejoras naiden trabajaba. Tres días estuvimos sin contesta, afligíos con la espera. Y al tercer día llegaron los carabineros, al fuerino lo tomaron preso y en toas las pueblas se dio orden de desalojar. ¿P’ónde íbamos a d’irnos? Nos echaban a toos, a toítos. ¡Jue terrible! No tuvimos más qui agachar la cabeza y seguir trabajando en las mesmas condiciones. Pa’ leución ya habimos tenío bastante…123.
Cansados de exigir en vano mayor salario y mejores