El medallón misterioso. Belén A.L. Yoldi

El medallón misterioso - Belén A.L. Yoldi


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bajando por el río, siguiéndoles los pasos. Esta avanzaba más despacio que las otras, levantando mucho las patas, pues las puntas de sus zancos patinaban sobre la superficie pulida de las piedras o bien se hundían en el fango, si no tenía cuidado. El pigmeo que iba encima espoleaba a su montura con violencia, mientras blandía en su mano una lanza adornada con crines y cabelleras. Se levantaba sobre el tórax de la bestia y aullaba como un loco. La prisa que demostraba por cazar a seres humanos ponía los pelos de punta, aún más.

      En cambio, el rostro de Miles no evidenciaba ninguna emoción. Se limitaba a esperar con los nervios tensos a que los tres jinetes llegaran. Cuando tuvo al primero de ellos a su alcance, disparó la primera flecha sin pestañear y volvió a cargar rápidamente la ballesta. De nuevo apuntó e hizo saltar el gatillo que sostenía el alambre, así otro proyectil salió volando.

      El primero de sus dardos atravesó limpiamente el ojo de una de las mantis y se clavó en su cerebro. La bestia cayó fulminada en el acto y rodó por la pendiente con las patas en desorden, descabalgando a su yóquey. Este rodó también, pero consiguió zafarse del atalaje que le ataba a la montura y se levantó dando saltos nerviosos de rabia.

      La segunda flecha del errante fue a clavarse con la misma certera puntería en el insecto negro que pretendía alcanzarlos por el río. Un tercer proyectil sirvió para rematarlo y el cuarto alcanzó a su jinete recién descabalgado en el corazón.

      Cuatro dianas de cuatro. El pulso y el ojo de Miles eran verdaderamente letales.

      Los pigmeos, que no esperaban una resistencia tan dura, estallaron en aullidos de cólera. Los que estaban sobre el talud de la ladera izquierda comenzaron a lanzar flechas furiosas sobre el río con la intención de abatir sin contemplaciones a sus presas. Como resultado, una peligrosa lluvia de dardos cayó alrededor de los cuatro fugitivos.

      —¡Nag, nag! —advirtió colérico otro de aquellos demonios verdes. Se distinguía de los demás por la vistosidad de su collar, con mayor número de trofeos, y por el capacete de hierro emplumado que le cubría la cabeza. Constituían, por lo visto, los signos visibles de su jefatura.

      Levantó la lanza mientras increpaba agriamente a los suyos con una jerga rara, mezcla de cloqueos y ladridos ininteligibles. Lo único que los humanos pudieron interpretar de esa sucesión de gestos y chillidos salvajes fue que pretendían cazarlos vivos.

      Las mantis que bordeaban el talud izquierdo habían encontrado por fin un camino para salvar el desnivel hasta la orilla del río y empezaron a descender en fila india por una pendiente tendida de tierra, intentando cortar el paso a los fugitivos que corrían en la dirección de la corriente.

      Al verlos el Ad-whar volvió a detenerse, apuntó hacia arriba, disparó su ballesta sobre la bestia que iba en cola y volvió a dar en el blanco. Esta vez, la bestia herida derrapó por la cuesta terrosa arrastrando consigo a otra cabalgadura que iba delante, en medio de los alaridos de sus jinetes.

      Miles aprovechó la confusión que él mismo había creado para reemprender la huida detrás de sus compañeros, que le jaleaban excitados. Apenas había dado un puñado de zancadas, cuando un enjambre furioso de flechas silbó a su espalda. Los enanos con piel de lagarto se habían rehecho y lo perseguían saltando sobre las rocas. Intentaban derribar al hombre en plena carrera. Un par de proyectiles se clavaron en el escudo que, por suerte para él, llevaba colgado atrás. Las demás flechas se perdieron en el río, entre la rociada que Miles salpicaba al correr.

      No resultaba fácil acertar sobre un blanco tan móvil y rápido. Pero tampoco iba a ser fácil escapar de aquellos cazadores sanguinarios, avezados en el arte de matar.

      De nuevo se habían dividido y avanzaban formando un tridente. Tres de aquellas cabalgaduras monstruosas aún seguían en pie. Sus jinetes habían cambiado las cerbatanas por unas redes y muy pronto adelantaron al errante. Su intención era pescar al humano como si fuese un gran pez.

      Al sentirse acorralado, Miles descargó todas las flechas que le quedaban directamente sobre las mantis. En un combate cuerpo a cuerpo, el guerrero prefería vérselas con hombres antes que con esos insectos monstruosos. Sin embargo, en esta ocasión no tuvo tanta fortuna; bien por las prisas o porque estorbaban las redes para hacer puntería, ningún proyectil se clavó en el blanco. Todos rebotaron en las corazas de los insectos. El guerrero arrojó entonces la ballesta contra la cabeza de uno de sus atacantes, para desestabilizarlo, y asestó un espadazo a las cuerdas del enorme retel que portaban, abriendo un agujero en la malla. Pero ya no pudo escapar.

      Los enanos con se habían dado cuenta de que el guerrero moreno era un objetivo muy peligroso, con el que tendrían que emplear todas sus armas y eso hacían. Usaron a los insectos para rodearlo, con sus patas aserradas y sus corazas duras de cangrejo. Lo habían escogido como primer plato de caza, dejando de lado a los demás, aunque no se daban prisa. No necesitaban apresurarse en su opinión.

      Poco a poco fueron formando una tenaza,

      Al mismo tiempo, el guerrero retrocedía de espaldas hacia tierra firme, buscando un terreno más favorable para defenderse, sin dejarse atrapar por el arpón de las patas espinadas. Fuera del río, sus piernas ganarían mayor libertad de movimientos y el talud le protegería la retaguardia.

      Sus compañeros de fuga observaban de lejos con temor la escena. Se habían parado para mirar, en lugar de aprovechar la ventaja para poner tierra por medio.

      —¡Yo voy a ayudarle! —resolvió de pronto Nika, con la inconsciencia y el arrojo propios de su edad.

      —¿Estás loca? Ha dicho que nos marchemos —chilló Javier. Pero ella se había puesto ya en marcha.

      El Ad-whar no podría resistir solo, eso decía mientras caminaba decidida a contracorriente.

      Contagiado por su valor, Javier sacó también su espada y la siguió. Finis intentó detenerlos, en vano. Lo que pretendían era muy peligroso, pero Javier y Nika ya volvían sobre sus pasos, sin escucharla, y ella finalmente echó a correr detrás con cara de fatalidad.

      En los planes de Nika no entraba entablar un combate cuerpo a cuerpo con los hombres lagarto. Solo quería distraerlos para que Miles pudiera escapar. Cuando estuvo lo bastante cerca, se parapetó tras una roca y comenzó a arrojar piedras sobre sus perseguidores intentando hacer puntería. Sus amigos la imitaron.

      La inesperada lluvia de proyectiles sorprendió a los pigmeos que tuvieron que apartarse para eludirlas. El Ad-whar aprovechó entonces el desconcierto para lanzar una veloz embestida y salir del círculo en el que pretendían encerrarlo. Se abrió paso a golpes de espada y corrió hacia sus compañeros de fuga. Juntos continuaron después la huida.

      El chapoteo de sus pies corriendo por el agua se mezclaba con el griterío espeluznante de los cazadores que se rehacían y les perseguían con voluntad implacable.

      El terreno resbaladizo entorpecía el desplazamiento de aquellas bestias zancudas, que caminaban por el lecho pedregoso del río como señoritas remilgadas. Pero el olor de la sangre fresca las había soliviantado. Quizá por eso hacían percutir sus picos duros produciendo un claqueteo repulsivo.

      Avanzar por el centro de la corriente les permitió ganar unos metros a los que huían. El agua les empujaba y los llevaba consigo, casi flotando. El Ad-whar iba el último, haciendo de escudo, mientras gritaba a voz en cuello:

      —Hacia el río. ¡DEPRISA!

      Pero cómo… ¿El río no era esto?, se preguntaron los más jóvenes.

      Pronto descubrirían que esa torrentera era solo el afluente de otro cauce mayor. La desembocadura estaba muy cerca. De hecho, ya se escuchaba un sonido clamoroso y creciente delante de ellos, el de una corriente caudalosa que llegó como música celestial hasta sus oídos.

      Rozaron la salvación con la punta de los dedos. Pero los pigmeos tenían muchas estratagemas para atrapar a sus víctimas y los territorios salvajes como aquel constituían su hábitat natural.

      Dos insectos vinieron dando saltos por la orilla derecha. Sus jinetes cargaban con unas redes de malla con boleadoras que lanzaron a distancia sobre las dos chicas en fuga. El caso


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