De la Oscuridad a la Luz. Marino Sr. Restrepo
adolescencia llena de actividades en el campo y en el pueblo, de una grata vida de escuela elemental y primeros años de enseñanza secundaria. Soy el sexto hijo de diez hermanos y el primer varón que sobrevivió. Los primeros dos varones murieron a muy temprana edad. Quedamos tres hombres y cuatro mujeres. Mis abuelos, tanto paternos como maternos, fueron dos patriarcas que poseyeron una buena extensión de sembrados de café y gozaron del respeto y admiración de todos, al mismo tiempo que ejercieron poderes políticos y sociales, los cuales me proporcionaron la vida que llevé en el pueblo, llena de apoyo, oportunidades y protección.
Mi vida en la Iglesia fue abundante y permanente. Era el trompeta mayor de la banda de mi escuela y, por lo tanto, tenía que participar en todas las procesiones en Semana Santa. Podría decir que esta experiencia fue la más dramática de todas. El pueblo está construido sobre el pico de una montaña, y tenía dos calles principales que lo atravesaban. Las calles transversales, en
esa época, eran de piedra y parecían más bien abismos aunque a sus lados se veían las filas de casas que llegaban hasta los pies de la montaña. Pasear con toda la cantidad de santos que desfilaban en las procesiones era una odisea.
Estos eran cargados por varios hombres, pues eran estatuas de gran tamaño y peso, traídas desde España, la mayoría desde la época de la colonia. Siempre que la procesión tomaba una de esas calles o abismos empedrados, parecía que se iban a precipitar pero nunca ocurrió una calamidad, por lo menos durante el tiempo que yo estuve. Las prostitutas del pueblo cerraban los prostíbulos durante toda la semana y participaban en cada procesión, recorriendo las calles de rodillas y llorando a mares sus pecados, para volver a su prostíbulo el lunes de pascua y reanudar sus actividades, como quien ha pagado una deuda y ya puede pedir otro préstamo. El resto de la gente del pueblo no lo hacía muy diferente, pues sus vidas después de Semana Santa no mejoraban espiritualmente a excepción de aquellos que siempre le eran leales a Dios. Podría decir que crecí en una religiosidad católica, que ya empezaba a dar señales de decadencia y que nos llevó, a muchos, al abismo del desierto espiritual en que se encuentra nuestra Iglesia hoy.
En medio de estas contradicciones religiosas, me formé una vida espiritual que también tenía su buena dosis de superstición, herencia de los españoles y los nativos de la región. No creo que mi caso fuera muy diferente al de gran parte de nuestra cultura cristiano-latina. A pesar de todo esto, mi vida se desenvolvió en medio de un ambiente de familia y de camaradería con un numeroso grupo de jóvenes de mi generación, quienes teníamos una vida muy cercana entre todos, por aquello de ser un pueblo pequeño, donde todo el mundo se conocía. Este ambiente contribuyó a que gozara de cierta fortaleza de carácter que fue una buena herramienta durante mi vida en el mundo. Así que antes de cumplir los 15 años me fui para Bogotá, la capital de Colombia, donde viví 5 años. A los 20 años de edad me casé y me fui a vivir a Hamburgo, Alemania, por seis años. De allí me trasladé a los Estados Unidos donde viví 24 años.
Todos estos años, después de dejar mi pueblo natal, fueron marcados por una temprana ruptura con todas las raíces de familia, Iglesia y valores. Uno o dos años antes de partir de mi pueblo, ya se oían los ecos de una revolución en la juventud del mundo, que llegaba de Estados Unidos e Inglaterra. Elvis Presley y los Beatles empezaban a escucharse en todos los lugares, hasta en los más distantes como mi pueblo, Anserma. Los medios de comunicación eran muy limitados en ese entonces. En Colombia tan sólo había un canal de televisión y era un monopolio del Estado y su maquinaria política; sin embargo, la histeria que se empezaba a gestar alrededor de estos nuevos ídolos era algo que contaminaba a toda la juventud. Razón por la cual mi primera gran meta fue la de aprender inglés, que logré muy rápidamente en Bogotá, cuando me trasladé de la casa de mi tío, donde habitaba desde mi llegada a esa ciudad, a una residencia de una comunidad estadounidense que se llamaba YMCA (Asociación Cristiana de Jóvenes). Sólo años después de haberme ido de esta residencia me enteré que ellos formaban parte de una iglesia protestante. Fue allí donde aprendí a interpretar lo que estos misteriosos y poderosos ídolos estaban cantando. Allí tuve la oportunidad de conocer muchos estudiantes estadounidenses que venían en intercambio estudiantil. No pasaron dos años, cuando todo empezó a tomar otro color. Los estudiantes que llegaban ya no eran aquellos muchachos y muchachas, limpios y sanos, amantes de Cristo y de la Iglesia, sino jóvenes de pelo largo, con ropas descuidadas, de colores sicodélicos y una actitud como nunca había visto. Detrás de todo esto venía el espíritu de los años sesenta que ofrecía una total “liberación” de lo que llamaban ellos “el establecimiento”. Yo no comprendía mucho el sentido de este movimiento, pero en mi espíritu de provinciano me parecía muy atractivo ese mundo tan raro y poco convencional que veía en ellos. Poco a poco, y debido a mi primera aventura romántica con una estadounidense, se me empezó a mostrar el secreto que acompañaba esta actitud nueva, este rechazo al “establecimiento” y se me reveló la presencia de la marihuana. Esta noviecita me invitó a fumarla un día y en medio de esta increíble y extraña sensación que me produjo, me empezó a contar cómo la juventud era la salvación del mundo, que los adultos habían corrompido el planeta y nosotros teníamos que salvarlo, que la guerra de Vietnam tenía que acabar, que la paz y el amor eran el único camino.
Mientras ella me hablaba, en sus bellos ojos azules vislumbraba el paraíso prometido, jamás soñado en la más increíble fábula. Todo era tan hermoso, visto bajo el efecto de esa hierba. Por la belleza de mi compañera y la historia misionera que me compartía, pronto me sentí como si hubiese sido invitado a formar parte de una gran legión de ángeles que iban a salvar la tierra. Cuando salía por las calles de Bogotá de la mano de esta “mensajera del cielo”, me sentía como si caminara en una nube de felicidad. No me daba cuenta de que nadie a nuestro alrededor estaba cerca de vislumbrar lo que llevábamos en el corazón y mucho menos de la alucinación que embargaba nuestra cabeza con tanta marihuana. Generalmente, éramos seis o siete, entre muchachos y muchachas, los que andábamos juntos. El único colombiano era yo. Ellos pagaban todos mis gastos. Yo no tenía el dinero para sostener el tren de vida que llevaban ellos. La hierba nos daba mucha hambre y por eso comer era algo que hacíamos con frecuencia. Alquilaban carros y nos íbamos a diferentes lugares de Colombia a acampar, sobre todo a los sitios que tuvieran “magia”, como los parques arqueológicos precolombinos.
Este primer grupo de “ángeles mensajeros” estuvo en Colombia por tres meses, los cuales, por aquello del intenso romance, la permanente alucinación con marihuana y la cantidad de viajes, se me pasaron como si fueran un día. Además, se hablaba del amor libre. Nunca antes había tenido una novia con la que hubiese tenido relaciones sexuales. Pero la estadounidense no sólo me enseñó todo lo relacionado con el sexo, también me inició en una actividad que no se calmó hasta que encontré al Señor, a los 47 años. El día que iban a partir, me di cuenta de que algo terrible iba a pasar. ¿Qué iba a ser de mí sin ellos? Entonces les dije: “Yo me voy con ustedes”. Todos se pusieron felices, especialmente Dona, mi novia. Sacamos mi pasaporte con mucha rapidez y nos dirigimos a la Embajada de Estados Unidos a solicitar mi visa. Nunca había estado en un consulado y no tenía ni idea de qué se trataba; además, como iba con los “salvadores del mundo”, no me preocupaba de nada. Cual sería la sorpresa que me llevé cuando me di cuenta que “mis salvadores” eran vistos como los más terribles criminales por su propia gente. Una mujer formalmente vestida y del mismo aspecto de las mujeres que conocí en la YMCA, donde me enseñaron inglés y amaban a Cristo, me llevó a solas a una oficina y me preguntó si alguno de estos jóvenes que estaban afuera me había ofrecido drogas alucinógenas como marihuana, LSD y no sé cuantas otras que yo nunca había oído mencionar. La miré y empecé a darme cuenta de cosas delicadas. Le dije: “No, nunca había oído nada de eso”. Ella me comentó: “Ellos son parte de la perdición y usted no debe irse con ellos a ningún lugar; le recomiendo que regrese a su casa y continúe su vida como si nunca los hubiera conocido”. Cuando salí de allí y los miré a todos ya se sabía que nos habíamos bajado de nuestra nube de cielo, para caer en una superficie hosca, que se llama realidad. Salí de allí de la mano de Dona y ninguno habló nada por mucho rato. Dos días después, quedé en un estado de soledad alarmante luego de dejarlos en el aeropuerto. Me dejaron el dinero que iban a gastar para pagar mi tiquete a Miami junto con suficiente marihuana como para encerrarme en un cuarto y escuchar música de los