El lento silbido de los sables. Patricio Manns

El lento silbido de los sables - Patricio Manns


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no están armados —manifestó el subteniente—. Tampoco nos atacan.

      —Son muy antiguos —repuso el Coronel, con voz calmada—. Apenas lo decidan atacarán con todo. Por el momento nos observan. Fingen que no nos ven, pero nos están estudiando. Ellos creen que su sabiduría es infinita. ¿Conoce usted el proverbio?

      Sin esperar respuesta, recitó:

      “Existen tres pueblos: los chilenos, que no saben nada, los españoles, que saben un poco, y los araucanos, que lo sabemos todo”.

      —Sospecho que aquí va a morir mucho mundo, Comandante. Nos faltará tierra para cavar las fosas.

      —Si los arrojamos en fosas comunes, ahorraremos espacio, subteniente. Es mucho lujo sepultarlos en fosas privadas.

      —Nosotros también podemos morir, supongo.

      —Los soldados no mueren: se esfuman, Orozimbo. Pero en vida obedecen. Fuimos educados para matar y estamos aquí esperando la primera sangre. Nuestro verdadero oficio es la muerte de los otros —agregó con cinismo el Coronel Abigail Cruz, volviendo a beber—. Y por qué no decirlo: a veces, nuestra propia muerte.

      —Ellos son connacionales —replicó el subteniente, sabiendo que su argumentación era inútil—. Vivimos en un mismo país. Un soldado no puede disparar contra su propio pueblo.

      —Usted equivocó la vocación, mi estimado. ¿Por qué no se hizo cura?

      —Porque en mi familia todos somos militares. Sin embargo mi padre cree que esta será una guerra inmunda. Y él se acogió a retiro con su mismo grado, mi Coronel. No era un soldado cualquiera y su opinión es más que válida.

      —Ah, los jóvenes utópicos —se quejó el coronel. De repente, tensó el tono añadiendo—: tenga presente siempre que, si en medio de una batalla, usted deserta, lo haré buscar y lo fusilaré ipso facto. No habrá lugar en la tierra donde pueda esconderse. Yo mismo llevaré sus huesos a la tumba para evitar que no falte a su juramento de soldado.

      —Lo sé, mi Coronel.

      —Entonces beba un vaso conmigo. Es una orden.

      El joven subteniente Orozimbo Baeza obedeció a esta invitación por primera vez. Tomó la copa y la bebió despacio, con un rictus de asco torciéndole la boca.

      Después de toser y limpiarse los labios con las mangas de su guerrera, porque los soldados no usan pañuelo, el subteniente contempló al Coronel con ojos fijos.

      —Mi Coronel, ¿siempre habrá que beber para matar? —preguntó, abandonando el vaso limpio de su esencia sobre la mesa de campaña.

      —Siempre —dijo el Coronel—. No se haga la menor ilusión. El vino pertenece a la misma arma que el soldado que lo bebe.

      El agua puede matar cuando decide ser río

      La tropa montada descendió hasta la ribera siguiendo un sendero estrecho flanqueado por matorrales espinosos. Los soldados espoleaban sus caballos guiándolos en fila india. Al cabo de quince minutos los detuvo el curso de agua. El Coronel Abigail Cruz contempló la espesa e intransigente correntada del río. Desde la cima de la colina había observado que la velocidad y la profundidad del agua serían un obstáculo para alcanzar la otra orilla, pero eso no pareció arredrarlo. Había cruzado muchos ríos nadando al costado de su caballo y todavía estaba vivo.

      Torció el cuerpo sobre la montura para mirar a sus hombres.

      —Pase lo que pase —dijo— debemos cruzar hasta los árboles de enfrente. Y eso, antes de que el sol se ponga. Crucen cortando la corriente en diagonal hacia arriba.

      En mitad del río había un islote desolado, cubierto apenas por algunos arbustos. Tras la orden de lanzarse al torrente, los caballos y sus jinetes fueron arrastrados por el potente aguaje de montaña. Algunos lograron cruzar, otros se fueron río abajo para siempre, camino del mar, y unos pocos treparon al islote a fin de completar después la segunda parte de la travesía. Entre ellos estaban el subteniente Orozimbo Baeza y el Coronel Abigail Cruz.

      —¡Maldita la puta que te parió! —dijo este último, mirando el río, bebiendo de su petaca y sacudiendo con furia el agua que empapaba el capote militar.

      Los hombres que se hallaban en mitad del cruce parecían desorientados y temerosos. Algunos habían visto a sus compañeros desaparecer aguas abajo.

      —Luego los buscaremos —dijo Baeza, asumiendo la subjefatura—. Pueden estar agarrados a un tronco o haber salido por una curva del río —agregó, sabiendo que los otros pensaban en los muertos que las aguas estaban arrastrando hacia alguna parte, parte que no era otra cosa que el muy lejano mar, si no enganchaban en una raíz o entre dos rocas.

      —A quinientos metros hay una cascada —dijo el Coronel Cruz—. Para salvarse es preciso encontrar una curva antes de la cascada. Y me corto una hueva si la hay.

      Con este juramento no hizo otra cosa que descorazonar todavía más al contingente.

      —Veremos —dijo Baeza, desafiante—. Yo no doy a nadie por perdido.

      Tras un silencio, ordenó a los hombres, quienes ya empezaban a tiritar empapados de frío y de miedo:

      —Arrójense al agua, luego bájense de las monturas y cuélguense de las crines por el lado izquierdo, desde donde viene la corriente. Así los caballos nadarán mejor.. Naden a la izquierda de los caballos para evitar que el río los arrastre.

      Un furibundo estruendo de espuma saltó al aire cuando las cabalgaduras penetraron en el río.

      El subteniente Orozimbo Baeza y el Coronel Abigail Cruz nadaban en medio de sus hombres. De pronto Baeza escuchó un sollozo que venía de la derecha. Mirando por encima de las crines de su caballo, vio que el Coronel Cruz había soltado las crines del suyo y resbalaba hacia las ancas arañando la montura para no perder el contacto con la bestia. El comandante vestía su pesado atuendo militar y un gran rifle le colgaba cruzándole la espalda, por lo cual flotar en la corriente era casi imposible. El Subteniente gritó:

      —¡Atención, Comandante!

      El Comandante tenía el rostro contraído de miedo y sus dientes castañeteaban. Los ojos grandes, abiertos, parecían mirar sin ver a causa del terror.

      —¡No puedo! —gritó—. ¡Voy a soltarme!

      —¡Se lo prohíbo! —aulló Orozimbo Baeza—. ¡Agárrese de la montura, carajo!

      En ese momento el caballo de Cruz se apartó del resto y chapoteó en las aguas furiosas, siguiendo ahora la dirección de la corriente en lugar de buscar la otra orilla. Baeza volteó su caballo para ir a su rescate, cuando escuchó desde tierra la voz estentórea del Cabo Eraclio Zambrano, una voz que creyó oír por primera vez:

      —¡Déjelo ir, subteniente, y vuelva a meterse entre sus hombres! ¡Más abajo hay una cascada de treinta metros de altura, y nadie sobrevive al caer por ella!

      Baeza alcanzó la orilla cien metros más abajo, arrastrando por las riendas el caballo de su jefe, quien se aferraba a la montura gritando. Las cabalgaduras chapotearon en el fango hasta alcanzar la tierra firme. El hielo del agua calaba los huesos. Orozimbo Baeza trotó por la ribera río arriba, tirando las bridas del zaino del Coronel, que se dejaba conducir a sacudones, cabizbajo. Parecía borracho. Al meterse entre el pelotón, el joven oficial ordenó desmontar, desensillar, atar los animales y encender hogueras. También autorizó bebidas alcohólicas y designó a los soldados que prepararían el rancho y a los que levantarían las carpas. Pronto las llamas alzaron sus lenguas desde la carne de los leños. Los hombres se desnudaron para secar los uniformes. Todos llevaban vino y aguardiente en las alforjas, de tal modo que bebieron haciendo que el alcohol pasara a través del castañeteo de los dientes. Era media tarde y un sol refinado y triste empujaba sus rayos a través de las hojas.

      —¡Subteniente Baeza, redacte un informe detallando nuestras pérdidas humanas y animales! —aulló el Coronel,


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