El Círculo Dorado. Fernando S. Osório

El Círculo Dorado - Fernando S. Osório


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Geografía de alguien que no tiene claro ni dónde está Francia.

      –¿Os interesa el final de la historia o preferís quedaros con la intriga? –preguntó Diego alzando la voz al ver que su protagonismo de intrépido investigador amenazaba con esfumarse de nuevo.

      –Sigue, Diego –le dijo Borja mirando a Mercedes desafiante–, solo intentaba poner a «esta» en su sitio.

      –Lo sé. Gracias, colega –contestó Diego con una sonrisa–. Pues bien, como os decía, había dos opciones: ir a la Policía o investigarlo ellos mismos.

      –Y lo que hicieron fue… –apremió J.R., que quería llegar cuanto antes al fondo de aquella extraña historia.

      –Bueno, Juan, aunque parezca increíble se decidieron por lo segundo.

      –¡Alucino! –dijo Juan realmente admirado.

      –Pues sí, por lo que escuché tenían miedo de que las luces ya no estuviesen cuando regresasen con la Guardia Civil así que, con un par de narices, «el Emilio» y sus amigos

      –Diego miró a Mer desafiándola a que volviese a corregirle, pero esta vez su amiga no dijo ni mu– salieron del coche sigilosamente y caminaron hasta la torre. Pero cuando tan solo les separaban unos cincuenta metros de su objetivo… sucedió.

      –¿Qué sucedió? –preguntó Elisa con los ojos muy abiertos.

      –Sucedió que escucharon un alarido que pondría los pelos de punta al más valiente. Según explicaron más tarde en comisaría era un grito horrible, algo que en su vida habían oído y que estaban convencidos de que no era humano.

      –Mi madre –intervino Sandra–, es como una peli de terror.

      –Lo sé –asintió Diego–. Como es lógico, después de oír aquello se piraron a toda mecha y no pararon hasta llegar al pueblo.

      El niño terminó su relato y miró a su alrededor para observar qué efecto habían causado sus palabras. El éxito de la narración no podía haber sido mayor ya que cinco caras lo miraban embobadas con una mezcla en sus rostros de asombro y una pizca de miedo.

      Al final fue Mercedes la que rompió el silencio:

      –¿No te estarás quedando con nosotros, verdad? –fue lo único que se le ocurrió. Diego la miró indignado. Los asuntos del Círculo eran sagrados y jamás bromearía con una historia semejante. Mer se dio cuenta al instante de su error.

      –Perdona Diego, es que he quedado tan alucinada que no supe qué decir.

      –Yo si sé qué decir –dijo rápidamente Sandra con la emoción pintada en sus pupilas–, este es el caso que hemos esperado desde que nos conocemos, o sea «la gran aventura», o sea nuestra oportunidad, o sea, ¿cuándo vamos?

      –¿Cómo que cuándo vamos? –atajó rápidamente J.R. al que todo aquello de castillos solitarios, excursiones nocturnas y gritos desgarradores no le convencía en exceso–. Primero habrá que investigar un poco, comprobar si todo esto es realmente cierto, organizar un buen plan, etc. etc. ¡La seguridad ante todo!

      –Hombre J.R., no me digas que tienes miedo –lo provocó Borja que no dejaba pasar una. Pero la voz de Elisa le cortó casi de inmediato:

      –Habló el valiente. ¿Cómo te atreves a meterte con Juan si tú aún estás pálido de terror?

      –¿Terror yo?, pues será de pensar que aún tengo que aguantarte en el camino de vuelta, porque por otra cosa...

      –Escuchad –cortó Diego–, Sandra tiene razón. Es verdad que toda este rollo de la torre es la aventura que estábamos esperando y que, por supuesto, no podemos dejarla pasar pero...

      –No me gusta ese «pero» –interrumpió Sandra impaciente.

      –Pero por otro lado J.R. también está en lo cierto: aquí parece haber un peligro real, por lo que tendremos que planear hasta el más mínimo detalle antes de dar un solo paso.

      –Lo que yo creo –intervino Mer haciendo un gesto para que todos bajasen el tono–, es que este no es el lugar más indicado para hablar de ciertos temas.

      Sus amigos asintieron. Se habían dejado llevar por la emoción y estaban hablando a voz en grito en medio de un camino sin saber si alguien les estaba escuchando.

      –Propongo que mañana –continuó–, después del concurso, nos veamos en la cueva. Allí podremos hablar de lo que nos dé la gana con total libertad y sin que nadie nos moleste.

      –Buena idea, Mer –intervino Elisa–. La verdad es que quizás nos estábamos precipitando un poco.

      –Una última cosa –dijo Mercedes mirando a Sandra–, os recuerdo que aquí tenemos a toda una experta en temas macabros.

      Sandra se subió sobre los estribos saludando muy seria a su público. De todos era conocida su afición por los relatos de misterio y terror, y si sus conocimientos sobre el tema iban a ser de ayuda al grupo, estaría encantada de compartirlos.

      –San, me gustaría que mañana nos contases con detalle la leyenda de la Torre del Cuervo –continuó Mer–. Si al final vamos a ir necesitaremos toda la información posible y no creo que haya más y mejor documentación en toda Fuentevieja que en tu habitación. ¿Me equivoco?

      –Tienes razón –admitió Sandra divertida por lo bien que la conocía su amiga–. Estaba segura de que algún día mis gustos «macabros», como soléis llamarlos, iban a ser de alguna utilidad.

      –No se hable más entonces –concluyó Mercedes–. Ahora volvamos a Los Alazanes antes de que empiecen a preocuparse y mañana, ¡manos a la obra!, ¿de acuerdo?

      –¡De acuerdo! –contestaron al unísono con la emoción pintada en sus rostros.

      Y así, tras aquel relato tan interesante y prometedor, los seis aventureros prosiguieron el paseo entre un alegre guirigay que debía de oírse desde el pueblo. Todos estaban excitados con aquella aventura. Una aventura que prometía innumerables emociones, intriga acción (y mucho más peligro del que se esperaban).

      III. Reunión en la cueva

      Sandra, Elisa y Borja despertaron muy pronto la mañana del domingo. Era día de concurso en Los Alazanes y en aquellas ocasiones los nervios eran algo inevitable por lo que en sus casas ya nadie se sorprendía cuando a las siete y media los madrugadores jinetes ya estaban en pie camino de la ducha.

      Elisa era la que más nerviosa se ponía así que para relajarse trataba de pensar en lo que siempre le repetía su entrenador: «Un concurso no significa nada. Lo importante es hacerlo lo mejor posible y sobre todo disfrutar. Los éxitos llegarán con el tiempo».

      Ella sabía que tenía razón pero no le consolaba cuando acababa eliminada o sufría una caída. Cada competición era un examen que pasaba ante sí misma, un examen que Pussycat y ella debían aprobar.

      Pero… un momento de nuevo, amigos lectores. Siento las molestias pero creo que hay que volver a apretar el botón de «STOP» en esta historia. Estáis oyendo hablar de Albán, Duende o Pussycat como si tal cosa y me acabo de dar cuenta de que todavía no conocéis a los caballos que montan nuestros amigos y que son una parte importantísima, tanto en sus vidas como en las actividades del Círculo Dorado. Fallo enorme que hay que corregir de inmediato. Hagamos pues una presentación rápida antes de proseguir, ¿os parece?

      Como ya sabéis, el caballo de Borja se llama Albán, un «silla francés» con el que está perfectamente compenetrado. Es un veterano caballo blanco (o tordo, en términos ecuestres) que se sabe todos los trucos para llevarse de calle una prueba, por lo que Borja se aprovecha a veces de su gran experiencia para relajarse y trabajar un poco menos de lo que debería. Sus profesores, no obstante, lo conocen a la perfección así que no le quitan ojo durante las clases, obligándolo a esforzarse al mismo nivel que sus compañeros.

      El caballo de Sandra se llama Salvaje, y a pesar de su nombre, es noble y tranquilo, tanto, que cada


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