El medallón misterioso. Belén A.L. Yoldi

El medallón misterioso - Belén A.L. Yoldi


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fondo de la angosta vaguada, una serpiente blanca se deslizaba como espuma de cerveza entre las rocas y árboles. No se veía agua, solo espuma y piedras. Le acompañaba un rugido sordo que recordaba al tronar lejano de una tormenta.

      De la pendiente a su espalda venía también un martilleo rítmico, como si alguien usara piquetas metálicas para golpear la roca.

      ¡Deprisa, más deprisa!

      Los metros finales hasta el torrente eran los más escarpados. Para salvar el último desnivel, Miles usó una soga que guardaba en su macuto. La ató aceleradamente al tronco de un árbol con un nudo corredizo de escalador y probó su resistencia. Luego se deslizó por ella. En dos saltos, el errante se plantó en la orilla y miró atrás. Sus compañeros le alcanzaron unos segundos después. Bajaron agarrados a la cuerda y aterrizaron uno detrás de otro, arrastrando piedras y ramas. Cuando llegó el último, el guerrero dio un tirón a la cuerda para recobrarla y el nudo se soltó. Conforme recogía la cuerda alrededor del codo, se metió en el agua helada con las botas puestas. El nivel le llegaba primero a los tobillos y después por las rodillas, mientras avanzaba. Desde el centro de la corriente, apremió a los demás para que hicieran lo mismo.

      Ellos dudaron antes de obedecer. Las aguas bajaban rápidas y parecían gélidas. Sin embargo, las sombras negras que venían disparadas desde la cima, apareciendo y desapareciendo entre los árboles, daban más miedo que el río. Así que se introdujeron los tres de un salto en el torrente. El choque térmico con el agua helada los dejó paralizados, hasta que un grito de su guía los espabiló.

      —¡¡¡Moveos!!! Esto aún no ha acabado…

      Corrieron todos juntos río abajo, tan rápido como se lo permitían las piernas. La fuerza de la corriente los empujaba.

      En sus adentros, el guerrero empezaba a temer que fuera ya demasiado tarde para escapar de sus acechadores, pero no lo dijo. En lugar de eso, su voz imperiosa empujaba a sus compañeros de fuga a adentrarse más y más en la torrentera.

      Por fin una lanza negra cruzó disparada entre dos árboles como una centella, a unos cuantos metros por encima de sus cabezas.

      Soltando entre dientes un improperio, Miles descolgó la ballesta que llevaba, tensó el alambre y montó un dardo sin dejar de avanzar, con todos los músculos en tensión. Por un mecanismo inconsciente de defensa, Javier y Nika empuñaron también sus armas respectivas, la espada corta y el hacha. Miraban con sospecha hacia los lados esperando la aparición de no sabían qué.

      Vadeaban el torrente con el agua por las rodillas cuando aquel peligro que tanto temía el guerrero les dio alcance.

      ¡De pronto estaban allí, asomados sobre el talud izquierdo, a unos metros sobre sus cabezas! Acechándolos desde las sombras del bosque, con sus grandes ojos de mosca, saltones y malignos.

      El Ad-whar fue el primero en descubrirlos. Al principio eran solo tres —observó—, desplegados en abanico sobre la cresta del repecho, pero enseguida se sumaron más hasta llegar al número de seis que había barruntado.

      A Nika, Javier y Finisterre se les pusieron los pelos de punta al verlos.

      ¡Eran insectos! Unas mantis casi tan altas como jirafas y recubiertas con un caparazón duro de crustáceo, negro con ribetes rojos, afilado y lustroso como una armadura de guerra. Las líneas rojas brillaban en la sombra por un mecanismo de bioluminiscencia que acentuaba su fealdad terrorífica. En verdad parecían criaturas salidas del averno. Alargaban el cuello y husmeaban el aire levantando el pico, en el extremo de sus cabezas pequeñas y triangulares.

      Se desplazaban con cautela sobre las cuatro patas traseras, estudiando el terreno sin apresurarse. Tenían una forma remilgada de andar en puntas, como si estuvieran subidas en zancos, igual que bailarinas de ballet. Y encogían las dos patas delanteras en actitud boxeadora, preparadas para asestar el golpe mortal a las víctimas con sus lanzas aserradas.

      —¡No os paréis! —ladró duramente Miles a sus protegidos para sacarles del estupor que les había provocado la súbita aparición de las bestias. Él mismo se empeñaba en avanzar con denuedo, llevando la ballesta en ristre, como si la salvación se encontrara a un paso de ellos.

      Las paredes rocosas eran altas, casi verticales en ese punto, así que las bestias se separaron para buscar un camino de bajada mejor y eso dio un pequeño respiro a los que huían. Tres de aquellas enormes mantis continuaron avanzando por encima del talud, siguiendo el curso del río sin perderlos de vista, mientras el otro grupo retrocedía buscando un lugar más propicio para descender al fondo del torrente.

      Por desgracia, no tardaron mucho en encontrar una senda. Y dos de las mantis saltaron al río, cruzaron el cauce por un vado donde apenas cubría el agua y treparon por la orilla derecha con el propósito de rodear a sus presas.

      Los cuatro fugitivos redoblaron sus esfuerzos. Querían correr más, pero la propia fuerza del agua dificultaba su avance. Entonces Miles les condujo a la orilla, sin importarle ya las huellas que dejaban, y les hizo correr por suelo seco como si les persiguieran los mismísimos diablos del infierno. Unos diablos que poco a poco iban cerrando el círculo en torno a los humanos.

      Pronto se vio que los intentos de escapar por el río resultaban inútiles. Tenían a las depredadoras ya encima.

      Lo malo, sin embargo, no eran las mantis negras. Lo peor venía cabalgando sobre su espalda.

      Unos pigmeos flacos con piel escamosa de lagarto y ojos de pupila vertical montaban sobre las bestias y las azuzaban contra los fugitivos con gritos punzantes, haciendo restallar violentamente sus látigos de jinete. Iban cubiertos con pieles horrorosas, tenían los rostros pintados y llevaban colgando adornos hechos con huesos y cabezas reducidas de seres que antes fueron humanos. Casi se confundían con sus monturas por el modo en que se adherían a ellas.

      Iban sentados a horcajadas sobre la espalda de los insectos, y los dirigían como si fueran caballos de silla, con un dominio férreo, ayudados por un atalaje de correas primitivo. En ese momento los espoleaban con saña animal, manejando con habilidad pasmosa el arnés y el látigo que utilizaban para golpearlos en las partes blandas. Los hostigaban para que fueran más deprisa mientras clavaban sus ojos despiadados de reptil en los humanos que corrían por el fondo de la vaguada. Y las mantis, en lugar de rebelarse por ese trato bárbaro, respondían rápidas como potros domesticados a las indicaciones de sus feroces amos.

      Miles observó que no se escondían, y eso era un mal indicio, en su opinión. Los cazadores se sabían en superioridad de condiciones y exhibían su poderío frente a unas presas que consideraban más débiles, prácticamente indefensas.

      Apretando los dientes, el guerrero alentó a sus compañeros para que siguieran adelante sin detenerse mientras él se preparaba para lo inevitable.

      ¡Un esfuerzo más!, y el río tendría la profundidad suficiente para llevarlos a nado...

      —En el río, esos demonios no podrán seguirnos. —El Ad-whar parecía saber bien de lo que hablaba.

      La tormenta había descargado toneladas de lluvia sobre la montaña, la noche anterior. Ahora el agua bajaba en escorrentía por la pendiente, desbordaba las torrenteras y se precipitaba en forma de cascadas. El caudal del río subía por momentos.

      Parecía que iban a lograr su propósito cuando unos alaridos salvajes llegaron por la derecha y unos dardos comenzaron a caer a su alrededor en el río revuelto. Los estaban cazando.

      —¡SEGUID VOSOTROS! No me esperéis —ordenó Miles a sus protegidos. Acto seguido, se plantó sobre un saliente con las botas bien asentadas en tierra firme y levantó la ballesta. Solo necesitaba tener un objetivo claro a tiro para disparar.

      —¿Qué vas a hacer? —preguntaron ellos, alarmados. No querían seguir sin el errante.

      —¡MARCHAOS! —vociferó este con furia redoblada, viendo que se quedaban parados en el momento y lugar más inoportunos.

      Ellos obedecieron. Aunque no podían dejar de mirar a su espalda, mientras se alejaban.

      Las


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