El lento silbido de los sables. Patricio Manns
Sé que debe ser allí.
La mañana siguiente los encontró preparando la partida. Cabalgaron a lo largo del río, observaron calculando la potencia del agua en la cascada, recorrieron otro kilómetro a marcha forzada y escogieron con cuidado el sitio para establecer allí un campamento estable. La tarea encomendada era construir un fuerte. El lugar parecía solitario y protegido. La curva del río, que lo circundaba, amansaba un poco las aguas, lo que permitía pescar truchas y lisas de agua dulce. Emprendieron las obras del fortín. Días más tarde, un grupo de soldados que se bañaba tras concluir las faenas, tropezó con los cuerpos hinchados de algunos de sus compañeros arrastrados por el río durante la travesía. Esto dio lugar a una ceremonia que contempló la excavación de tumbas, un discurso, numerosas paletadas de tierra y ripio, y luego el descorchar de un número indeterminado de botellas. Seguro que muchos pensaron, de pie junto a las tumbas, que era posible que ellos tampoco volvieran a sus casas.
Durante varias semanas trabajaron en la construcción. Se trataba, en realidad, de una tosca hilera de postes clavados en la tierra que completaban un círculo. Al centro, se alzó una gran cabaña, cuyo piso lo constituían planchas de hierro que llegaron desde una guarnición cercana, y cuyas ventanas, muy numerosas, eran de pequeñas dimensiones, para que un hombre, por delgado que fuera, no pudiera penetrar a través de ellas. Luego levantaron otra cabaña, similar, pero más pequeña. En un costado, alto sobre el círculo de postes, se elevó un balcón volado, en el que emplazaron una pieza de artillería giratoria que permitía la defensa del recinto, protegido por la cascada, río arriba, y un meandro. Nadie podría atacar desde el agua, y viniendo del bosque, la pieza de artillería podía producir grandes estragos. En realidad, reconoció Orozimbo, un verdadero estratega planeó la construcción de la fortaleza allí.
El destacamento permaneció algunos meses en el lugar, esperando la tropa que debía establecerse en el recinto. Entretanto, inspeccionaron los alrededores buscando fuentes de aprovisionamiento. No resultó necesario ir muy lejos. A dos millas de distancia se abría un campo de pastoreo indio, en el cual centenares de cabezas de ovinos pastaban al alcance de los lazos. Había también caballos y vacunos.
—Este es el paraíso terrenal —manifestó el Coronel una noche en que bebían contemplando el fuego, mientras los jóvenes reclutas se preparaban para organizar las guardias—. La comida está al alcance de la mano, y un poco más lejos, mueve sus caderas una deliciosa carne humana que muy pronto tendremos aquí.
Mostró con el dedo la pequeña cabaña que ocupaban los jefes y oficiales para proteger su seguridad y su privacidad.
Como era de esperar, la tropa no se privó, en sus horas de descanso, de buscar a las pastoras de semejantes rebaños, y numerosas violaciones tuvieron lugar bajo el pesado sol de mediatarde que llameaba avanzando hacia el verano.
Un correo llegó con la muerte del año. Traía abundante información acerca del movimiento y los logros de once Divisiones que operaban ya en territorio indio. Las primeras batallas tuvieron lugar cuando los Pehuenches sorprendieron y atacaron a dos destacamentos que bajaban por los contrafuertes cordilleranos en busca del valle de Lonquimay, en donde había tribus escondidas. El Ejército contraatacó. Las muertes de guerreros indios se contaban por centenas y habían capturado mujeres y niños, arreado miles de cabeza de ganado y quemado las sementeras y las tolderías. Esto habría sido aprobado por el Ministro de la Guerra, pese a que se evitaba por ahora entrar en un combate generalizado.
En documento aparte, el General Cornelio Saavedra, Comandante en Jefe de todas las operaciones, autorizaba el ascenso del subteniente Orozimbo Baeza a Teniente.
—Felicitaciones —dijo el Coronel Cruz, elevando su botella—. Ahora usted está en condiciones de comandar su propio contingente.
—¿Y eso qué significa, Comandante?
—Que puede usted incendiar, matar, quemar, robar o violar, según su propio criterio y sus necesidades, sin pedir permiso a nadie. Será otra guerra, esta vez entre usted y su ética y su moral. Apróntese. Se lo digo yo, que también pasé por ahí.
Las cautivas de Boroa
Catorce días con sus noches tardó el Teniente Orozimbo Baeza en cubrir la distancia que lo separaba de Boroa, aldea enclavada al sur, a corta distancia del lugar en que años más tarde sería fundada la ciudad de Temuco. Como los días que lo demoraron, el contingente a su mando estaba compuesto también por catorce hombres. Entre ellos venía el ordenanza que le fue asignado en forma oficial: Cabo Primero Eraclio Zambrano, un militar alto, delgado, moreno y en apariencia obsecuente. Tenía dos años más que el Teniente y había llegado casi a la cúspide de su carrera pues, salvo que procediera una causal específica, estaba excluido su ascenso a oficial, toda vez que no había pasado por la Escuela Militar. Muy pronto los dos hombres se entendieron bien y Zambrano terminó por convertirse en el confidente de Baeza y en el militar que lo asesoraba ante todas las tomas de decisiones.
Así pues, en mitad del verano siguiente ambos cabalgaban codo a codo precediendo a la tropa, compuesta por mozalbetes barbilampiños de origen campesino, ex convictos, aventureros de toda laya, torpes, agresivos, reidores y locuaces. Zambrano los dominaba bien y su dominio suplía las incertidumbres e inseguridades de su bisoño jefe. En efecto, el Teniente Baeza se sentía entre dos aguas a causa de la tensión interna que le producía la inminencia de la guerra, con la cual no estaba de acuerdo, y sus deberes militares, que había juramentado cumplir. Intuyó muy temprano que esta sería una guerra irregular, una guerra con objetivos privados, destinada a arrebatar a los mapuches su territorio ancestral. El Cabo Eraclio Zambrano le prestó un libro en que se describía, con gran acopio de detalles, un Parlamento entre españoles y mapuches, el cual tuvo lugar el año 1641, en un lugar llamado Quilín, cerca del Fuerte de Nacimiento. Los diferentes parlamentarios representaban, unos a la Corona española, y otros, al pueblo mapuche. Las figuras principales, entre los primeros, eran el jesuita Diego de Rosales, autor de la célebre Historia General del Reyno de Chile. Flandes Indiano, y el Marqués de Beides, por entonces Gobernador de Chile. En este Parlamento quedaron zanjadas las cuestiones de la paz y de los límites del territorio indio, denominado a partir de entonces, la Nación Indiana. Límites establecidos a perpetuidad según el documento en el que se estamparon los sellos reales, y en el que se consignaba que ningún estado o nación foránea podía violar u objetar los compromisos contenidos en el pliego, pues esa era la voluntad del soberano para concluir de una vez por todas la larga guerra de Arauco. Esta guerra había durado alrededor de trescientos años y había costado al pueblo mapuche demasiados muertos. El acuerdo, que fijaba los límites de la Nación Indiana entre los ríos Bío-Bío, por el norte, y Toltén, por el sur, fue desconocido en varias ocasiones a causa de las reticencias de las sucesivas autoridades centrales. Incluso, requirió de otros Parlamentos, y la guerra prosiguió con altibajos, sucediéndose largos períodos de calma que antecedían a nuevas acciones bélicas. Sin embargo, el territorio indio no logró ser modificado, y sus habitantes, de costumbres nómadas, fueron evolucionando poco a poco hasta transformarse en pueblos sedentarios que cultivaron las llanuras y organizaron la explotación de vastísimas praderas para convertirlas en tierras de labranza o de crianza de ganado. Lo que perturbaba en el presente a Orozimbo Baeza, tras la lectura del libro, era la actitud pacífica de los indios, porque no respondían a las avanzadas militares chilenas que penetraban en su territorio. El súbito despertar de los Pehuenches años más tarde, frente a esta situación, podía ser atribuido a un caso particular, porque no duró demasiado y las cosas se tranquilizaron al cabo de pocos meses. Sin embargo, el episodio constituyó un llamado de alerta para el Estado chileno, cuyas autoridades comprendieron de inmediato que toda la región podía transformarse en un barril de pólvora en cualquier momento por un “quítame allá esas pajas”.
—Cabo Zambrano —dijo el Teniente—, ¿le parece que nos estamos embarcando en una guerra justa?
—No sé hasta qué punto es necesaria —respondió Zambrano con cautela— pero supongo que obedece a razones políticas bien meditadas y planeadas. Se trata del problema de estas tierras, que impiden al Estado chileno expandirse al sur, pues la nación india es una especie de Estado corcho o tapón.
—¿Corcho?