El lento silbido de los sables. Patricio Manns

El lento silbido de los sables - Patricio Manns


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a su destacamento, que se hallaba tirado en la paja con las guerreras abiertas y las caras sudadas. Al rato, la caravana se puso en camino. El Teniente echó a los indios por delante para evitar todo peligro a sus espaldas.

      Cerca de la medianoche, cuando atravesaban un bosque, penetraron en un claro sembrado de cadáveres. La luna mostró que algunos eran indios y otros vestían uniforme. Sobre los muertos había buitres hendiendo la carne a picotazos. Los soldados dispararon a la bandada para espantarlos, torciendo la cara con asco.

      —Qué despilfarro —dijo Baeza.

      Se sorprendió al constatar que su voz carecía de toda emoción en presencia de la muerte.

      —Un destacamento de ustedes iba para Boroa —dijo el indio, que se llamaba Diguillín—. Vinieron los nuestros y los pararon en seco, ya que no habían pedido como tú autorización para pasar.

      —Yo no pedí autorización —dijo Orozimbo Baeza.

      —Depende. Hablaste conmigo y acordamos que tu visita sería pacífica. Estos iban en son de guerra, y ahí los tienes.

      —Hay varios de los tuyos caídos en tierra también, según puedo ver a simple vista. ¿No vamos a enterrarlos?

      —Vendrán a buscarlos por la mañana.

      —Esta noche no habrá más que huesos. ¿Enterrarás a los nuestros?

      —Si me lo pides.

      —Te lo pido fraternalmente.

      —Para matar hay que morir —afirmó Diguillín con gran convicción—. No existe otra salida. En todo caso, los tuyos no pasaron. Es seguro que venían de la guarnición de Traiguén.

      El Teniente se allegó a su subalterno y le preguntó en voz baja.

      —¿Quién comanda la guarnición de Traiguén?

      —El Capitán Tomás Walton —dijo Eraclio—. Es un oficial muy exaltado: recomienda la guerra de recursos y la guerra de exterminio. Por el momento, no es escuchado, pero el día menos pensado nos va a meter en un forro de conciencia.

      —¿Y de qué tratan estas guerras?

      —Es un proyecto diabólico. Se trata de capturar a las mujeres y a los niños y matar a los hombres si los encuentran. Quemar las tolderías y las sementeras y robar el ganado. Piensan cercarlos por hambre y obligarlos a huir a las montañas. Lo peor es que el Ejército pretende vender a las mujeres y a los niños en las estancias de Chillán, Los Ángeles o Concepción. ¿Se da cuenta usted, mi Teniente? ¿Vender a los niños y a las mujeres como esclavos para financiar la guerra? Y no se tratará de traficantes particulares sino de nuestro propio Ejército, al cual pertenecemos. ¿No le da vergüenza ajena?

      —Supongo que no podremos nada contra eso.

      —No —dijo Zambrano.

      Cabalgaron una hora más y escogieron un lugar para comer y dormir. Un poco antes se cruzaron con una patrulla india que iba en busca de sus muertos. Cerca del sitio que escogieron como campamento corría un río que los mapuches llamaban Trongol.

      Al cabo de un momento ardían las fogatas. Los indios asaron un cordero que traían descuartizado. Los uniformados hicieron lo propio con el suyo y todos se instalaron a comer, separados en dos grupos que casi no se dirigían la palabra. Eraclio Zambrano ordenó a sus hombres que se cuidaran con la bebida y envió a dos mocetones para montar la guardia en lo alto de unas rocas que dominaban el campamento.

      —El relevo será cada dos horas —dijo—. Preparen las parejas y no disparen por ningún motivo sin orden de mi parte.

      Se reunió con su jefe y ambos bebieron aguardiente en silencio, recostados en el pasto contemplando las estrellas que fulguraban en la noche negra.

      —Cuando era pequeño, soñaba que las guerras las hacían los héroes —dijo el Teniente—. Y mis sueños estaban llenos de errores. Por ejemplo, en mis sueños no había sangre ni lágrimas. Apenas héroes armados de espadas gigantescas, que empuñaban con las dos manos para combatirse entre sí. El pueblo no intervenía. Solo vitoreaba a los vencedores.

      —El problema está en que la guerra se halla en la naturaleza de los hombres —observó filosóficamente Zambrano—. En la historia del hombre, las espadas y los cañones no han tenido jamás un solo instante de reposo. Lea la Biblia, Teniente. Aprenderá un montón de cosas sobre la guerra.

      —La leí muchas veces en mi adolescencia. Quizás debería volver a leerla ahora, pero no me queda tiempo. Y hace muchos años que dejé de comulgar.

      —Yo leo la Biblia como un libro de historia —alegó Zambrano—. Para mí no tiene nada que ver con religiones. La tengo siempre en las alforjas.

      Muy temprano estaban todos lavándose en el río. Bebieron café en grandes tarros mohosos, ensillaron, y prosiguieron el viaje.

      Una mujer india cruzó la ruta frente a ellos. Parecía hallarse sola, llevaba un canasto de mimbre sobre la cabeza y sus pies descalzos en apariencia no sentían la dureza de los guijarros que cubrían el camino. Nadie formuló el menor comentario, como si la mujer les resultara invisible. Ella tampoco miró al grupo.

      —Un destacamento mapuche puede estar acampando cerca de aquí —susurró el Cabo—. Tal vez sea el mismo que atacó a los nuestros cuando iban a Boroa. Además, ella viene del río, donde seguramente lavó sus ropas.

      Continuaron avanzando pero no vieron a nadie más. Al mediodía el sol ya calentaba con fuerza y los soldados abrieron sus guerreras para ventilarse. Diguillín los llevaba por un desvío, porque al marchar recostándose sobre la Cordillera, los ríos eran todavía angostos y menos correntosos, de modo que se les podía cruzar con suma facilidad. Cerca del mar la cosa se mostraba distinta. Allí llegaban hinchados por las aguas de numerosos afluentes, adquiriendo gran profundidad y fuerza, lo cual constituia un peligro mayor.

      Entraron a Boroa en mitad del crepúsculo. Para ello tuvieron que cruzar el río Imperial, que en el verano es bajo, con grandes extensiones pedregosas en el centro de su curso. Boroa estaba constituido por un tolderío situado en la ribera sur del Imperial. La particularidad de Boroa es que la mayor parte de sus habitantes son indios de ojos verdes o azules y cabellos rubios.

      —Acampen en la orilla del río —indicó Diguillín—. Mañana los buscaré para que hablen con nuestras mujeres.

      —Tus cautivas —corrigió Baeza.

      —Ellas pueden irse cuando quieran —repuso Diguillín—. El problema es que no quieren irse.

      Prepararon el rancho y comieron sin sobresaltos. No había ruidos en el tolderío y todos parecían dormir.

      El Teniente Baeza se internó en medio de los matorrales con la intención de evacuar. Jamás imaginó lo que vendría, porque de repente, acuclillado, los pantalones abajo, entre pedos y eructos, levantó la vista y sus ojos tropezaron con una extraordinaria criatura que lo miraba en silencio, semioculta por las ramas. Era una muchacha de piel blanca, largos cabellos rubios y un rostro de increíble belleza. Parecía tener quince años o un poco más. Sus ojos eran verdes.

      Orozimbo saltó subiendo sus pantalones y se quedó mirando la aparición.

      —Perdona —dijo— no sabía que estabas aquí.

      —No estaba aquí. Acabo de llegar. Por las noches vengo al río.

      No parecía impresionada por la escena anterior y se sentó entre los arbustos, sobre el pasto.

      —Me gusta nadar de noche —explicó.

      —¿Sola?

      —Nadie pasa por aquí. Esto es muy seguro. Además, los guerreros montan guardia en los caminos que llegan a Boroa. ¿Ustedes de dónde vienen?

      —De lejos. Hemos cabalgado varios días.

      —¿Cómo lograron burlar a los guardias?

      —Los guardias nos trajeron. Queremos


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