El medallón misterioso. Belén A.L. Yoldi

El medallón misterioso - Belén A.L. Yoldi


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la espiaba, la cabeza triangular de la skrug giró 180 grados sobre la base del cuello hasta volverse completamente. Nika no pudo evitarlo. Se le escapó un grito de miedo cuando los ojos saltones, globosos y fríos del insecto se clavaron en ella.

      Al instante siguiente, uno de los pigmeos se inclinó sobre la muchacha con los dientes puntiagudos de aguja tan pegados a su cara que pudo sentir la humedad de su saliva en la mejilla. Sus ojos amarillos la recorrían con malignidad.

      Aturdida y horrorizada por esa visión, Nika hizo un brusco movimiento de retroceso hasta tropezar con otro cuerpo que se interpuso en su camino y la detuvo. Intentó apretar la pulsera para huir, pero entonces se dio cuenta de que tenía los brazos maniatados a un palo e inmovilizados de tal modo que no podía juntar las manos ni llegar con los dedos a la muñeca. No pudo ver qué obstáculo había detrás porque se encontró bajo las fauces de otro pigmeo. Ella cerró los ojos con verdadero terror y se quedó quieta, rogando mentalmente para que alguien la librase de aquella pesadilla.

      Solo oyó un grito agrio, mezcla de cacareo y chasquido. Después de eso, los salvajes se apartaron y la dejaron en paz. Volvían a hablar entre sí con aquel lenguaje altisonante, áspero y grosero.

      Al cabo de un rato, la muchacha se atrevió a abrir de nuevo los ojos con disimulo. Los pigmeos formaban un corro en cuclillas, a unos metros escasos. Se volvió con precaución para buscar a sus amigos. Las patas de la skrug seguían estando muy cerca, pero se esforzó por ignorarlas. Giró el cuello sin hacer ruido y descubrió que justo detrás se encontraba Finisterre, muy pálida y despierta, empapada también. Era el cuerpo con el que había ido a chocar de espaldas.

      La pelirroja le parpadeó un mensaje de ánimo en silencio. Tenía las manos atadas, igual que la niña, y un chichón sangrante en la esquina de la frente. Aparte de eso, no parecía estar herida.

      De Javier y Miles no había rastro. Ignoraban que sus amigos habían escapado, porque se habían desmayado antes, y la incertidumbre sobre su suerte las corroía.

      Por fin, el que parecía su jefe lanzó un grito, que sonó como un cloqueo, y todos callaron. A una nueva orden, los salvajes se levantaron bruscamente y se pusieron en movimiento a la vez.

      Uno de los duendes bajó a la orilla del río y regresó arrastrando consigo la capa y la ballesta del errante, que arrojó delante del hocico de una de las skrugs vivas y dejó que los olfateara. Después las apartó y se montó de un brinco sobre la bestia.

      Un temor más grande se apoderó de las prisioneras al ver las posesiones de Miles en manos de aquel duende. ¿Estarían muertos sus compañeros de aventura?

      «Que no les haya ocurrido nada malo, por favor...», rogaron, angustiadas.

      Dos de los pigmeos las obligaron a levantarse a puntapiés. Agarraron el extremo de la soga con que las tenían maniatadas, tiraron de ellas y les hicieron caminar penosamente montaña arriba tras las patas zancudas de una de las mantis. Uno de los pigmeos iba montado delante en su cabalgadura y el otro detrás, vigilándolas estrechamente.

      En cambio, los otros dos pigmeos y la tercera skrug tomaron una ruta distinta, barranco abajo, siguiendo el curso del río. Buscaban algo. ¡O a alguien! A Miles y a Javier, no podían ser otros, se dijeron. Y eso despertó una leve esperanza en el corazón de Nika y Finis.

      Ya no pudieron ver más. Habían emprendido un camino distinto junto a sus carceleros, remontando penosamente la cuesta que antes habían descendido a trompicones.

      Mientras se alejaban por el bosque, las dos se preguntaban aterradas qué pretendían hacer esas bestias con ellas y adónde las llevarían. ¿Por qué las habían hecho prisioneras? ¿Encontrarían de nuevo a sus amigos, vivos? Pero, sobre todo, ¿volverían algún día a casa?

illustration LA HUIDA

      En cuestión de minutos, una corriente de aguas turbulentas que bajaba de las montañas arrastró a los dos perseguidos muy lejos de los duendes con piel de lagarto y de sus endiabladas monturas, a una velocidad de vértigo. Para Javier Goñi, aquel descenso a tumba abierta por las aguas bravas de un río perdido en la frontera de Aerne-Gorothia sería una travesía de infarto que jamás olvidaría.

      Las aguas se precipitaban tumultuosas por una escala natural de piedra. La fuerza del oleaje les sumergía a Miles y a él dejándoles casi sin respiración. Les zarandeaba como si fueran muñecos y les arrastraba barranco abajo. Ellos braceaban desesperados entre olas rugientes de espuma. Pero todos sus esfuerzos por mantenerse a flote resultaban pequeños ante la fuerza elemental de aquel torrente.

      Miles tropezó en su accidentada travesía con un tronco que navegaba a la deriva y se aferró a él. Lanzó un grito de aviso a su compañero, pero el fragor de la corriente ahogaba su voz. Así que, aprovechando un golpe de ola, el guerrero Ad-whar pataleó, estiró el brazo todo cuanto pudo y consiguió enganchar al muchacho por la ropa, luego lo atrajo de un tirón hacia él. «¡Agárrate!», chilló. Para Javier fue un alivio encontrarse con aquel inesperado salvavidas, porque estaba a punto de sucumbir.

      El tronco les sirvió de ariete y de flotador a la vez durante el descenso, y salvó sus vidas. A cada choque con las rocas saltaba una lluvia de astillas y toda la madera temblaba, pero el tronco seguía adelante sorteando los escollos y cabalgaba sobre las olas salvajes con los dos fugitivos aferrados a su cintura.

      Por fin las paredes de la montaña se abrieron. Parecía que su azaroso descenso iba a acabar. Sin embargo, al final del barranco les esperaba un último salto, el más peligroso, una caída hasta un remolino donde el torrente se reunía con su hermano mayor, un río caudaloso de montaña que bajaba crecido por la tormenta del día anterior.

      Los dos se zambulleron a la vez en la poza. La fuerza del remolino tiraba de ellos violentamente hacia abajo en medio de un hervidero de burbujas que les impedía respirar. Por suerte, su milagroso salvavidas de madera logró salir a la superficie arrastrando a los dos náufragos consigo.

      Sacaron la cabeza con ansia buscando el aire que les faltaba, patalearon y se aferraron con más fuerza al madero que, tras unas vacilaciones, continuó su camino corriente abajo por el cauce de un río ancho y profundo. Y ellos nadaron agarrados al tronco.

      Un kilómetro y medio más abajo, aproximadamente, el terreno se allanaba y las aguas dejaron de rugir. La furia del río se fue aquietando. Ellos probaron a dirigir el tronco hacia remansos más tranquilos. Pataleando y remando con un brazo, llegaron hasta una zona donde las aguas se desbordaban mansamente inundando la ribera. Solo entonces, al hacer pie, los dos fugitivos se atrevieron a abandonar su salvavidas y caminaron juntos hasta la orilla más cercana.

      Primero Javier y detrás suyo el hombre, los dos salieron del río con pasos tambaleantes, chorreando, tosiendo y vomitando un agua turbia con sabor a barro.

      El chico se dejó caer aturdido sobre un trozo de terreno seco nada más pisar la orilla, con respiración jadeante. A sus catorce años, era la primera vez que vivía una situación así, tan al límite, y en ese momento no deseaba protagonizar otra aventura semejante nunca más.

      Confuso y mareado, no quería pensar en sus dos compañeras perdidas, en Mónica y Finisterre. No quería pensar en nada. Las sensaciones vividas en el accidentado descenso por aquel torrente embrutecido ocupaban toda su mente. Le dolían las piernas, los brazos, todo el cuerpo. Temblaba.

      La ropa chirriada le pesaba tanto que enseguida se sacó a tirones el jersey y la camiseta y los arrojó sobre las piedras. Luego se tumbó boca arriba completamente agotado, sin fuerzas, vacío de todo.

      Al contrario que él, Miles se quedó de pie con las piernas medio flexionadas, la cabeza hundida entre los hombros y las manos apoyadas sobre las rodillas. Inspiraba y expiraba el aire con repetida fruición, tan honda y profundamente como se lo permitían sus pulmones. Intentaba recuperar las fuerzas sin rendirse a la tentación fácil de tumbarse en la hierba.

      Pronto


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