El Círculo Dorado. Fernando S. Osório

El Círculo Dorado - Fernando S. Osório


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en el benjamín del grupo y que no tardaría en ganárselos a todos gracias a su permanente sonrisa, a su predisposición y, sobretodo, a un grandísimo corazón siempre dispuesto a ayudar al que lo necesitase. Con él, las puertas quedaban definitivamente cerradas, ya que tanto Diego como Borja no querían que el Círculo creciese en exceso pues esto comprometería seriamente las posibilidades de mantener el anonimato. Además, como dijo Sandra en un momento de inspiración, con la incorporación de Juan Ramón el equipo estaría formado por tres hombres y tres mujeres, con lo que la relación de poder quedaba perfectamente equilibrada haciendo bueno el espíritu de su nombre y emblema.

      Siguiendo el plan original de los dos socios fundadores, el grupo había sido seleccionado cuidadosamente y todos los elegidos habían aceptado entusiasmados. Pero, claro, con decir «sí» no bastaba. Eso, en opinión de Diego hubiese sido demasiado simple y aburrido (o «cutre», en palabras de Borja), por lo que el convertirse en miembro de pleno derecho del Círculo Dorado pasaba por un último pero importante detalle: prestar un solemne juramento que los uniría a él de por vida. Todos lo habían realizado, y tal vez debido a su teatral escenificación se había convertido en uno de esos momentos mágicos y emocionantes que jamás se olvidan.

      El juramento, escrito en un pergamino y sellado con una gota de sangre del nuevo miembro, decía y dice así:

      «Yo (a continuación el aspirante deberá pronunciar su nombre de manera solemne) juro lealtad a mis compañeros, ayudándolos y apoyándolos en todo lo que necesiten, así como mantener en secreto mi pertenencia al Círculo Dorado.

      Juro proteger a los animales, denunciando y enfrentándome, si es necesario, a aquellos que no lo hagan allí donde se encuentren.

      Juro tratar a mi caballo igual que a un amigo, atendiéndolo y cuidándolo como se merece.

      Juro no mirar nunca para otro lado, porque todos somos alguien y YO soy alguien.

      Que este juramento haga más fuerte al Círculo Dorado y que la calavera venga a buscarme si falto a mi palabra…»

      Lo sé. No hace falta que digáis nada. Sé que a estas alturas os estaréis preguntando qué significa eso de «la calavera». Pues bien, no le deis muchas vueltas al tema ya que no es ningún acertijo con un significado oculto para que os rompáis la cabeza o un misterio accesible solamente a los integrantes del grupo. No. La famosa calavera no es ni más ni menos que lo que su nombre indica: ¡una calavera! Tan sencillo como eso, o sea, un antiguo y auténtico cráneo humano donado generosamente por la hermana mayor de Sandra (que estudiaba Medicina y siempre tenía la casa llena de cráneos, huesos y otras porquerías que su madre a menudo amenazaba con arrojar por la ventana) que se convirtió en una pieza fundamental en el ritual de la ceremonia de entrada al tener que realizarse el juramento con una mano puesta sobre ella.

      Lo cierto es que todos le tenían un poco de respeto a aquella reliquia que de alguna extraña manera parecía observarlos atentamente con sus ojos vacíos e infinitos. Pero ese toque un tanto macabro era precisamente lo que le daba su valor: el de ser un complemento indispensable para ambientar a la perfección la ceremonia de iniciación con un aire de solemnidad.

      La importancia de la calavera como símbolo llegó a ser tal que acabó cediendo su nombre al lugar secreto elegido por la pandilla como punto de encuentro: «la Cueva de la Calavera», un rincón alejado del pueblo y perfectamente escondido entre los peñascos de una garganta situada a escasos metros del río Negro; un paraje de difícil acceso al que, tal vez por esa razón, los turistas y el progreso no habían contaminado aún con su presencia.

      La cueva había sido descubierta casualmente por Juan Ramón una tarde de verano cuando, tras uno de aquellos largos paseos en bici que tanto le gustaban, se había alejado en exceso llegando hasta la misma orilla del río. El chaval se había comprado la tarde anterior una nueva cometa que prometía grandes emociones y, una vez allí, consideró que aquel lugar era tan bueno como cualquier otro para hacerle una primera prueba. Así que, ni corto ni perezoso, extrajo de la mochila su nueva adquisición dispuesto a demostrarle al mundo sus dotes de piloto acrobático.

      Pero con lo que J.R. no contaba era con que aquel día el viento soplaba demasiado fuerte y así, antes de darse cuenta, el artefacto de tela se le escapó de las manos, volando sin control y haciendo todo tipo de cabriolas para acabar estrellándose después de unos minutos entre los matojos de una de las cercanas colinas.

      El muchacho, cuyo amor propio era una de sus grandes cualidades, no estaba dispuesto a volver al pueblo con las manos vacías exponiéndose a las burlas de sus amigos, por lo que, tras permanecer boquiabierto los instantes de rigor que siempre conlleva un desastre de esa magnitud, analizó la situación fríamente optando por la única solución que tenía si quería recuperar su cometa: echarle ganas y valor, y escalar la empinada pared de roca que se erguía desafiante ante él.

      La hazaña resultó ser más asequible de lo que parecía y así, tras unos minutos de ascensión, se encontraba ya a escasos metros de su preciado objetivo.

      Fue en ese momento cuando el escalador hizo un sorprendente descubrimiento: completamente invisible desde abajo discurría una especie de senda que conducía hasta lo alto de la colina.

      Juan, con el ánimo de un intrépido explorador, no se lo pensó dos veces y decidió recorrer el camino oculto dispuesto a comprobar si realmente llegaba hasta la cima. Y como el azar es a menudo padrino de los grandes eventos, nuestro amigo acabó encontrándose fortuitamente con algo que marcaría para siempre el futuro del Círculo y sus actividades.

      Y es que, con la cometa bien aprisionada bajo el brazo para que no volviese a jugársela y la mirada puesta en su objetivo (que en su mente era equiparable a una ascensión al Everest o al K2), el chaval se distrajo y quitó por un momento la vista del camino pisando en el lugar equivocado. Sin tan siquiera poder pensar en lo que estaba sucediendo el suelo se hundió literalmente bajo sus pies siendo engullido por la montaña.

      J.R., que no había visto el estrecho agujero que parecía haber estado aguardándolo camuflado como un depredador entre los claros y sombras que lo acompañaban en su escalada, no tuvo ni tiempo de procesar la información de lo que había sucedido y en un abrir y cerrar de ojos se encontró sentado (y un tanto magullado) en una galería que, a primera vista y tras recuperarse del aturdimiento producido por el golpe, parecía conducir al interior de la montaña.

      Tras comprobar que no estaba herido y que la salida de aquella pequeña trampa no presentaba mayor problema (solo tenía que subir un par de metros por una especie de escalera natural) decidió encender la linterna que siempre llevaba en la mochila e investigar a dónde conducía aquel pasadizo.

      La respuesta fue más rápida de lo que esperaba ya que, tan solo a unos metros de donde se hallaba, el camino acababa muriendo en una cueva de unos cincuenta metros cuadrados.

      El lugar no parecía presentar ninguna clase de peligro y el techo, que Juan iluminó con su linterna en busca de murciélagos o cualquier sorpresa desagradable, era lo suficientemente alto como para que la sensación no fuese agobiante o claustrofóbica.

      Con la situación bajo control Juan Ramón no pudo evitar un grito de alegría ante el fortuito descubrimiento porque aunque así, a bote pronto, no podía pensar en ninguna utilidad práctica para su hallazgo, algo le decía en su interior que el lugar que contemplaba con el orgullo de un improvisado Indiana Jones de una u otra manera, iba a ser de gran provecho para los intereses del Círculo Dorado.

      Tras disimular bien la entrada con ramas y arbustos J.R. voló hacia el pueblo como alma que lleva el diablo dispuesto a contar a sus amigos el fenomenal descubrimiento. Albergaba la esperanza de que la noticia, de ser tomada en serio, se convertiría en un gran punto a su favor como nuevo miembro pudiendo incluso ayudarlo a deshacerse de una vez por todas del apodo de «novato» con el que a veces sus compañeros lo provocaban cariñosamente.

      Afortunadamente para Juan, la reacción de sus amigos superó con creces las expectativas. Tal fue el revuelo causado por la noticia que al día siguiente la pandilla al completo contemplaba con ojos de asombro lo que a partir de ese momento se convertiría en su guarida secreta. Aquella cueva, cuya existencia posiblemente nadie conocía,


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