El medallón misterioso. Belén A.L. Yoldi

El medallón misterioso - Belén A.L. Yoldi


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conciencia las orillas para encontrarnos. Al menos, eso es lo que haría yo en su lugar. Y calculo que no tardarán mucho en llegar aquí con alguna de sus bestias. Aparecerán de un momento a otro...

      La idea de que una de aquellas mantis gigantes pudiera estar cerca hizo que Javier se agachara de inmediato y mirara a su alrededor intranquilo. Intentó controlarse y pensar.

      —¿Quieres decir que…? Bueno, ¿no estás pensando en abandonarnos? —inquirió.

      El guerrero había terminado su examen visual. Tomó un puñado de arena suelta del suelo y la dejó caer desde lo alto observando la dirección hacia donde la llevaba el viento. Y mientras caía la arena, hizo un único comentario:

      —¡Yo no soy de los que abandonan!

      No se molestó en mirar al chico mientras lo decía. Y, por tanto, no reparó en el rubor intenso que cubrió de golpe su cara. Porque Javier sí había pensado en abandonar, durante la galopada que les había llevado hasta ese punto. Había mirado muchas veces la pulsera digital que portaba en su muñeca, tentado de apretar el resorte que le teletransportaría fuera de ese planeta, solo para escapar de allí. Lo único que le había contenido era pensar que en la estación de las estrellas estaría solo y aquí, al menos, tenía compañía.

      ¿Acaso aquel tipo podía leer también sus pensamientos? No era posible, se dijo sacudiendo la cabeza. Tragó saliva de todos modos e intentó concentrarse en el verdadero problema.

      —Podríamos dar un rodeo para despistarlos... —sugirió bajando la voz, con un carraspeo incómodo.

      El guerrero negó con la cabeza.

      —Sería peor. Los tendríamos a nuestras espaldas y ya no sabríamos dónde ni cuándo vendrían a atacarnos. Prefiero esperarlos donde yo pueda verlos venir —masculló.

      Después de su inspección ocular, volvió a ponerse en movimiento. Había encontrado el punto idóneo para tender una emboscada y Javier le siguió como un cordero, con la cabeza gacha. Se dirigieron a grandes pasos hacia un promontorio rocoso y cubierto de matorrales que sobresalía por encima del torrente. Desde aquella posición, se dominaban las dos orillas del río en un amplio tramo y contaban con vegetación y rocas suficientes para ocultarse. Una senda de animales bajaba de allí hasta la hondonada en cuyo fondo bramaba con fuerza la corriente.

      —No tenemos mucho tiempo —advirtió el hombre cuando se apostaron entre los matorrales.

      A continuación, le dio unas instrucciones rápidas sobre lo que debía y no debía hacer. Hablaba con perfecta calma, como si no hubieran discutido los dos cinco minutos antes.

      —Cuando lleguen los darkos, obsérvalos; estudia cómo se mueven... pero no dejes que ellos te vean. ¡No levantes la cabeza del suelo o te descubrirán! Esos condenados tienen una vista muy aguda. Espía a través del ramaje y te confundirás con las hojas. No te muevas del sitio, ¡ni pestañees!, salvo que yo te lo diga. Y cuando tengas que hacerlo, arrástrate como una culebra, en silencio, sin aplastar ninguna rama y tan despacio como puedas. Al menor ruido, al menor chasquido, los tendremos encima.

      El muchacho asintió para hacerle ver que comprendía.

      —¡Bien! Vendrán por separado para cubrir más terreno, uno por cada orilla, y probablemente les acompañarán algunas de sus bestias, que son su olfato, sus ojos y sus oídos más agudos. ¡Ojo con esos bichos! Tendrás que convertirte en una estatua cuando lleguen, ¿entiendes? ¡Ante todo, no te descubras! —Después le advirtió—: Estate atento a todos mis gestos y señales porque no hablaré...

      El guerrero no estaba seguro de que Javier pudiera hacerlo bien. Era muy joven y a todas luces demasiado inexperto, pero no le quedaba más remedio que confiar. De todos modos, tenía un presentimiento sobre aquel muchacho. La intuición de que bajo aquella apariencia exterior de niño mimado había una roca firme. Y a Miles nunca le había fallado su instinto; desde que levantaba cuatro palmos y era un mocoso, un soldadito de la Centuria, siempre había sabido calibrar a las personas, tenía ese don. Así que echó un último vistazo sobre el chico y luego, definitivamente, fijó sus ojos en el río.

      Después de aquella última y perentoria recomendación, los dos guardaron silencio y esperaron tensos, con los cuerpos aplastados contra la tierra.

      Fue Miles quien los vio llegar primero y tuvo que mostrárselos al muchacho, que no acertaba a distinguirlos a través del follaje. Con su piel de serpiente y su escaso tamaño, los darkos pasaban fácilmente desapercibidos entre los árboles de la ribera.

      Una vez más, Javier se admiró de la exactitud de cálculo del Ad-whar. Había dicho que no tardarían en aparecer y, en efecto, así había sido. Y lo hacían divididos en dos grupos tal y como él había previsto. Eran dos reptilianos y les acompañaba tan solo una skrug. Un insecto tan grande como un caballo y estilizado como una jirafa, con patas largas como zancos, ojos saltones de celdillas múltiples y recubierto por una coraza queratinosa negra ribeteada con puntos rojos fosfóreos que emitían destellos bajo las sombras del bosque. Un depredador de mandíbulas temibles.

      Habían sufrido bajas importantes durante su combate con el Ad-whar y supusieron que por ese motivo no habrían podido desplazar más efectivos en su persecución. O tal vez contaban con que el río se hubiera tragado a los dos fugitivos y no tenían miedo de sufrir una emboscada.

      Cada pigmeo recorría una orilla con una lanza en la mano, examinando meticulosamente cada palmo del terreno con sus ojillos de pupila vertical, mientras la mantis gigante olfateaba el aire en todas las direcciones llevado de las riendas por uno de los darkos.

      El muchacho se dio cuenta entonces de que tampoco el lugar de la emboscada había sido elegido al azar por Miles. El río en aquel punto formaba un oportuno meandro. El recorrido era más largo para uno de los rastreadores, el que estaba en el lado opuesto, por lo que pronto se quedó más rezagado. La propia curva y la densa vegetación de las orillas harían que los perseguidores se perdieran de vista entre sí durante unos minutos, si se descuidaban. Y eso era lo que el guerrero había buscado.

      —Vamos a tener suerte, después de todo... —susurró Miles para sí mismo, de un modo casi imperceptible. Lo decía porque el primer pigmeo llegaba por su lado del río mucho más adelantado y venía solo. La skrug rastreaba la otra orilla acompañando al segundo de los reptilianos El errante hizo una seña a su compañero para que permaneciera quieto y luego se alejó con el sigilo de una pantera, empuñando tan solo su cuchillo.

      A Javier se le hizo eterno el tiempo que tuvo que permanecer inmóvil. Intentó estudiar a sus enemigos, como Miles le había indicado, pero resultaba difícil hacerlo y permanecer aplastado a la vez entre la maleza. Sus figuras aparecían y desaparecían entre la densa vegetación de las orillas, por lo que a duras penas lograba verles más de unos segundos seguidos. Aun así pudo advertir que tenían un modo peculiar de moverse sobre sus piernas dobladas de alambre, con un andar nervioso y encorvado. Para dar un paso, levantaban primero la rodilla huesuda y después adelantaban el pie mientras descargaban el peso del cuerpo en la otra pierna igual que haría un mono. Y al inclinarse para examinar el suelo abrían las rodillas como los sapos y adelantaban la cara de pez abisal en actitud de alerta mirando alternativamente las huellas y el bosque. Pocas cosas lograrían escapar a la estrecha vigilancia de aquellos ojillos ávidos de lagarto. Cuando un par de ellos se clavó en los arbustos de su promontorio, Javi aplastó aún más su cuerpo contra la tierra y hundió la cabeza en las raíces del boj que le cubría, quedándose tan quieto como pudo.

      Cuando menos lo esperaba, Miles se deslizó a su lado de improviso y al ver su cara de susto, se llevó el dedo a los labios para pedirle silencio. Su mano derecha todavía empuñaba el cuchillo, ahora manchado por un líquido oscuro, y con su mano izquierda arrastraba cuidadosamente un fardo de pieles que dejó caer junto al chico. También traía un arco rudimentario y un haz de flechas. Eran las pertenencias que había arrancado al primero de los darkos, después de degollarlo bajo los árboles sin dejarle proferir ni un suspiro.

      Mediante mímica, el guerrero ordenó a Javier que se pusiera aquellas ropas. Eran los andrajos más pestilentes y asquerosos que había visto en su vida. Sin embargo,


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