El lento silbido de los sables. Patricio Manns
aquí —dijo la joven—. No hay ninguna razón para que nos vayamos.
Orozimbo terminó de abrochar su cinturón.
—Pero tú eres blanca —objetó—. ¿Tienes familia?
—Mi madre. Vive con el jefe de la aldea.
—¿Y tú?
—No tengo edad para emparejarme —replicó con sencillez—. Por el momento espero.
—Supongo que solo conoces a los indios.
—He visto a muchos de los tuyos matando. He visto sus caras cuando matan. Es terrible.
—No son míos, pero los vi muertos, en un claro que hay más arriba del río.
—Pretendían entrar por la fuerza para llevarnos. Nosotros no queremos abandonar este lugar. Además no nos han capturado, sino comprado. Aunque ellos nos llaman españolas, nacimos en Argentina, y desde allá nos trajeron. Nunca los abandonaremos.
—¿Por qué?
—Porque son dulces y afectuosos y les pertenecemos. Están llenos de amor y de respeto. Somos libres y felices aquí.
Orozimbo se aproximó a la joven y se detuvo a dos pasos.
—No lo intentes —dijo ella, levantando el brazo—. Un solo grito mío y te matarán.
—No intento nada. ¿Cómo te llamas?
—Ale.
—¿Qué significa eso?
—Luz de Luna.
—Es un lindo nombre.
—¿Y tú?
—Orozimbo. Orozimbo Baeza.
—¿Y eso, qué quiere decir?
—Nada. Soy un oficial de Ejército y todavía no he guerreado nunca. Estoy contra la guerra y quizás un día me fusilen por eso.
Ella miró hacia el río un largo momento. Parecía ensimismada, como si una duda o un problema de difícil solución le curvara el entrecejo. De repente, preguntó:
—¿Quieres nadar conmigo?
Orozimbo se confundió mucho.
—No sé.
—¿Qué tiene de malo?
Orozimbo lo pensó dos veces, como era su costumbre. Luego:
—Nada, en realidad. Te sigo.
La joven cruzó por entre las ramas y alcanzó la ribera del río. Allí había un remanso de aguas quietas. Se desnudó y saltó al agua. Orozimbo creyó que debía hacer lo propio. Había visto su cuerpo desnudo, muy pálido y bello a la luz de la luna.
No puede ser, pensó, estoy soñando.
El agua era curiosamente tibia para hallarse en un territorio situado tan al sur. Nadaron y retozaron largo rato en las aguas transparentes. De pronto se encontraron frente a frente, con las caras empapadas, riendo. Se miraron. Ella lo besó en la boca. Fue la noche más intensa en la vida del joven militar. Incrustó su pecho entre los duros senos de la muchacha y atrajo su cintura hasta que los vellos del pubis tocaron los suyos. Una erección violenta le inflamó la sangre.
Volvió a hundir sus labios en la boca que jadeaba. La penetró con dulzura y ella colgó sus piernas en las caderas del macho. Orozimbo no supo nunca cuánto tiempo estuvieron así. Sintió que eyaculaba interminablemente y escuchó sus pequeños gemidos de placer. Durante el largo apareamiento, en todas las posiciones que permite el agua tibia, la luna se fue corriendo por el cielo casi hasta desaparecer en el horizonte que terminó por tragársela.
—Sabía que esto iba a ocurrir aquí —dijo la niña de repente, zafándose de sus brazos y nadando hasta la orilla. Él la alcanzó. Estuvieron un rato en silencio, recostados sobre la hierba, secándose.
—Cuando conozca el sentido de mi futuro, cuando sepa quién soy y hacia dónde me llevan las aguas de la vida, vendré a buscarte —dijo el Teniente, con inevitable romanticismo—. Es una promesa.
Ella se limitó a mirarlo en silencio con intensidad. Después se levantó, sacudió las hierbas de su falda, se metió en ella y en seguida se metió en la blusa.
—Te esperaré —dijo— te esperaré hasta que vuelvas —Y acto seguido lo besó en la boca y desapareció entre los matorrales como un susurro.
Esa noche, sin sospecharlo, había revelado a Orozimbo Baeza el nombre de sus futuras hijas.
Por la mañana se produjo el encuentro entre cautivas y soldados. Como lo había predicho Luz de Luna, las mujeres, una cuarentena de diversas edades, escucharon en silencio la exposición del Teniente Orozimbo Baeza y contestaron con gran seguridad a sus preguntas. En particular, una dijo:
—Nosotras no somos cautivas. Los Boroanos nos compraron en Argentina.
—¿Cómo en Argentina?
—Todas venimos de allá, donde también fuimos cautivas. Ellos, los Boroanos, van a Argentina y nos compran, sobre todo a las que tenemos pelo rubio y ojos azules.
—¿Entonces, no son cautivas chilenas ni españolas?
—Por nada del mundo —dijo una de las mayores—. Somos gente comprada.
—¿Y no tienen nada que ver con Chile?
—Nos llaman las españolas —dijo la más fuerte de ellas—. Hay quienes alegan que nos han cortado los talones para que no logremos escapar. Aunque yo te puedo mostrar mis talones.
En efecto, ellos no tenían ninguna huella de tortura ni de herida.
—Captamos —murmuró el ayudante—. Es muy extraño lo que sucede aquí, y sin embargo sucede.
—Afirmativo.
—¿Qué hacemos?
—Ordena a los soldados que ensillen.
Zambrano se alejó.
Orozimbo Baeza clavó sus ojos en Luz de Luna y manifestó con voz firme:
—Hemos hecho un compromiso Diguillín y yo, y cumpliré todas mis promesas. Todas —reiteró sin apartar los ojos de los ojos de la joven, que lo observaba al parecer sin ninguna emoción especial—. Espero que la guerra no las haga sufrir en demasía, pero tengan cuidado, porque cuando estalle, las cosas cambiarán. Será una guerra larga. Yo no estaré muy lejos, pues se me ha destinado a la comandancia de la División que controlará la zona de la desembocadura del río Toltén. Si me necesitan, pueden buscarme allí. Adiós. Me despido como un amigo.
—¡Como amigos! —gritaron al unísono las españolas-argentinas.
Al abandonar la gran tienda donde se tenía la reunión, se cuadró e hizo un saludo militar. No miró atrás, aunque sabía que dos ojos jóvenes y claros le horadaban la espalda como dos cuchillos verdes buscando tal vez su corazón.
Se mencionan halcones y palomas
Había decidido quedarse unos días en Boroa, pero en la otra parte del villorrio, donde se mezclaban el comercio, pequeñas posadas y expendios de bebidas alcohólicas. El lugar se hallaba poblado por aventureros de varias nacionalidades y de toda laya. Sabía que la simple visión de los cuerpos de las mujeres en las calles volvería locos a los jóvenes reclutas. Cruzaron pues el pueblo de callejuelas pedregosas, y algunas anchas y altas casas construidas con tejuelas de alerce. Estableció campamento cerca del río, que rodeaba tres cuartos del poblado, y concedió a los reclutas veinticuatro horas de permiso, con la condición de que organizaran las guardias para evitar el robo de los caballos. Escoltado por Zambrano, se adentró en la aldea, una de las primeras agrupaciones aglutinadas alrededor de un Fuerte, fundada por los españoles durante los primeros años del siglo XVII. En pleno centro, había pequeños hoteles con sus respectivos bares,