El lento silbido de los sables. Patricio Manns

El lento silbido de los sables - Patricio Manns


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primero la orilla río abajo para buscar sobrevivientes.

      —Pierda el tiempo como quiera —dijo el Coronel con aspereza—, aunque puedo garantizarle que todos los que fueron arrastrados por el río están muertos. Este río lo conozco como el hoyo de mi mujer. Y como en el caso del hoyo de mi mujer, el que entra sale con la cabeza colgando —añadió con exquisita bestialidad, aunque conciente del efecto que sus palabras causaban en la tropa.

      Media hora después regresó el subteniente. Por supuesto, con las manos vacías. Desnudándose, estiró su vestimenta cerca del fuego para secarla. Pero antes llamó al Cabo Zambrano, y le ordenó que vigilara el montaje de las carpas y apurara a los cocineros del rancho, pues pernoctarían allí. Se instaló en otra silla de campaña en la mesa del Coronel, junto a la gran fogata, que ahora los iluminaba tiñendo sus cuerpos desnudos de un color dorado. El color contrastaba con la opacidad verde oscura de los árboles sonando pausados al fondo, donde recomenzaba el bosque.

      —He estado pensando en pedir un ascenso para usted —dijo el Coronel Cruz—. Hoy día mostró tener cojones y preocupación por la suerte de sus soldados. Pero nunca olvide que fui yo quien pidió su ascenso —advirtió grosero.

      El sentido de la frase no pasó inadvertido para el joven.

      —Yo no olvido nada, Comandante.

      Habían transcurrido tres años desde la conversación en el Fuerte de Nacimiento. Sin duda las cosas estaban cambiando, pues Baeza hizo sonar las manos y pidió a un condestable que le trajera una botella de vino descorchada. La bebió sin prisa, desde el mismo gollete, mirando al Coronel y limpiando sus nacientes bigotes con la punta de una toalla, mientras el fuego crepitaba cerca de sus rodillas.

      —¿Sabe usted que los chicos pudieron salvarse, pero el cruce del río no fue bien organizado?

      —¿Cómo así?

      El Comandante había fruncido el entrecejo ante lo que consideró un reproche.

      —Debimos atar grupos de diez caballos con un lazo, para permitir a los que cayeran de sus monturas tener algo donde agarrarse. Hemos perdido dieciocho hombres en la simple travesía de un río bravo, y nos quedan todavía decenas de ríos bravos por cruzar. A este paso, lo haremos nosotros dos solos, si sobrevivimos.

      —No se preocupe, Baeza. Podemos pedir más hombres a Santiago. Además, otros contingentes van barriendo hacia el sur al mismo tiempo que nosotros, de tal modo que un día alcanzaremos el río Toltén y desde allí atacaremos el norte, mientras nuevos destacamentos bajarán al sur. Los meteremos en una especie de tijeras mortales, ¿comprende? Además, en Argentina están haciendo lo mismo y tal vez mejor que nosotros, de manera que no pueden cruzar la cordillera para esconderse allá.

      —Llegar al Toltén —dijo Baeza— no costará un puñado de hombres, sino miles de hombres.

      —Nuestra misión es llegar al río Toltén, sin contar los muertos, ¡carajo! —declaró medio ebrio Abigail Cruz.

      Otra vez el héroe había despertado en él, tal vez a causa de la seguridad que proporcionan el fuego y el alcohol.

      —Podríamos ahorrar muchas vidas si planificamos cada operación de tal modo que no haya pérdidas. Piense que hasta el momento, se han construido alrededor de ocho fuertes y ningún indio nos ha atacado ni preguntado qué es lo que estamos haciendo en sus tierras. Solo nos matan los ríos y los barrancos.

      —Déjelos tranquilos, que están fabricando armas y almacenando víveres para una guerra larga. Ellos siempre piensan así porque a lo ancho de toda su historia, solo han tenido guerras largas. Cuentan con el tiempo como si fuera un guerrero más que les es afín —dijo filosofando el Coronel.

      Ambos bebieron en silencio de sus respectivos golletes. El subteniente estaba perdiendo la cara de niño y su par de bigotes serían un día amenazadores. Tres años de campaña habían bastado para que sufriera un cambio paulatino, pero perceptible a simple vista. Incluso había cesado de escribir cartas a su madre, y este silencio epistolar revelaba, tal vez mejor que nada, la perturbadora realidad de su desarrollo. ¿Pero se crece en una guerra sucia o uno se transforma en una bestia borracha capaz de las peores tropelías?, pensó más de una vez. Bastaba escuchar al Coronel Abigail Cruz, quien no cesaba de soñar con el momento en que la Jefatura de la Guerra autorizara un ataque directo contra las tolderías indias.

      —Imagine, subteniente, la cantidad de mujeres que tendremos.

      —¿No es usted casado? —inquirió con candidez su lugarteniente.

      —En efecto. Pero ese agujero está muy lejos. Estos otros se hallan aquí mismo, al alcance del dedo. O mejor dicho, del descabellado.

      Guardaron silencio para beber sin interrupciones.

      —He recibido un mensaje —dijo de pronto el Coronel—. Me piden que investigue lo que pasó con las cautivas de Boroa. He pensado ascenderlo. Apenas reciba la autorización, lo enviaré a ese lugar. Usted comandará el destacamento y deberá hacerse responsable de todo lo que ocurra.

      —Perdone, Coronel, pero ¿quiénes son las cautivas de Boroa?

      —Usted va allá, pregunta y me lo cuenta. Tan sencillo como eso.

      —No es una razón militar para que vaya.

      —Son mujeres de militares y colonos capturadas por los indios, es decir, hembras blancas. Ignoro la razón, pero se niegan a volver con sus maridos y retornar a la civilización. ¿Qué cree usted? Ya sabemos que toda mujer es una bestia sin cerebro, aunque en este caso, el vaso se está filtrando por el culo. Nadie comprende nada. Algunos las han visto y parecen estar felices con los indios. ¿Se imagina?

      El subteniente reflexionó un minuto.

      —Como los indios no están todavía en guerra, tal vez tengan más tiempo para dedicarles —dijo.

      —¿Qué sabe usted de mujeres, pendejo?

      —Aprenderé, Comandante, aprenderé. Hasta las bestias aprenden y yo no soy una bestia.

      Los dos golletes se alzaron por enésima vez hacia sus bocas.

      —Me gustaría empezar a matar —dijo el Coronel—. Esto está muy flojo. El olor de la muerte me exacerba las ganas de vivir.

      —Me gustaría empezar a parlamentar —replicó el subteniente—. Quizás podamos evitar una guerra. ¿Cuándo parto para Boroa?

      —Apenas llegue su ascenso.

      —Un ascenso no cambiará mis convicciones.

      El Coronel lo miró con enfado.

      —Ojo, subteniente, que un militar no tiene convicciones. Solo órdenes y alcohol en el cerebro. Las convicciones las tiene el mando central del Ejército y nosotros debemos acatar sus órdenes. Ningún Ejército se ha equivocado nunca. Somos más infalibles que el Papa. ¿Y sabe por qué?

      —No. Comandante.

      —Porque el soldado no debe pensar. El soldado obedece. Por eso no comete errores personales. Solo cumple con las instrucciones que recibe y así se salva. Las responsabilidades se diluyen. Con el tiempo, nadie sabe quién da las órdenes, se teje una cortina de misterio en torno al que toma las decisiones.

      —¿Somos entonces un puñado de bestias armadas buscando guerras para justificar nuestra existencia, Coronel? Eso me pone muy por debajo de la escala de valores con la cual he sido educado y he crecido.

      —Los valores militares son distintos a los valores civiles. No se sorprenda si un día lo fusilan. Ya lo han hecho con muchos pensadores como usted. Pero yo lo aprecio. Es un militar de tomo y lomo, un poco impetuoso, porque le falta todavía crecer para tocar el cielo con la culata de su fusil.

      El subteniente pareció decidirse y cambió la conversación.

      —Salud, Coronel —dijo mientras bebían demasiado rápido sus respectivos tragos—. ¿Dónde construiremos el nuevo fuerte?

      —Un kilómetro


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