Movimiento en la tierra. Luchas campesinas, resistencia patronal y política social agraria. Chile, 1927-1947. María Angélica Illanes Oliva

Movimiento en la tierra. Luchas campesinas, resistencia patronal y política social agraria. Chile, 1927-1947 - María Angélica Illanes Oliva


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del inquilino común, trabajaba en medias con su patrón; este último le entregaba 3 ó 4 cuadras de tierras, debiendo poner el inquilino mediero los animales y las herramientas; si el patrón ponía la semilla, le debía ser devuelta al momento de la cosecha, cuyo producto se repartía en partes iguales entre el patrón y el inquilino. Mientras realizaba este trabajo, «el inquilino debe poner en su reemplazo 1 ó 2 obreros pagados por él, a fin de que trabajen para el patrón»67; b) la del mediero apatronado que eran aquellos trabajadores agrícolas que «trabajan en un fundo o hacienda en medias con su patrón bajo su inmediata dependencia y, por lo general, sin elementos propios de explotación», y c) los medieros propiamente tales, que corresponden, por lo general, a pequeños campesinos que trabajaban en forma independiente y con elementos propios y que «contratan la explotación de cualquier labor agrícola con el fin de repartirse las utilidades con el propietario, tenedor o arrendatario de un predio rústico, sin que exista entre ambos la dependencia o subordinación que crea el vínculo patrón-obrero»68. El patrón, en este caso, ponía únicamente la tierra, mientras los «hijos del mediero deben obligatoriamente trabajar para el patrón en el fundo en vez de ayudar a su padre»69. En el centro del país, el sistema de mediería jugaba un importante papel. «Entre Aconcagua y Colchagua el 18% de la superficie con cultivos anuales era explotada en medias, cifra que subía al 34% entre Curicó y Ñuble»70.

      La cosecha de los campesinos y mapuche en sus medierías y comunidades tenía bastantes pérdidas: se hacía, por lo general, en máquinas «malas, viejas, que no alcanzan a refregar todo el grano que tiene la cabeza del trigo». Deducida la semilla que debía pagarse al patrón, cuando se hacía la molienda en el pueblo, había que trasladar las gavillas amontonadas en carretas de bueyes sin resortes, por malos caminos, por cerros, golpeándose las «cabezas de trigo, desparramando para las torcazas y perdices» y a veces dándose vuelta la carreta en la falda de algún cerro… luego había que pagar la «maquila» (costo de la molienda) que en el sur era unos 14 kilos por saco de m/m 100 kilos71. No alcanzaba al mediero para la alimentación de su familia durante todo el año; con el hambre y el frío del invierno, el mediero acudía al patrón para pedirle prestados algunos kilos de trigo, papas y legumbres, que debía pagar con la cosecha venidera, en un círculo vicioso del que no podía salir…72.

      El inquilinaje y la mediería permitían a los patrones lograr cuatro propósitos: a) tener atada a la explotación la mayor parte de la fuerza de trabajo que les era necesaria; b) remunerar con especies abundantes y a bajo costo, evitando desembolsos mayores en dinero; c) evitar la contratación en períodos muertos, mediante el expediente de los voluntarios vinculados a la explotación que sólo eran ocupados según las exigencias temporales del calendario de labores y mediante la contratación de afuerinos, y d) mantener un fuerte control social sobre familias arraigadas al fundo o hacienda por generaciones73.

      Desde el punto de vista de los inquilinos, la principal compensación de su trabajo y obligaciones en la hacienda era, sin duda y a pesar de las malas condiciones de la vivienda, la posibilidad de «habitar» allí con su familia en forma relativamente estable, es decir, realizar y forjar su vida e identidad como trabajador de la tierra, como campesino. «Ser ‘apatronado’ era mejor que ser ‘proletario’, sin trabajo permanente, sin un lugar donde residir y una vivienda en que habitar»74.

      Finalmente, estaba el grupo más numeroso constituido por los asalariados agrícolas o proletarios del campo, trabajadores a trato, que podían adquirir las figuras de «peones residentes», «afuerinos», «pisantes», etc. Por lo general, «no tienen arraigo en los fundos en que trabajan, vagando de fundo en fundo, algunos con mujeres e hijos, durmiendo en pajales o galpones, ganando bajos salarios»75. Estos «afuerinos» eran contratados en tiempos de máxima demanda, por lo general en tiempos de cosecha; muchos de ellos provenían de la agricultura campesina minifundista o eran pobladores sin tierra de aldeas rurales y que se desempeñaban como «trabajadores migratorios»76. La mayoría de estos proletarios campesinos eran peones progresivamente desenraizados de la tierra, que seguían engrosando, desde la época colonial, la población de vaga-mundos en los caminos de Chile77.

      Desde Aconcagua a Biobío, al interior de los fundos y haciendas del centro del país, se conformaba una «estructura laboral piramidal», en cuya cúspide el patrón delegaba sus funciones en un «administrador» secundado por una serie de «supervisores llamados mayordomos, capataces y sotas (vigilante de diez hombres)», quienes tenían bajo su mando a los trabajadores-campesinos en sus distintas figuras: inquilinos, reemplazantes u obligados, voluntarios, afuerinos, peones78.

      2. Condiciones de vida del campesinado chileno

      En el agudo tiempo de crisis que se inició con la primera guerra mundial y, especialmente, con el colapso mundial del capitalismo en los años de 1930, la mirada de los grupos dirigentes, especialmente de las izquierdas, se dirigieron hacia la situación social y económica que se vivía en la tierra y su influjo sobre la ciudad. Era la tierra la que, como siempre y más que nunca, debía seguir sustentando a la población en medio de la tormenta de la crisis comercial: del trabajo de sus cultivadores pendía la sobrevivencia de la población en su conjunto.

      Sin embargo, estos cultivadores eran, mayoritariamente, trabajadores agrícolas mal pagados, mal comidos, mal dormidos; asalariados temporales sin arraigo o inquilinos cuya «regalía» de chacra y talaje le daba «derecho» a un latifundista, generalmente ausentista, a contar indiscriminadamente con su trabajo, el de su familia y de un trabajador extra. Como veremos, se trataba de un latifundista muy consciente de sus intereses particulares de clase y muy inconsciente acerca del valor social y humano de la fuerza de trabajo de sus fundos, así como acerca de su responsabilidad como propietario de un fragmento nada menor de la tierra de la nación. Dejadas en manos de administradores, las tierras de estos propietarios eran de baja rentabilidad y explotadas con escasa innovación en sus métodos productivos; tierras que servían más como fundamento de su poder de clase, que como fuente de producción y de generación de bienestar colectivo.

      La situación de la miseria campesina y de la concentración de la propiedad terrateniente y su inefectividad productiva comenzó a ser, poco a poco, sacada a la luz desde principios del siglo xx y, con mayor énfasis, como decíamos, a partir de la crisis capitalista de 1930, cuando la supervivencia de todos pendía de la producción de alimentos. Las voces críticas de la época señalaban como el principal problema del régimen agrario, la mala distribución de la tierra y los bajos salarios de los trabajadores agrícolas, cuestionando el estancamiento de la producción de alimentos y el pauperismo del campesinado. Los estudios del norteamericano George MacBride sobre la situación del agro hacia 1924 revelaron la excesiva concentración de la propiedad de la tierra en Chile: entre Coquimbo y Biobío la tierra estaba principalmente en manos de hacendados con propiedades mayores de 2.000 hectáreas (5.396 haciendas, 11 millones de hectáreas), controlando el 89% de la tierra. El resto, un total de 1,3 millones de hectáreas, estaba repartida entre 76.688 propietarios con predios de menos de 5 hectáreas (1,4% de la tierra agrícola), un 40% de los cuales tenía en promedio apenas 1,5 hectáreas. En otros términos, la extensión del suelo cultivable alcanzaba al tercio de la superficie territorial: el 62% eran haciendas de más de 5.000 hectáreas, pertenecientes a 568 propietarios y el 16% eran predios entre 1.000 y 5.000 há., pertenecientes a 2.052 propietarios. En suma, «el 78% de la extensión cultivada chilena pertenece a 2.620 personas, (mientras) 57.360 personas son dueñas de propiedades de menos de 5 hectáreas»79.

      Tal como existe en nuestro valle céntrico, el latifundio significa (…) rutina y producción incompleta; en lo social, la supervivencia de un sistema semi-feudario que es la más cerrada valla en contra del advenimiento de un bienestar holgado para nuestro pueblo; en lo económico, una riqueza hoy muy inestable para el dueño y miseria de por vida para el hombre que unce junto con el buey, al arado; y en lo cívico, depósito de materia inflamable para cualquier explosivo revolucionario80.

      Se vislumbraba la necesidad de una reforma que permitiese abordar la mala distribución de la propiedad, siguiendo el cercano ejemplo del México post-revolucionario y de la Europa de post-primera guerra. Esta crítica alcanzó


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