El medallón misterioso. Belén A.L. Yoldi

El medallón misterioso - Belén A.L. Yoldi


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furioso con nadie.

      El guerrero continuó alejándose como si no le escuchara.

      Entonces Javier inspiró profundamente con rabia. Hizo acopio de toda la energía que pudo encontrar en su interior y la dirigió hacia sus piernas. A una orden de su cerebro, se levantó. Las piernas le temblaban, pero no permitió que se doblaran. Apretó los dientes y volcando toda su rabia en el pie derecho consiguió dar el primer paso. Después movió el otro pie. Agarró un palo de madera que encontró tirado y lo usó como bastón para apoyarse y seguir adelante.

      Así empezó a caminar de nuevo con la ayuda de la improvisada muleta, sin perder al hombre de vista. Y a cada paso que daba iba rezongando una sarta de improperios contra el errante:

      —¡Míralo! ¡Se larga, el muy cerdo! Y le da igual... ¡Cabrón! Y encima va cuesta arriba, buff... ¿¡Es que no hay carreteras en este pueblo!? ¡Seguro que sí! Seguro que lo hace a propósito, solo para fastidiarme. ¡Desgraciao! Que eres un desgraciao, el tipo más borde que conozco..., un... —Le arrojó a la espalda toda la retahíla de insultos que conocía y algunos más que se inventó sobre la marcha.

      El rencor que sentía hacia el compañero que le abandonaba era lo que le impulsaba a seguir andando. No se daba cuenta de que el errante había refrenado el paso para dejarse alcanzar, dominando su impaciencia. Y que gracias a eso lograba mantener la distancia. Tampoco le habría consolado saberlo. Solo le consolaba despotricar a sus anchas, desahogar su furia, aunque fuese de una forma infantil y aunque de ese modo gastara aliento inútilmente.

      —Mecagüen la leche, ¿quién me mandaría a mí meterme en este follón? Buff, buff… ¿Sabes qué te digo? ¡Que en cuanto las encuentre, yo me largo! Y aquí os quedáis... ¿Te enteras, pedazo de mamón...?

      Su voz se iba apagando porque le faltaba el resuello. Por fin dejó de rezongar y les envolvió el silencio de la montaña. Javier necesitaba todas sus reservas de energía para avanzar, un paso detrás del otro. Andaba completamente grogui con los pies a rastras. La rabia era lo único que le sostenía. Solo tenía un pensamiento, no perder de vista al errante.

      Por suerte la cuesta terminó pronto y al traspasar una loma entraron en un pequeño valle verde de laderas herbosas donde se veía pacer unos animales lanudos. El camino bajaba a través de un damero de prados cercados con setos silvestres y muretes de piedra que daban al conjunto una imagen rural ordenada y bucólica. La misma pendiente le llevaba sin necesidad de hacer grandes esfuerzos y él se dejó llevar exhausto, ni siquiera veía ya dónde pisaba.

      Le faltaba poco para perder el conocimiento cuando oyó la voz de Miles decir a su lado:

      —¡Hemos llegado! Descansa.

      Para Javier fue una delicia tirarse en la hierba y olvidarse de todo. Ni se enteró de que el guerrero partía a explorar los alrededores, después de recomendarle silencio. En aquel momento de desmayo todo le daba igual. Lo siguiente que notó fue un líquido amargo que le entraba por la boca y le bajaba por el cuello quemándole la garganta.

      —¡Traga! Te hará bien.

      —¿Qué... qué es eso...? —balbuceó.

      —¡Licor de raíces! Resucita a un muerto.

      Le obligó a tomar otro trago.

      —Cof, cof… —Tosió el chico atragantándose. Más que resucitar, abrasaba. Si no se espabilaba pronto moriría ahogado con semejante brebaje—. ¿De dónde, aggh, lo has sacado?

      —No preguntes.

      El Ad-whar lo había encontrado dormido y había tenido que zarandearlo para hacerle volver en sí. Le había incorporado y había vertido en su boca aquel licor vigorizante. El efecto había sido inmediato.

      —¿Dónde… dónde estamos...? —preguntó el chico sentándose y mirando a su alrededor. Al principio le costó enfocar los ojos, pero la amenaza de tener que tomar otro trago de aquel licor supuestamente medicinal terminó de espabilarle.

      —Los hemos encontrado —le informó el errante—. Hay dos darkos, allá abajo, y dos skrugs. Se han detenido junto a una aldea. A esperar a sus compinches, supongo. Toma, come esto.

      Le tendía un puñado de frutos secos y Javier los devoró con ansia, sin preguntar esta vez de dónde los había sacado. Después bebió agua de la cantimplora y se sintió un poco mejor. Lo suficiente como para poder pensar.

      —¿Y las chicas? ¿Qué hay de Finis y Nika? —preguntó acordándose al fin de ellas.

      —Están vivas. Prisioneras.

      Javier maldijo mentalmente su parquedad de palabras.

      —¿Se encuentran bien? —insistió.

      —No he podido acercarme lo suficiente para comprobarlo.

      —¿Y qué vamos a hacer ahora? —preguntó el muchacho, dejando caer los brazos indeciso.

      —¡Rescatarlas!

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