Julio Ramón Ribeyro. Antonio González Montes

Julio Ramón Ribeyro - Antonio González Montes


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sucesos comienza a plantearse a partir del momento en que nuestro testigo se concentra en mostrar a través de la técnica de la escena lo que ocurre en la noche de aquel mismo día. El hecho central es la celebración de una comida de “fraternidad” en homenaje a Marcos, y a la que han sido invitados “el comandante de la zona y un ecuatoriano que era dueño del ‘Chimborazo’, el bar más grande de Paita” (Ribeyro, 1994, I, p. 234).

      Empero, la atmósfera del relato se torna más compleja pues se produce un contraste entre el ambiente de fiesta y de agasajo y los gritos de los soldados desde el depósito que llegan hasta el lugar donde están los invitados. Esta incómoda situación obliga al dueño de casa a informar que aloja a unos heridos en casa, y dirigiéndose al dueño del “Chimborazo” le reveló que uno era un paisano suyo; el invitado se hizo el desentendido y siguió conversando con los demás.

      El enunciador, una vez más, sigue a su padre con dirección al depósito para presenciar y dar testimonio de los últimos hechos protagonizados por los moribundos. Y es el herido peruano, quien, con sus gestos desesperados y sus deseos de comunicarse con el dueño de casa, tiñe la escena de un dramatismo conmovedor. En efecto, lo que presencian el padre y el hijo son los momentos finales de la vida del peruano herido, quien incluso llega a coger al dueño de casa de la corbata e intenta, vanamente, hacerse entender, como lo señala el narrador: “Sus ojos lo miraban con terror. Sus labios comenzaron a moverse y por ellos salían sus palabras tan amontonadas que parecían formar un canto sin fin” (Ribeyro, 1994, I, p. 234).

      El padre es incapaz de comprender el mensaje porque su propio compatriota se expresa en una lengua, el quechua, en que se comunican los indígenas, pero no todos los mestizos, aunque ambos pertenezcan a un mismo país. La desesperación del dueño de casa es tal que abandona, por un momento, a su interlocutor y vuelve al comedor para averiguar si alguno sabe quechua; solo Marcos contesta algo y ello provoca la burla de todos los demás. Al papá no le queda otra alternativa que regresar al escenario donde están los heridos y su propio hijo, testigo de estos impactantes momentos.

      Lo paradójico de la situación se hace más evidente cuando se constata que el único que entiende el idioma del indígena peruano es el herido ecuatoriano, probablemente también indígena, y quien se convierte en el nexo que permite transmitir los últimos deseos del moribundo. La riqueza y complejidad comunicativa de la escena se intensifica con la presencia de la escritura, pues el padre manda a su hijo a traer papel y lápiz para poder transcribir la traducción del quechua al español que realizará el herido ecuatoriano.

      Empero, la comunicación no se desarrolla con la fluidez esperada, debido a que el mensaje del moribundo es ininteligible y alude a imágenes y recuerdos del campo de batalla, pues se menciona a caballos, soldados y a los propios sufrimientos del agonizante. La traducción y trascripción de este discurso balbuciente se mezcla con voces provenientes del comedor que lanzan “vivas a los patriotas”, pero el padre se mantiene firme en su deseo de seguir hasta el final del mensaje, y así ocurre porque a los pocos minutos se produce el deceso del moribundo.

      El desenlace ha sido tan conmovedor que los testigos del hecho quedan en silencio, el cual es roto por el padre, que observa el papel que escribió, trata de entenderlo, manifiesta su deseo de enviarlo, pero reconoce que ignora quién es el destinatario y hasta duda de la utilidad de remitir un mensaje incomprensible. Ante esta constatación dobla el papel y se lo guarda en el bolsillo. Antes de volver al comedor, el dueño de casa escucha una pregunta incómoda (y que no responde) del herido que acaba de servir de intérprete: “—¿Cuándo me iré de aquí? —preguntó el ecuatoriano—. Este aire me mata, señor. Ya puedo caminar” (Ribeyro, 1994, I, p. 236).

      El sorprendido testigo y su padre, después de haber vivido una experiencia límite (la agonía de un ser humano que dio su vida por la patria y que muere sin poder ser comprendido por los que le rodean), regresan al comedor y el primero de ellos registra algunos detalles que muestran el contraste entre dos situaciones que ocurren en una misma casa: de un lado la muerte de un indígena peruano, y del otro, el ambiente festivo que reina en el comedor con motivo de una celebración que para cualquier ser humano deviene en absurda y chocante.

      Es indudable que “Los moribundos” es un relato de gran valor por razones literarias y extraliterarias. Con respecto a las primeras, habría que destacar la gran maestría en el despliegue de un narrador testigo que es capaz de seguir el desarrollo de una historia muy intensa y compleja, sin perder el equilibrio ni caer en el patetismo. El joven observador siempre está en el lugar preciso para observar y focalizar lo pertinente, pero también es hábil para seguir y mostrar las situaciones de contraste que se presentan en ambientes contiguos.

      Y en cuanto a los méritos que trascienden a lo meramente estético, este relato plantea los nexos que existen entre lo individual y lo colectivo, la paz y la guerra y entre los sectores marginados y los dominantes en las sociedades latinoamericanas. Como en muchos otros relatos, Ribeyro aborda el tema de la muerte de seres humanos concretos, pero en este caso, ella tiene como causa la ocurrencia de una guerra entre dos países vecinos y unidos por muchos vínculos históricos y culturales. Es decir, los soldados son heridos o mueren como consecuencia de un conflicto decidido por los grupos que detentan el poder político y militar en los países que se enfrentan bélicamente.

      Pero la guerra absurda revela que, aunque unos y otros seres humanos estén divididos por razón de su pertenencia a un Estado, pueden resultar unidos por lazos históricos y culturales, como es el caso de los dos heridos que son depositados en la casa del narrador. Es verdad que uno es ecuatoriano y el otro peruano, y los dos comparten el drama de ser víctimas de una conflagración que ellos no han decidido. Además, ambos son indígenas y se comunican en una misma lengua, el quechua, y ello los une más fuertemente que los lazos que derivan de la pertenencia a una mera nacionalidad formal.

      De modo que en “Los moribundos” Ribeyro plantea la situación de los sectores indígenas en países andinos como Perú y Ecuador, pero lo hace a través de la historia dramática de personajes concretos que sufren las consecuencias de la marginación en sus respectivas patrias. El problema de la comunicación está desarrollado con todo detalle y permite ilustrar las diferencias entre el idioma español y el quechua. También se advierte las distancias entre la oralidad y la escritura y la imposibilidad de volcar la una en la otra, lo que origina que el mensaje del moribundo sea ininteligible.

      En un mismo año (1964), Ribeyro publicó dos volúmenes de cuentos: Tres historias sublevantes y Las botellas y los hombres. Al margen de esta coincidencia cronológica, este último volumen, constituido por diez cuentos, se relaciona, por el número de textos, más con los dos primeros libros que se dieron a conocer en 1955 y en 1958. Sobre todo, con respecto al número de cuentos: Los gallinazos sin plumas (ocho textos); Cuentos de circunstancias (diez). En cambio, Tres historias sublevantes, como su nombre lo indica, es un volumen con un terceto de relatos. Por otro lado, en cuanto al significado de los títulos de los libros se produce una suerte de semejanza entre el libro de 1958 y el que apareció en abril de 1964. En los dos títulos se hace referencia a su carácter narrativo, es decir al hecho de que pertenecen a una reconocida especie narrativa breve: el libro de 1958 elige la palabra “cuentos”, y agrega el tipo al que pertenece. El volumen de 1964 alude a la palabra “historias”, que suele funcionar como sinónimo del nombre de la especie que hizo famoso a Ribeyro.

      Pero también las palabras que completan los respectivos títulos agregan sentidos pertinentes, relacionados con la poética del autor, es decir, con la significación particular de dichas palabras. En el primer caso se apela a la expresión “de circunstancias”, que equivale a decir que cada texto recrea una situación, que es, en efecto, algo que caracteriza a la mayoría de los cuentos de Ribeyro. A su vez, el adjetivo “sublevantes” posee una connotación de fuerza, puesto que el verbo “sublevar” alude a “llevar a alguien a la sedición o al motín”, excitar indignación, promover un sentimiento de protesta” (Diccionario de la lengua española, 2014, II, p. 2047).

      Al calificarlas como “sublevantes” se refiere a que dichas historias, por los sucesos que evocan, pueden generar un sentimiento de protesta entre los lectores. Y esa reacción


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