El Círculo Dorado. Fernando S. Osório

El Círculo Dorado - Fernando S. Osório


Скачать книгу
a mi lujosa mansión. Pero, ¡oh sorpresa!, mi mayordomo tendrá la orden de echarte de una buena patada en el culo.

      –¿Ah, sí? ¿Sabes dónde puedes meterte tus millones, tu mayordomo y tu mansión?

      –¡Chicos!, haya paz –cortó Mercedes, conciliadora, antes de que la cosa fuese a mayores–, que siempre empezáis en broma y acabáis como el perro y el gato.

      –Una cosa –atajó Diego, que sabía como nadie distraer la atención para cortar tensiones–, ahora que estamos todos juntos quería aprovechar para comentaros algo: ¿os ha llegado algún rumor últimamente sobre la Torre del Cuervo?

      –¿La Torre del Cuervo? –preguntó J.R. extrañado–. Ahí no vive nadie desde hace un montón de siglos, ¿a qué te refieres?

      –A cosas –respondió Diego enigmático–, cosas muy malas.

      –¿Qué pasa con la torre? –Sandra, que hasta ese momento iba la última del grupo, hizo trotar a su caballo para situarse en cabeza al lado de Diego. Aquel tipo de historias le encantaban y parecía tener un radar que las detectaba en cuanto alguien las sacaba a colación.

      –No sé si decíroslo –respondió Diego haciéndose de rogar–, es algo bastante fuerte.

      –Venga, Diego –intervino Mer–, no te hagas el interesante que todos sabemos que vas a contárnoslo.

      –Está bien, listilla –asintió Diego con fingida seriedad–. Pero si después de escucharlo no os atrevéis a apagar la luz durante una buena temporada, no vengáis con reclamaciones. Vosotros lo habéis querido.

      –Vale, «papi» –dijo Mer–, ya nos has avisado y estamos muertos de miedo. Ahora, ¿querrías por favor decirnos de una vez qué narices está pasando?

      El chaval no respondió de inmediato. Dejó transcurrir unos instantes para aumentar la intriga y a continuación hizo detenerse a Duende para que sus amigos lo rodeasen y pudiesen escuchar bien la historia que tenía que contarles.

      El camino por el que circulaban estaba cerrado al tráfico, lo cual les permitía descuidar las precauciones de seguridad, aunque en circunstancias normales todos eran conscientes de que había que respetarlas cuando se sale de paseo.

      –Hace tres días estaba en la cama y no podía dormir, por lo que me levanté para ir a beber un vaso de agua –arrancó al fin el niño–. Mi padre y mi abuela estaban hablando en la cocina y por su tono de voz deduje que era sobre algo que no querían que oyera.

      –Toda una provocación ¿no? –dijo Sandra sonriendo.

      –Efectivamente –contestó Diego guiñando un ojo a su amiga.

      –En fin, que aplicando mis técnicas «ninja», me acerqué sin hacer ruido hasta un lugar en el que podía escuchar la conversación sin ser visto –Diego respiró hondo como tomando fuerzas para continuar–. Después de unos minutos empecé a arrepentirme de lo que había hecho ya que supe que no iba a poder pegar ojo en toda la noche.

      –Diego, por favor, corta el rollo y vete al grano. Estoy empezando a ponerme nerviosa –dijo Mer que de repente había recuperado sin darse cuenta su antiguo vicio de morderse las uñas.

      –Tranquila, impaciente. Las buenas historias siempre llevan su tiempo y hay que contarlas como es debido –Mercedes lo miró con cara de pocos amigos y el chaval decidió no forzar su suerte–. En fin, lo que pude oír es que la torre vuelve a ser noticia porque parece ser que desde hace unas semanas se han visto luces en su interior.

      –¿Se han visto luces? –interrumpió Borja, que escuchaba con un cierto escepticismo sin saber aún si su mejor amigo hablaba en serio–. ¿Quién las ha visto?

      –Mi tía de Albacete, ¡no te joroba! –respondió Diego un tanto quemado con tanta interrupción–. ¡Pues vecinos de la zona, quién va a ser!

      –Pero cómo, cuándo, o sea… –preguntó Juan con los ojos muy abiertos viendo como las palabras parecían atragantarse en su garganta sin poder salir de manera coherente–, quiero decir… y ¿qué hicieron?

      –Denunciarlo a la Guardia Civil.

      –¿Y? –lo apremió Juan impaciente.

      –Pues que allí pasaron del tema un montón. O sea que un poco más y se ríen de ellos a la cara. Ya sabéis que este tipo de historias no tienen muy buena fama pues la mayoría de las veces son movidas falsas que se inventa la gente para salir en la tele o en los periódicos.

      –Seguro que la CIA está detrás de esto –intervino Borja muy serio y con total convencimiento–, como si lo viese.

      –Vale Borja, no flipes que la historia no va por ahí –lo cortó Diego a duras penas aguantando la risa. Conocía a la perfección la mente calenturienta de su amigo y sabía que si se le daba pie era capaz de crear en segundos una trama de espionaje internacional donde posiblemente no había más que una anécdota sin importancia y perfectamente explicable–. Bueno, la cosa es que después de varios avistamientos…

      –¿Varios avistamientos? –ahora fue Elisa la que interrumpió–, o sea, que ha pasado más de una vez.

      –Tú lo has dicho Eli, por lo que se ve unas cuantas

      veces –contestó Diego con aires de importancia y muy satisfecho de ser el portador de aquella exclusiva que parecía despertar tanto interés–. Pues bien, un grupo de vecinos, hartos de tantos rumores, lucecitas misteriosas y cuentos de brujas, decidieron formar una especie de patrulla e ir a comprobar personalmente lo que estaba pasando. Así que esperaron una noche sin luna, pillaron el todoterreno del Emilio y se plantaron en la torre.

      –Diego, por favor, no seas paleto –intervino Mer–, se dice Emilio a secas. No «el Emilio».

      –¡¡¡¿Podré acabar de contar la maldita historia?!!! –gritó Diego fuera de sí, ya que si había algo que le reventaba era que lo interrumpiesen constantemente en medio de un relato.

      –Perdón –se disculpó Mercedes aguantando a duras penas la risa–. Sigue, por favor.

      –Está bien –Diego hizo una pequeña pausa para recrear la tensión perdida y continuó con la narración–. Como no querían arriesgarse demasiado, no entraron directamente en la torre sino que decidieron ocultarse y observar de lejos durante un rato para asegurarse de que no había peligro. Hasta las once y media de la noche todo fue perfectamente: ni un sonido, ni un movimiento, ni por supuesto, ninguna de aquellas luces misteriosas hasta que…

      –Hasta que, ¡¿qué?! –apremió J.R. al que tanta intriga le estaba empezando a crear una extraña sensación en el estómago.

      –Hasta que a las once y media todo cambió... –contestó Diego para, a continuación y dejando que en un gesto teatral su vista se perdiese en algún punto indeterminado del bello paisaje, volver a quedar en silencio. Un grito unánime de impaciencia lo devolvió a la realidad:

      –¡Sigue, por favor! –gritaron todos a coro. Diego había conseguido su objetivo: lograr intrigar a su auditorio y que deseasen impacientes escuchar el final de la historia.

      –Está bien –continuó el niño tomándose su tiempo y vengándose de esta manera por las continuas interrupciones que había sufrido–. Como os decía, a las once y media aproximadamente, unas misteriosas luces comenzaron a alumbrar el interior de la torre. Según dijeron no eran muy grandes y tan pronto quedaban quietas como se movían de un lado a otro. Muy extraño. Lo cierto es que los miembros de la «patrulla» no sabían qué hacer: correr a la Policía o acudir a investigar ellos mismos.

      –¿Investigar ellos mismos? –intervino Mercedes–. ¡Eso es tener narices!, sí señor. Si me pasa a mí no paro de correr hasta llegar a Australia.

      –Ya te digo –corroboró Borja mirando a su amiga de manera burlona–. Aunque dudo mucho de que pudieses correr hasta Australia ya que, por si no lo sabes, es una isla. En todo caso nadarías ¡so burra! –añadió el niño vengándose


Скачать книгу