Julio Ramón Ribeyro. Antonio González Montes

Julio Ramón Ribeyro - Antonio González Montes


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zonas Costa, Sierra y Montaña” muestran a los lectores el nivel extremo de pobreza, de explotación, de abuso, de existencias indignas de la condición humana, algunas de las cuales padecen muertes crueles, en el contexto del enfrentamiento que se percibe en cada uno de los textos, entre los sectores poderosos de la sociedad peruana y lo que Ribeyro llama “la gente del pueblo”, es decir los que carecen de vivienda, de trabajo, de derecho a la propiedad o realizan labores denigrantes a cambio de ínfimas sumas de dinero.

      “Al pie del acantilado”1

      “Al pie del acantilado2” es una historia intensa, detallada, dramática y bien construida. La conducta observada en los seres que participan de la acción, constituye un ejemplo de una actitud de resiliencia3, protagonizada por unos pocos personajes pobres que han sido expulsados de la ciudad y que, en la búsqueda de un espacio para poder sobrevivir y ejercer su derecho a la vida, encuentran lugares inhabitables, pero con el trabajo y el ingenio logran construir una casa bastante austera, con materiales deleznables y se establecen allí, durante un lapso significativo (siete años) hasta que una vez más, autoridades que vienen de la ciudad los obligan a salir de allí, los expulsan y estos expatriados reinician la búsqueda a fin de encontrar un pedazo de tierra, “al pie del acantilado”, donde subsiste una “higuerilla”, para comenzar la tarea de levantar una “nueva vivienda”. Y así al infinito.

      Hemos ofrecido una síntesis de la historia que se construye con gran destreza y sabiduría por parte del narrador. Y antes de ingresar al análisis de algunos aspectos relevantes de esta experiencia límite ambientada en el “fondo del barranco, en los viejos baños de Magdalena”, dentro de lo que hoy se conoce como la Costa Verde (que es precisamente un gran acantilado que rodea a Lima), la ciudad capital del Perú, queremos destacar, desde el punto de vista del discurso y de la estructura, la presencia de algunos aciertos, de este cuento célebre de Ribeyro4.

      El primero es el de haber elegido un convincente narrador autodiegético, en primera persona que cuenta una historia, a la vez, personal, familiar y vecinal, de gran contenido humano y muy verosímil, porque es representativa de la realidad social de Lima, incluso de esta capital que, oficial y formalmente, se dispone a celebrar el Bicentenario de la Independencia (1821-2021), y que no solo no ha sabido ni podido resolver los problemas de vivienda, de tránsito, de violencia, de corrupción, de caos permanente, sino que ha sido desbordada por todas estas y otras plagas y luce más caótica, inhumana, insegura, racista y peligrosa para todos sus habitantes, diseminados en un espacio incomunicado por un pésimo sistema de transporte, que subsiste hasta la actualidad.

      En este contexto, el relato “Al pie del acantilado” conserva su vigencia, porque fue imaginado por un narrador que es, a la vez, protagonista de esta especie de gesta popular de sobrevivencia, y que se muestra como un hombre de acción y de reflexión. En sus más de diez bloques narrativos se exhibe como un persistente e indoblegable constructor de una frágil vivienda para él y sus dos hijos que lo acompañan (Pepe y Toribio) en la dura aventura de la sobrevivencia en un ámbito precario situado entre la costa y el mar. En las fases finales de la lucha para evitar el desalojo de él y de sus vecinos llega a ejercer un importante liderazgo que permita hacer respetar los derechos de estas familias.

      Al lado de esa capacidad de trabajo y de resistencia a las adversidades que debe soportar en su difícil y austera existencia, debemos destacar sus dotes como narrador de su propia historia. En ese sentido, su prosa recurre con frecuencia al auxilio de imágenes poéticas para darle un sentido más figurado y connotativo a su narración5. Es sintomático que el primer párrafo completo sea una muestra lograda y sugestiva del buen manejo de las imágenes, que dotan al relato en su totalidad de un sentido metafórico. Apreciemos su mirada reflexiva y figurativa:

      Nosotros somos como la higuerilla, como esa planta salvaje que brota y se multiplica en los lugares más amargos y escarpados. Véanla cómo crece en el arenal, sobre el canto rodado, en las acequias sin riego, en el desmonte, alrededor de los muladares. Ella no pide favores a nadie, pide tan solo un pedazo de espacio para sobrevivir. No le dan tregua el sol ni la sal de los vientos del mar, la pisan los hombres y los tractores, pero la higuerilla sigue creciendo, propagándose, alimentándose de piedras y de basura. Por eso digo que somos como la higuerilla, nosotros, la gente del pueblo. Allí donde el hombre de la costa encuentra una higuerilla, allí hace su casa porque sabe que allí podrá también él vivir. (Ribeyro, 1994, II, p. 17)

      En este conocido párrafo, Leandro, el narrador, establece una comparación entre dos seres vivos: la higuerilla (que pertenece al reino vegetal) y la gente del pueblo (que pertenece al ámbito humano). Y lo que ambos tienen en común es el ser resistentes ante las dificultades del espacio en que crecen y hacen sus vidas. La higuerilla y la gente del pueblo tan solo piden “un pedazo de espacio para sobrevivir”. Y eso es lo que apreciamos en el relato, al inicio y al final. La primera vez, que es el punto de partida y de desarrollo de la historia, la higuerilla es encontrada “al fondo del barranco, en los viejos baños de Magdalena”. Y la razón por la que Leandro y sus hijos la buscan con apremio es porque están en condición de perseguidos por la ciudad, “como bandidos”. Descubierta esta señal de vida que es la higuerilla, ellos se quedan allí durante siete años, lapso en el cual la existencia es muy dura y sobrevienen algunas desgracias, aunque el grupo alcanza una precaria estabilidad. Al término de ese periodo, otra vez tienen que salir de allí e inician una nueva búsqueda hasta encontrar, una vez más, la “señal de vida” que les permita reiniciar el inestable ciclo vital a que están sometidos por ser marginales, pobres e ignorados por el Estado.

      Cabe agregar que la ocupación del espacio indispensable para levantar una construcción que se asemeje, en lo esencial, a una casa común y corriente la realizaron primero Leandro y sus dos hijos. Con sumo sacrificio y en el lapso de un año, “ya teníamos nuestra casa en el fondo del barranco y ya no nos importaba que allá arriba la ciudad fuera creciendo y se llenara de palacios y de policías. Nosotros habíamos echado raíces sobre la sal” (Ribeyro, 1994, II, p. 18).

      Poco tiempo después llegó Samuel, otro perseguido, y fue recibido por Leandro y sus hijos. Se incorporó y contribuyó con su trabajo a mejorar la vida de todos ellos y a cambio de su aporte no exigía nada, tan solo un poco de comida y “que lo dejaran en paz”. Con la llegada del verano aparecieron personas por los alrededores, pero no venían en búsqueda de un lugar para construir, sino a disfrutar de un baño de mar. En el ir y venir, esos bañistas, después de retirarse de la playa pasaban cerca de la casa de Leandro y al verlo reclamaban que “su playa” estaba sucia y pedían que la limpiara. A Leandro le incomodó el reclamo, pero en cambio le agradó que pensaran que era “su playa”. Y por ello Leandro y Samuel se esforzaron por limpiar y ofrecer algunas comodidades mínimas a los visitantes.

      Y Leandro no cesaba en su propósito de enfrentar todos los obstáculos que descubría, entre ellos, por ejemplo, los fierros que impedían nadar más adentro a los bañistas. Pero el reto de luchar contra esos fierros hasta sacarlos totalmente, lo asumió Pepe, el hijo mayor del narrador, que se pasaba gran parte de su tiempo metido bajo el agua. Esta tenacidad para conseguir su propósito, sin considerar la inconmensurable fuerza del mar, lo llevó a morir ahogado. Y esta fue la tragedia más dolorosa que sufrió Leandro: perdió al hijo que más lo secundaba en el trabajo de cada día. Y tuvo que continuar, sin bajar la guardia.

      Con posterioridad a estos luctuosos hechos, se hicieron presentes los últimos “perseguidos”, es decir, los hombres y mujeres del pueblo que también llegaron para construir sus casas “en la parte alta del barranco”. Leandro los observa y da cuenta del modo desesperado con que levantaron sus precarias viviendas, “con lo que tenían a la mano”. Una vez que estuvieron instalados se estableció una comunicación entre el narrador y algunas mujeres, que como parte de su rutina bajaban a lavar ropa. Por el diálogo que entablan nos enteramos de que han pasado tres años desde que se instaló el grupo familiar pionero, que ahora tiene un miembro menos, por la muerte de Pepe y su padre se lamenta de la soledad en que vive.

      Leandro es, pues, el eje de la historia y del discurso. Es él quien encabeza la lucha por la sobrevivencia, el que lleva a la práctica su labor de constructor y de defensor de la casa y del entorno en el que sobrelleva


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