Julio Ramón Ribeyro. Antonio González Montes

Julio Ramón Ribeyro - Antonio González Montes


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sigue de cerca el desarrollo del conflicto que acaba de estallar y da a conocer que el niño José no aprueba la actitud desafiante del comunero. Exige que cada vez que se encuentren, este lo salude como lo hacen los demás, pero Molina insiste en no saludar y se limita a mirar de modo penetrante al hijo del hacendado. El niño José pierde los papeles y golpea con violencia al maleducado, según su punto de vista. La pugna sigue: Sixto no cede en su conducta, pese al maltrato recibido. Ante ello, el hijo de Santiago opta por cambiar de ruta para no encontrarse con su tenaz opositor. A su vez, este sigue esperando en el mismo lugar de la carretera para repetir su ritual de silencioso observador de su rival.

      Además de su capacidad de resistencia ante los golpes de su rival, Molina se revela como un estratega que sabe devolver, en el momento y lugar menos esperados, una respuesta que desestabiliza al poderoso hacendado y a su familia. El narrador, valiéndose de lo que le informa el chiuchi Antonio, (quien trabaja para Santiago), hace saber al lector

      que una piedra muy grande había rodado desde el cerro hasta la casa del patrón. La piedra fue dejando un surco en la ladera, abrió una brecha en los tunares, rompió la pirca del corral y se metió al galpón, matando a cuatro ovejas. (Ribeyro, 1994, I, p. 47)

      Este golpe es la respuesta de Sixto ante los abusos del niño José. Y de hecho, establece la dinámica dicotómica del relato hasta el final: las acciones de Molina y de Santiago responden a un porqué, expresan el enfrentamiento permanente que mantienen a lo largo de la historia, la cual se cierra, literal y metafóricamente, con la realización del chaco; es decir, de la “caza” de Sixto en la explanada que está debajo del cerro Marcapampa, un espacio digno del sacrificio de un personaje emblemático de la comunidad, un hombre con una gran capacidad de resiliencia.

      La magnitud del daño sorpresivo que sufre la propiedad determina la inmediata respuesta del hacendado, quien esa misma noche viene hasta la comunidad. Y para destacar la singularidad de esta inopinada llegada, el narrador recurre al empleo de una analepsis, es decir, a la evocación del pasado para verificar que el patrón solo visitaba Huaripampa en época de cosechas, cuando aparecía en búsqueda de braceros para que trabajen en sus chacras, y por ello venía de buen ánimo, “invitaba cigarros y aguardiente, contaba historias que hacían reír, bailaba con las cholas y hasta se emborrachaba con Celestino Pumari, el personero” (Ribeyro, 1994, II, p. 47).

      Como hemos indicado, uno de los grandes aciertos narrativos del relato es que siga la acción mediante la técnica de la escena, que permite observar y percibir, con sus diversos matices y connotaciones, los enfrentamientos directos de Santiago y su hijo José, con Sixto Molina, el solitario comunero que desbarata las argucias de sus opositores. Ello es lo que se aprecia en la siguiente secuencia, una de las más candentes y reveladoras de la historia, que se inicia con la llegada de Santiago y su comitiva a Huaripampa, lo que dice y hace en ese lapso, y concluye con su partida luego de haber discutido con Sixto Molina, a quien se acusa de ser el autor de la acción que provocó la destrucción de parte de la casa y la muerte de algunos animales de los hacendados.

      El propietario realiza el recorrido en compañía de su hijo José y del mayordomo Justo Arrayán. Los tres se dirigen a la casa del personero Celestino Pumayari, quien también es parte del grupo. Allí intervienen Santiago y su hijo José. El primero da cuenta de lo que ha ocurrido, quiere saber quién es el causante y amenaza con irse a Huancayo, la capital del departamento de Junín para pedir que el prefecto ubique al criminal. Su hijo asevera que Sixto ha sido el responsable y pone como testigos a gente de la hacienda que “lo ha visto varias veces rondando el cerro”.

      Luego de este intercambio de pareceres acerca del suceso que los ha traído hasta la comunidad, se dirigen todos a la casa del acusado. Lo encuentran dedicado a quehaceres cotidianos y el primero en dirigirse a él fue Santiago, quien

      le habló en castellano, pero Sixto se hizo el que no entendía. Justo Arrayán, el mayordomo, tuvo que hablarle en quechua y después dijo —Molina dice que es muy débil para empujar una piedra grande. —¿Cómo sabe que es una piedra grande? —preguntó el niño José. (Ribeyro, 1994, II, p. 48)

      Y así continúa la comunicación, con Justo Arrayán que hace de traductor entre Sixto, que insiste en hablar en quechua, y el hijo del hacendado que lo hace en español. Santiago se incomoda con esta situación y utilizando el poder que detenta, da la siguiente orden y su cumplimiento nos permite apreciar que Sixto es un bilingüe coordinado, es decir, que maneja ambas lenguas y cuando decide hablar en español no solo lo hace con fluidez, sino que expresa sus ideas con fuerza y coherencia. Apreciemos este fragmento de gran significación socio-lingüística y de crucial valor ideológico. (Más le hubiera valido a Santiago no provocar a Sixto). Leamos:

      Don Santiago gritó:

      —¡Que hable en castellano! ¡Todos ustedes saben castellano! No creo que sea tan bestia que se haya olvidado. Dime tú, carajo, ¿Entiendes lo que te digo?

      Entonces Sixto Molina habló en castellano y lo hizo mejor que los señores, como nunca habíamos oído nosotros hablar a un huaripampino.

      —Usted no es mi padre —dijo— usted no es dios, usted no es mi patrón tampoco. ¿Por qué me viene a gritar? Yo no soy su aparcero ni su pongo ni su hijo, ni trabajo en su hacienda. No tengo nada que ver con usted. Cuando más, vecinos. Y carretera de por medio, y pirca de tunares.

      Nosotros creíamos que allí no más don Santiago le iba a rajar la cara de un fuetazo, pero se quedó como atontado, pensando. Miró a su hijo, al mayordomo y a la veintena de comuneros que formaban círculo. (Ribeyro, 1994, II, p. 48)

      En realidad, estas palabras dichas por Sixto son la mejor explicación sobre el sentido profundo y connotativo que posee el relato creado por Ribeyro. En “El chaco”, la historia plasma las contradicciones sociales, económicas que existen en ese espacio donde han compartido relaciones asimétricas los todopoderosos hacendados, herederos de los dueños de la tierra desde los tiempos coloniales, y los comuneros, que siempre han luchado para conservar sus terrenos, aunque no han podido librarse de la explotación de su fuerza de trabajo a que los someten personajes como Santiago. Y a ello sumemos, la presencia de las minas, que han propiciado el surgimiento de un proletariado minero, procedente de las comunidades y que no pierde sus vínculos con aquellas, como es el caso de Sixto y de otros trabajadores, que retornan a Huaripampa, pero lo hacen en condiciones de extrema debilidad. En la práctica vuelven como moribundos a su lugar de origen. Y el único que no perece de inmediato es Sixto, que da la batalla en contra de los hacendados explotadores y muere luchando heroicamente en contra de un enemigo poderoso.

      Y lo que también es digno de resaltar es la claridad de este personaje respecto de su condición de comunero independiente, que no se somete a las órdenes del hacendado, quien considera la comunidad de Huaripampa y a sus habitantes como sus dependientes. Y esa lucidez la expresa Sixto en el idioma que los dominadores han impuesto como un instrumento más de sujeción. Además, el héroe de “El chaco” habla el quechua y también el castellano y en esta lengua, como dice el narrador, se expresa como ningún comunero había podido hacerlo; su contundencia verbal es tal que deja “atontado” al propio hacendado.

      Una y otra vez, Sixto demuestra que es un hombre de acción y un estratega, que sabe atacar a su enemigo de clase en el momento preciso y en lo que más le afecta. Ello es lo que ocurre, una semana después, poco antes de que empiecen las cosechas, otra actividad de gran importancia para el gran propietario de las tierras. Una de esas mañanas llegó el pastor Específico Sánchez para informar a Santiago del incendio de la choza de Purumachay, una punta donde se conservaba el ganado más fino de la hacienda, unos merinos traídos desde el extranjero. Esta pérdida puso de vuelta y media al patrón, que salió a buscar a sus lanares, pero no logró recuperarlos. Solo le quedó culpar a Sixto y realizar una nueva visita a Huaripampa, como lo había hecho hace poco.

      Llega una comitiva de doce personas y se dirige a la casa de Sixto, pero él no está allí. Pese a que se lo dicen, el hijo de Santiago patea la puerta, ingresa, va hasta el corral y mata a las dos únicas vaquillas del comunero. Este asimila la agresión de sus rivales con entereza y hasta debe soportar los reclamos de Pumari, que lo culpa de “meterlos en líos”, con Santiago. Este, a su vez, quizá arrepentido, como dice el narrador, volvió


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