El Círculo Dorado. Fernando S. Osório

El Círculo Dorado - Fernando S. Osório


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gritaba Hugo, su profesor, a todo pulmón desde el fondo de la pista indicándole hacia dónde tenía que girar. Fue inútil. Borja a aquellas alturas tenía tal lío en la cabeza que ya no sabía lo que era derecha, izquierda, arriba o abajo, por lo que siguiendo su particular filosofía paró su caballo, saludó al jurado y salió trotando muy dignamente por donde había entrado.

      Después le tocó el turno a Elisa, que era apoyada desde las gradas por todos sus amigos que la animaban a voz en grito con ímpetu de auténticos ultras futboleros: «¡Elisaaa, Eliiisaaa!» Y fue tal vez por eso, por el apoyo de sus compañeros y porque aquel día pudo controlar sus nervios, que acabó el recorrido con tan solo cuatro puntos de un derribo. La sonrisa de oreja a oreja con la que abandonó la pista lo decía todo: no había felicidad comparable.

      Sandra fue tercera en la prueba con un excelente recorrido que le ganó un gran aplauso de todos los asistentes. Lo cierto es que en los últimos meses había mejorado mucho y sus progresos empezaban a dar fruto en forma de resultados.

      Habían sido muchos los días en los que o bien hacía un montón de puntos o su caballo se paraba y ambos eran eliminados. Aquella mañana las semillas del trabajo y el entrenamiento habían florecido y la vuelta de honor supuso un premio muy especial para caballo y amazona.

      Tras la entrega de trofeos los seis amigos se reunieron en la cafetería tratando de hacerse un sitio como podían entre el barullo de jinetes, público, padres y demás familia que se daban cita siempre en todo concurso.

      –¿Qué tal el recorrido, Borja? –picó Elisa–. Como fue tan rápido no me dio tiempo a verte.

      –Si no tienes ni idea de caballos no es culpa mía. En mi libro, exactamente en el capítulo dos, dice que el domingo es día de descanso y debe ser empleado en el arte de dormir. Simplemente quise acabar pronto para ir a echar una cabezadita al coche.

      –Seguro –continuó Elisa pletórica–, y yo que me lo creo.

      –Escucha una cosa, «doña suertuda», porque lo de hoy fue suerte, eso está claro –Borja, como siempre, había entrado a la pelea rápidamente–. Voy a decirte una cosa: de vez en cuando la suerte es importante. Reconozco que hoy no has montado horriblemente, así que te felicito.

      –¡¡¿Que no he montado horriblemente?!!... –saltó Elisa indignada. Pero Mer, haciendo valer su autoridad, cortó rápidamente el conato de tangana:

      –¡Valeee!, dejaos de decir tonterías y felicitad a Sandra por su gran actuación. Voy a terminar dando la razón a los que dicen aquello de «amores reñidos son los más queridos».

      –¿¿¡¡Amores!!?? Sí, hombre. Ya le tardaba a este –contestó inmediatamente Elisa.

      –Ni de coña, o sea, antes me meto a monje o emigro a una isla desierta –añadió Borja, que no podía ser menos.

      Y es que las alusiones a una posible atracción física entre ellos eran la mejor arma para que ambos cortasen la pelea y cambiasen rápidamente de tema.

      –¿A qué hora quedamos esta tarde para ir a la cueva? –intervino J.R., que desde el día anterior no se había podido quitar de la cabeza el tema de la torre.

      –Mmmm, no sé –contestó Sandra–. ¿Qué tal si nos vemos a las cinco en la plaza? Hoy tengo comilona familiar y voy a necesitar un poco más de tiempo.

      Todos aceptaron la sugerencia y propusieron verse a la hora acordada en la plaza del pueblo. Desde allí y en bicicleta partirían hacia la Cueva de la Calavera donde tendría lugar la ansiada reunión en la que la Torre del Cuervo sería la máxima protagonista.

      Los asuntos del Círculo siempre se discutían entre todos y se sometían a votación por que el proceso en sí les divertía y otorgaba un toque de seriedad a sus «asambleas».

      En aquel caso todos sabían que la votación iba a ser un simple trámite y que aprobarían por unanimidad el meterse de lleno en la mayor aventura que habían vivido hasta el momento.

      A las cinco en punto estaban todos en el lugar de la cita. Bueno, para ser exactos, todos menos uno, ya que Borja llegó diez minutos tarde. Antes de que abriese la boca para disculparse y contarles alguna de sus historias, Diego se adelantó a sus palabras:

      –Ya lo sabemos Borja. Tu libro dice que «las prisas son veneno y que un buen jinete se toma la vida con calma». Pero que conste que la próxima vez que te retrases no te esperaremos; a ver si aprendes de una vez a ser puntual.

      –Bueno, bueno, vosotros mismos. Encima que os doy buenos consejos...

      Mercedes y Elisa se abstuvieron de intervenir en lo que, conociendo la retórica de Borja, podía convertirse en una discusión interminable y tomaron la iniciativa subiéndose en sus bicis y comenzando a pedalear sin mirar atrás, ansiosas por llegar a su destino y poder empezar la reunión. Como era de esperar, el resto del grupo se les unió de inmediato y al igual que un pequeño pelotón ciclista, abandonaron el pueblo en dirección a la Cueva de la Calavera.

      El paseo fue muy tranquilo. En las tardes de verano era difícil encontrar a nadie por aquellos parajes. El calor apretaba y la gente prefería, o bien quedarse en casa con el aire acondicionado a toda mecha, o ir a remojarse a la piscina municipal.

      A un kilómetro aproximadamente de la cueva, y al igual que hacían siempre por motivos de seguridad, pusieron en marcha la maniobra de aproximación a su escondite, que consistía en desviarse de la carretera siguiendo un pequeño camino que transcurría pegado al sombrío cauce del río. Aquella era una ruta muy bonita pues los árboles, no solo traían algo de frescor, sino que con la luz de la tarde creaban un hermoso juego de claros y sombras por el que resultaba muy agradable transitar.

      Cuando divisaron las rocas bajo las cuales se ocultaba su guarida secreta se bajaron de las bicis deteniéndose en silencio unos instantes con el objeto de detectar cualquier ruido o señal que delatase la presencia de extraños. Era una medida de seguridad obligatoria que cada miembro del grupo debía realizar cuando se acercaba a su escondite.

      Tras comprobar que estaban solos escondieron las bicis tras unos matorrales al pie de la ladera que conducía a su destino. Allí quedaban ocultas a la perfección, siendo prácticamente imposible identificarlas por cualquier excursionista o curioso que transitase por la zona.

      A continuación, los seis miembros del Círculo comenzaron a ascender por el peñasco siguiendo el camino camuflado de vegetación que llevaba a la cueva. Lo hacían en fila india puesto que la senda era estrecha y tenían que ir con cuidado de no tropezar.

      Cuando estaban justo encima de su objetivo, Diego y J.R. quitaron las ramas que ocultaban la entrada y, tras retirar el tablón de madera, la pandilla al completo fue poco a poco deslizándose hasta el interior siendo recibidos por un placentero frescor que, como siempre sucedía en aquella época del año, los protegía de los rigores del verano.

      La luz se filtraba bien hasta el interior por lo que no tuvieron que encender las lámparas de gas que reservaban para las tardes de invierno y procedieran inmediatamente a ocupar el lugar que cada uno tenía reservado en su particular mesa redonda.

      En cada uno de los sitios Borja había ido grabando el nombre de los miembros del Círculo así como el símbolo que los representaba. Desde el centro de la mesa la calavera los observaba con ojos vacíos, satisfecha tal vez de que alguien la acompañase en su eterna soledad.

      –Uno de los objetivos principales del Círculo Dorado es luchar contra aquellos que maltratan a los caballos, aunque de vez en cuando, como es el caso de esta tarde, tenemos que encargarnos de otros asuntos –comenzó Diego, solemne tras dar un buen trago a uno de los refrescos que habían comprado a la salida del pueblo. El eco de la cueva daba a su voz un aire serio y ceremonial que contribuía en gran manera a crear el ambiente de misterio que todos buscaban.

      –Este ha visto demasiadas películas –murmuró Borja a Juan Ramón, que no pudo reprimir una carcajada.

      –¡Shhh! –lo silenciaron al instante el resto de participantes. Aquella era una reunión muy importante y en la medida


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