El lento silbido de los sables. Patricio Manns

El lento silbido de los sables - Patricio Manns


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hecho es que Orozimbo Baeza terminó sus estudios en la Escuela Militar con notas brillantes. Aquello tuvo lugar en el verano de 1861. Ya en el otoño, ante tales calificaciones, el Alto Mando había decidido enviarlo a la guarnición del Fuerte de Nacimiento, edificada sobre el flanco norte del río Vergara, que cuadras más lejos se vaciaba en el cauce del majestuoso río Bío Bío, pues se preparaba en secreto la última de las grandes guerras de Arauco, designada en el lenguaje político oficial como Pacificación de la Araucanía, y en el de sus historiadores-detractores, como el gran Genocidio de Arauco.

      El soldado puro

      Con una pierna cruzada sobre el arción de la montura, y un par de binóculos apoyado en los huesos de sus ojos, el joven subteniente Orozimbo Baeza observaba el panorama desde las alturas del Fuerte de Nacimiento —también llamado Confluencia, porque allí, al juntarse los ríos Vergara y Bío‑Bío, nacía el Gran Bío‑Bío. Este enorme curso de agua desemboca una treintena de kilómetros más lejos, cruzando por el costado de la ciudad de Concepción, en el mar del sur. Su anchura es entonces de dos kilómetros, y de tres en el invierno y en la época de los deshielos primaverales.

      El subteniente Orozimbo Baeza tenía dieciocho años. Algunos meses después de abandonar la Escuela Militar fue enviado al frente de batalla, a la Décimo Primera División comandada por el Coronel Abigail Cruz. Corría la primavera del año 1861. El Fuerte de Nacimiento, construido en 1603 por el Gobernador español don Alonso de Ribera, y por ende, el río Bío‑Bío, eran considerados el límite norte de las tierras de Arauco, que alcanzaban hasta las riberas del río Toltén, por el sur. En este vasto territorio vivían diversas tribus indias, entre las cuales se contaban los Pehuenches, los Arribanos, los Boroanos, los Moluches, los Costinos y los Abajinos, junto a otras etnias menores. Todas ellas fueron aglutinadas por los cronistas que las frecuentaron, con el nombre genérico de Mapuches o Araucanos, lo que geográfica y culturalmente no corresponde a la evidencia histórica, pues cada una de ellas respondía a particularidades distintas muy marcadas: por ejemplo, había tribus guerreras y tribus pacíficas, tribus acantonadas en un hábitat cordillerano y tribus cuyas costumbres se vinculaban a la contigüidad del mar. La mayoría de estas tribus, sin embargo, no deseaba la guerra, y prefería su nueva condición de grupos sedentarizados, que poseían abundantes tierras de pastoreo, miles de cabezas de ganado bovino, equino y ovino, amén de aves de corral, y cien mil cuadras de sementeras bien cuidadas y cultivadas. En suma, una zona próspera, según testimonia entre otros el historiador conservador Tomas Guevara, contemporáneo de los hechos. La alusión al conservadurismo historicista de Guevara es muy importante para comprender las páginas que siguen.

      Sin embargo, por un error de apreciación de la Corona española, la Nación Mapuche, creada por ella a mediados del siglo XV para poner fin a una guerra que abarcaba ya cien años, nació constituyéndose en una suerte de tapón entre el Chile del Gobierno Central y sus tierras y ciudades que quedaban al sur del río Toltén, como Osorno, Río Bueno, Valdivia, Puerto Montt, Ancud y Castro, entre muchas otras, y alcanzaban hasta el fin del Archipiélago de Chiloé, ya en plena Patagonia. Sin contar los numerosos fuertes defensivos abandonados por la Corona, como Corral, Amargos, Tres Marías, Niebla, Mancera, Valdivia y Ancud.

      Por esta causa, según Amílcar de la Concha, casado con Afrodita Barbada de la Concha, el Gobierno de Chile buscó una estratagema para desatar la guerra, y esta consistió en lanzar una campaña preparatoria de prensa, acusando a los mapuches de flojos, irresponsables, alcohólicos, y que habían abandonado el cultivo de la tierra y la crianza de ganado para dedicarse a sus largos carnavales y sus no menos prolongadas orgías. La idea básica era despojar a los indios de su territorio para entregarlas a colonos europeos, tal como se había hecho con las provincias comprendidas entre Valdivia y Puerto Montt, más al sur, donde a partir de 1852, se había establecido una pujante colonia alemana y otras —aunque más pequeñas— no menos pujantes colonias italiana y francesa.

      El Subteniente Orozimbo Baeza había discutido la cuestión con su padre, un militar acuñado a la antigua, ya en retiro, quien le previno que se estaba metiendo en una guerra sucia —inmunda, dijo—, y le aconsejó solicitar otra destinación, porque “los resabios morales de esta guerra te van a perseguir toda la vida”.

      El problema es que fue el propio padre de Orozimbo quien lo matriculó en la Escuela Militar de Santiago de Nueva Extremadura, y eligió por él la carrera militar. Tarde comprendió que a su vástago lo esperaban los rigores mortales de una guerra que duraría un poco más de dos décadas, y otros rigores no menos mortales, que tendrían relación con su conciencia y darían fácil cuenta de sus virtudes. En una guerra no solo mueren o son heridos los vencidos: los vencedores regresan también sangrando, unos de manera visible, otros en riguroso secreto.

      Contemplando la llanura extendida a los pies del Fuerte de Nacimiento, el Subteniente Baeza sopesaba estas cuestiones y comprendía que había caído en una trampa de la cual no le sería posible escapar, puesto que ya se encontraba en el frente donde tarde o temprano estallaría el conflicto. Pese a su juventud, tenía voluntad y carácter, y en su momento creyó que amaba la carrera militar, como sus ancestros, todos guerreros. Nunca había combatido, como muchísimos militares en el mundo, que murieron sin haber disparado un solo tiro. Ignoraba lo que era estar dentro de una guerra y, sobre todo, ignoraba lo que era matar a gente que no conocía y que ni siquiera se comportaba en enemigo. Porque hasta aquí aquella era una guerra extraña. Las tropas del Alto Mando avanzaban a lo largo de los ríos construyendo fortalezas y dejando en ellas dotaciones muy bien armadas, bajo la mirada oscura e indescifrable de los araucanos, que parecían no entender qué cosa traían entre manos los chilenos. Aún más: ni siquiera comprendían que todas estas maniobras les concernían y estaban dirigidas contra ellos. El tiempo pasaba lentamente, como la llegada de la primavera, y nada hacía prever la catástrofe. Ya se habían fundado alrededor de ocho fuertes sin disparar un cañonazo. Se calculaba que necesitarían ocho más para implantarse en el territorio y organizar las batallas y las escaramuzas guerreras desde ellos. El subteniente observaba el movimiento de los Pehuenches, una etnia cuyas tierras se situaban en los contrafuertes cordilleranos de los Andes, al este del río Bío‑Bío, extendiéndose hacia el sur. No sentía la menor animadversión contra los indios e ignoraba por qué tendría que atacarlos llegado el momento. Su mentón barbilampiño se alargaba en el vacío buscando oscuras respuestas a sus interrogantes, pero a la vez, comprendía que el orden jerárquico lo hacía depender del criterio de sus superiores y, como soldado bisoño, estaba condenado a cumplir órdenes incluso cuando su corazón o su conciencia se rebelaban contra ellas.

      Guardó los binóculos y galopó hacia el lugar en que pernoctaba su guarnición. Buscó al Coronel Abigail Cruz para informarlo. Cruz se hallaba sentado fuera de su tienda, bebiendo un vino oscuro y estudiando mapas, que marcaba con lápices azules y rojos.

      —Vio algo irregular, subteniente?

      —Nada, mi Coronel. Al parecer, están trabajando en sus campos. Vi muchas mujeres labrando o pastoreando.

      —Entonces, beba un poco de vino, subteniente. Mañana avanzaremos hacia el Fuerte de Negrete, allá, al otro lado del río.

      Mostró con el brazo extendido hacia el extremo de la llanura, que cortaba por la mitad un camino de tierra muy recto y visible, flanqueado por la estatura filiforme de los álamos.

      —No bebo, mi Coronel. Quizás lo haga con el tiempo —dijo Baeza enrojeciendo—. Primero tengo que habituarme.

      —Se acostumbrará apenas comiencen a rugir las balas. Lo garantizo. Nada da más sed que el zumbido de las balas en las orejas.

      —De las flechas querrá usted decir, Comandante. No creo que mis compañeros me disparen —observó con dulce insolencia el bisoño oficial.

      —Es solo una metáfora —aseguró el Coronel mordiendo sus labios con despecho. Nada lo molestaba más que ser corregido cuando caía en bravuconadas sintácticas como aquella.

      Echó al coleto un buen sorbo de tinto y miró los movimientos de su tropa, que marchaba ejercitándose y manteniendo la forma en las cercanías, bajo los gritos de un sargento vociferante y ebrio.


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