El medallón misterioso. Belén A.L. Yoldi

El medallón misterioso - Belén A.L. Yoldi


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le ayudó a esconder su rostro y su pelo castaño bajo el capuchón de pieles.

      —No te acerques a la orilla. Camina entre matas... Actúa como ellos... —le siseó al oído en un susurro casi inaudible. Él asintió.

      Cuando estuvo preparado, el guerrero le hizo una señal afirmativa y Javier salió a gatas de su escondite con un nudo en el estómago, se alejó en silencio unos cuantos metros y luego, irguiéndose, inició la pantomima. No quiso mirar atrás, aunque sentía que los ojos de Miles le observaban. Empezó a andar encorvado, como un pigmeo, inclinando el cuerpo a un lado y otro, y examinando el suelo. De vez en cuando se agachaba como un sapo y fingía estudiar alguna piedra. Entonces dirigía miradas furtivas hacia el río, espiando los movimientos del otro lado.

      Continuó así su fingido rastreo por un tiempo que no sabría precisar pero que le pareció eterno, hasta que oyó la voz áspera del pigmeo en la otra orilla. Al tercer grito comprendió que le llamaba a él, confundiéndole con su compañero muerto. Javier se había metido entre unos matorrales y el enano lo buscaba. Levantó un poco el brazo con la lanza por encima de la cabeza, para dejarse ver, y soltó un gruñido gutural, parecido a los de ellos, mientras calculaba de reojo los metros de distancia que le separaban de la skrug. El insecto dirigía sus ojos globosos y fríos hacia el muchacho, desde la orilla misma del torrente. «Demasiado cerca», pensó angustiado. En cualquier momento, esa horrible bestia cruzaría el cauce en dos brincos, se abalanzaría sobre su cuello, le clavaría las pinzas y le devoraría... Con las rodillas flojas, rezó para que el bicho no pudiera escuchar los acelerados latidos de su corazón y para que el Ad-whar llegara pronto en su auxilio.

      Entretanto, Miles había reptado ribera arriba llevando consigo, además de su espada, el arco y las flechas del pigmeo muerto. Una vez fuera del alcance de la vista, se había introducido silenciosamente en el río y lo había atravesado hasta el otro lado del cauce donde había emergido, sin un solo chapoteo, bajo las sombras protectoras de los árboles. Se había arrastrado fuera del agua, gateando sobre las piedras como una lagartija, hasta alcanzar la protección de los matorrales más cercanos. Y una vez en tierra seca, se había desplazado velozmente, de árbol en árbol y por entre las rocas hasta encontrarse con la espalda de sus enemigos. Apenas había tardado unos minutos. Las salvajes figuras de la skrug y de su jinete se dibujaban a contraluz contra el torrente, muy nítidas, tal como se había propuesto. Se apostó tras una peña y preparó el arco y las flechas, de acuerdo con el plan que se había trazado.

      Los cazadores se habían convertido, sin saberlo, en la presa.

      Tenía la bestia a tiro, pero no a su jinete, que se había apeado de la montura y desaparecía a intervalos irregulares entre la vegetación. Aguardó con paciencia a que se hiciera visible para asegurar el golpe. Quería abatirlos a los dos juntos. De repente el salvaje se irguió y lanzó una llamada desagradable en dirección a la figura cubierta de pieles que merodeaba al otro lado del río. El interpelado, sin levantar la cabeza, respondió con un gruñido que provocó una sonrisa divertida en el guerrero. El enano no se conformó, sin embargo. Algo extraño le había llamado la atención así que aprestó su arco y lanzó esta vez un grito airado, que erizó la cabeza de la skrug y le hizo entrechocar el pico con fuerza. Los dos, bestia y duende, se acercaban ahora a la orilla con sus armas, garras y colmillos preparados, examinando la sombra que se agazapaba al otro lado.

      El Ad-whar comprendió que no podía demorarse más. Apuntó, tensó al máximo la cuerda, la soltó y la flecha salió disparada, silbando, para clavarse profunda y certeramente en el ojo del insecto que se desplomó con un chillido estridente de dolor. Su amo, al verlo malherido, buscó alarmado al misterioso autor de aquel ataque mientras se desplazaba con rapidez hasta el cobijo de una roca. Gruñía mostrando sus dientes afilados como un animal. Quienquiera que fuera su atacante, no le daría facilidades para que practicara el tiro al blanco con él.

      El salvaje soltó de pronto un alarido de rabia porque desde su nuevo emplazamiento podía ver perfectamente el rostro de Javier, disfrazado con las pieles de uno de los suyos. El muchacho se había puesto de pie para ver mejor y estaba inmóvil, paralizado por los acontecimientos. Había visto caer a la skrug pero no sabía de dónde provenía la flecha y la rapidez de reflejos del darko le había pillado desprevenido hasta el punto de que había olvidado seguir los consejos de Miles. El reptiliano levantó con ferocidad su arco en dirección al chico, dispuesto a acabar con él. Pero antes de que pudiera disparar, otra flecha distinta cruzó el aire, voló hasta su pecho y le atravesó de parte a parte sin que el duende con boca de pez pudiera determinar su origen. Cayó de espaldas y ya no volvió a levantarse. El Ad-whar se había movido deprisa hasta una nueva atalaya y, en cuanto el darko se le había puesto a tiro, había disparado su propio arco sin la menor vacilación. En el instante justo.

      Con un tercer dardo remató definitivamente al insecto, que se despatarró boca arriba como un saltamontes pinchado con alfileres, ante los ojos atónitos de Javier.

      El guerrero se alzó de su escondite y bajó a saltos, corriendo, hasta la orilla. El segundo pigmeo aún boqueaba y miró a su enemigo rabioso. Este se inclinó sobre él y, apuntándole con su espada sin la menor piedad, le espetó:

      —¿Por qué nos perseguís? ¿Quién te paga?

      El pigmeo contestó con voz ronca:

      —¡Date por muerto, errante!… Tú y la bruja de cabellos rojos… estáis muertos…

      —¿Quién nos busca? —insistió Miles, con urgencia furiosa.

      —El nigromante… —El reptiliano se atragantó con su propia saliva y chasqueó la lengua dentro de su enorme boca dentuda.

      —¿¡El nigromante de Megisto!? ¿Te refieres a Tenebris? —dijo el hombre. Y añadió—: ¿Para qué nos busca?

      —El nigromante… Es muy poderoso… Juo, juo, juo…

      —¿Qué quiere Tenebris de la mujer?

      —Estás muerto, errante, juo juo juo… —repitió el darko con un gorgoteo agonizante. Levantó velozmente el brazo y agarró a Miles por la pantorrilla, clavándole con odio sus uñas negras y afiladas de cuchillo con las últimas fuerzas que le quedaban. Él reaccionó levantando la espada y de un tajo le cortó el cuello. Se cercioró de que estaba bien muerto. Luego se apartó sin examinarse siquiera la pierna, tenía otras cosas más urgentes que hacer.

      El darko se había apropiado del escudo del errante, que había encontrado durante su rastreo abandonado en una de las orillas y desde entonces lo llevaba encima. Miles lo recuperó ahora con satisfacción. Recuperó también una por una las valiosas flechas que había lanzado, arrancándolas de un tirón de las bestias. Las limpió en las propias ropas del enano caído y las guardó en el carcaj. También se apropió de las flechas del darko, por si le servían más adelante. Pronto terminó la inspección. El resto de los pertrechos carecían de interés, así que dejó abandonados los cadáveres donde habían caído y volvió a vadear las aguas para reunirse en la orilla opuesta con Javier sin mirar más los cuerpos de sus enemigos.

      El muchacho le aguardaba al otro lado, con horrorizada estupefacción. Aún no se había quitado las pieles de darko, ni el casco con las plumas de la cabeza, y todavía llevaba su espada pegada a la mano. Parecía una estatua.

      —Ha resultado más fácil de lo que esperaba... —empezó a decir el guerrero al trepar por la orilla. Se interrumpió al ver la expresión del niño—. ¿Qué ocurre?

      —¿Por qué has hecho eso? —le preguntó a su vez con brusquedad el muchacho, sin poderlo remediar. Algunas de sus costumbres le parecían bárbaras e inconcebibles.

      El guerrero se extrañó por la pregunta, hasta que comprendió el motivo de su enfado. Ceñudo, explicó:

      —Antes de dar la espalda a un enemigo como ese, hay que cerciorarse de que está bien muerto. Y tampoco conviene dejar atrás cosas que a él no le van a hacer falta y tú puedes necesitar. Ya lo sabes.

      A Javier no le convencían sus razones. Le repugnaba el ensañamiento de esas muertes. Le repugnaba robar a los muertos y, más aún, tener que usar sus ropas


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