De la Oscuridad a la Luz. Marino Sr. Restrepo
destructivas de mi vida pasada, que iban hacia una tragedia. En 1992, después de grandes padecimientos, murió mi esposa en Colombia. Así se cerró un ciclo de emociones y de vivencias que había comenzado en los años sesenta.
Mi vida continuó envuelta en las prácticas ocultistas. En 1993, murió mi hermano menor en la Isla de Antigua en un accidente en el mar, en circunstancias que hasta hoy son desconocidas. En 1994, seis meses después de la muerte de mi hermano, murió mi padre de un derrame cerebral. En 1996, a los dos años escasos de las anteriores dos muertes, murió otro de mis hermanos por una herida de bala en su cabeza, disparada por él mismo en medio de una discusión con su esposa después de una reunión y unos tragos de alcohol. Dos meses después, moría mi madre en mis brazos, totalmente consumida por todas las tragedias anteriores en la familia. A finales de 1996, cuando recibí la noticia de la muerte de mi otro hermano en Bogotá, viajé a Colombia a su funeral. Su entierro se llevó a cabo en la ciudad de Pereira, una pequeña ciudad de la zona cafetera de Colombia, donde vivió mi madre los últimos 35 años y que queda a una hora por carretera del pueblo donde nacimos.
Llegar a Colombia, después de catorce años de ausencia, no fue fácil. El cambio que había vivido el país, en todos los aspectos, era muy grande, hasta el valor de la moneda y su presentación era algo totalmente nuevo. Algunas cosas habían cambiado para bien: había muchas más fuentes de trabajo, y otras para mal: más violencia, intolerancia y decadencia moral en todos los estratos de la sociedad.
Encontrar a mis hermanas, a quienes no había visto durante muchos años, fue algo difícil por la situación en que estábamos. Mi madre estaba tan triste que era difícil mirarla a los ojos. El funeral de mi hermano se hizo unas cuatro horas después de mi arribo. Mi impresión de ver a tanta familia junta en una iglesia fue muy grande. Desde mi niñez en mi pueblo, treinta y tantos años atrás, no había estado expuesto a una reunión de éstas y menos aún en un funeral. Se me había olvidado que tenía una familia tan numerosa. Los días siguientes al funeral fueron tristes y llenos de una increíble pesadez espiritual para mis hermanas y para mí. Nuestra madre también se estaba muriendo y no había nada que pudiéramos hacer por ella, pues había sido desahuciada por los médicos y lo único que se podía hacer era esperar. Yo andaba tan lejos de Dios que la palabra milagro no existía en mi vocabulario y, al parecer, tampoco en el de mis hermanas. La gente parecía ir mucho a la iglesia, incluyendo a mi familia, pero sus cualidades espirituales no eran exactamente rayos de luz. Nada parecía haber cambiado en todos esos años, era la misma religiosidad para mí. Dos meses después, tras muchas noches de largos desvelos y angustias, murió mi madre. Aún no se había ido el olor a incienso del último funeral y ya estábamos en otro, todavía más difícil y doloroso.
Al año siguiente, después de las últimas dos muertes en la familia, ya se habían despertado en mí las costumbres de comida y el estilo de vida descomplicado e improvisado que se vivía en Colombia. En medio de este idealismo que comprobé muy pronto que no era más que una nostalgia ancestral, viajé entre Los Ángeles y Colombia tres veces más, antes de ser secuestrado. Mi último viaje, que llevó a mi captura ocurrió en la Navidad de 1997. Deseaba pasar la Navidad con mis hermanas, en medio de toda la tristeza que nos embargaba por el vacío generado por la ausencia de tantos miembros de nuestra casa.
En realidad, visto con los ojos que hoy tengo, lo que más me atraía de Colombia era la intensa vida de farra que se vivía en esos pueblos donde crecí. Mientras conducía por las atafagadas autopistas de Los Ángeles sólo pensaba en estar en los brazos de una de las tantas mujeres hermosas y “descomplicadas” que abundan en Colombia. Mi vida aún estaba gobernada por el alcohol, las drogas y las mujeres. Esto llenaba el cuadro principal de mi mente y mi corazón y en Colombia parecía que lo iba a alimentar sin límite alguno.
Llegué el 11 de Diciembre, de esa Navidad de 1997 lleno de entusiasmo a Pereira, ciudad donde había fallecido mi madre y en la que vivían tres de mis cuatro hermanas, con los planes de fiesta y de vivir un carnaval navideño que no iba a terminar hasta el 14 de enero, fecha en la que debía estar de regreso en Los Ángeles, listo para iniciar una gira de cuatro semanas por los Estados Unidos con mi banda musical. Mi situación económica pasaba por grandes dificultades; los últimos tres años me había embarcado en una gran empresa de comercialización de mercancía del cine. Hollywood produce toda clase de artículos para promover sus películas, que se ha convertido en una industria gigantesca en el ámbito mundial. Gracias a todas mis conexiones de varios años, había conseguido exclusividad en muchas de estas líneas y para esa Navidad de 1997 me encontraba comprometido con un gran número de inversionistas y los negocios estaban en serios problemas con el IRS o policía de impuestos estadounidense. La inversión total amenazaba perderse toda. El dinero de mucha gente estaba bajo mi responsabilidad. Sin embargo, parecía tener todo bajo control, pues lejos estaba de saber que, en pocos días, me iban a desaparecer de la escena de la vida. Seis meses estuve en cautiverio en las selvas de Colombia del cual me salvé sólo por la misericordia de Dios.
Al llegar encontré mucha tristeza en mi familia, después de estos últimos dos funerales, mis hermanas y yo sólo hablábamos sobre quién sería el próximo, pues estábamos desfilando hacia la muerte en una secuencia muy cercana entre sí. Eran ya cinco muertes de miembros de una sola casa en menos de cuatro años. Una de mis hermanas estaba convencida que en esta secuencia de muerte ella sería la próxima porque era la única enferma de los cinco, y me pidió el favor de que la acompañara a la Iglesia a rezar la novena del Niño Jesús, que es una tradición católica muy antigua que, desafortunadamente se ha perdido. Yo no practicaba esta devoción desde los 14 años y en este momento tenía 47, hacía 33 años que no entraba a una iglesia Católica. Para mi, entrar a la iglesia era lo mismo que entrar a un templo budista, hinduista, la casa de un psíquico, o de un astrólogo o de un maguito de feng shui o reiki o de yoga; y cuando llegué a la iglesia, el sacerdote introdujo la novena diciendo: “quien hace esta novena con fe y devoción le será dada una gracia por el Niño Jesús” Para mi la palabra gracia significaba suerte, porque yo era como un pagano, de corazón mundano y oportunista y le pregunté a mi hermana qué tan milagroso era “ese” Niño, pero no pensando que era Dios, y mi hermana me dio toda clase de testimonios de cuán milagroso era el Niño. Yo le pedí al Niño que cambiara mi vida, solo que no sabía que estaba hablando con Dios, y el Niño me cambió mi vida en esa Navidad. Esta novena comienza el 16 de diciembre y va hasta el 24 de diciembre que es el nacimiento tradicional del Niño Jesús, en la misa de media noche.
El 25 de diciembre estaba en Anserma, el pueblo donde nací que queda a una hora de distancia de la ciudad donde vivían mis hermanas, y después de haber pasado un día de farra, cuando ya no tenía mucha vitalidad almacenada para más alcohol y baile, y en medio de un gran cansancio y mareo por toda la fiesta navideña de la noche anterior que se prolongó hasta la mañana, me trasladé a la finca de un tío a pasar la noche. Era media noche ya. Esta finca queda a la entrada sur del pueblo, casi en la zona urbana. Al llegar a la puerta la encontré cerrada, algo que me extrañó, pues generalmente cuando iba de visita al pueblo y anunciaba mi estadía en la finca, mi tío se aseguraba de dejar la puerta abierta para que no tuviese que bajar del auto a altas horas de la noche. Un sobrino me acompañaba y le pedí que se bajara para abrir la puerta. En el mismo instante en que él la abrió, saltó de la oscuridad un grupo de hombres armados con pistolas y su rostro encapuchado. En un segundo, lanzaron a mi sobrino a la parte de atrás de mi auto. Habían abierto todas las puertas y estos hombres andaban como perros hambrientos, saqueando cuanto encontraban. A mí me sacaron del auto, me ataron las manos, me encapucharon la cabeza y me quitaron todo lo que llevaba puesto. Parecía un atraco, algo muy común en Colombia. Pero después, la situación comenzó a tomar otro color porque los seis hombres se subieron a mi auto, me sentaron en la parte de atrás y salimos carretera abajo, a gran velocidad. Ya en las afueras del pueblo pararon y cuatro de ellos se bajaron conmigo y los otros dos continuaron en el vehículo con mi sobrino. Al quedar en esa carretera, sin oír ninguna explicación de lo que querían de mí, lo primero que pensé era que me iban a matar y lanzar en algún lugar del monte. Pero nada de esto sucedió. Procedieron a ponerme alrededor de la cintura una soga como las que se usan para el ganado y uno de ellos la sostenía adelante y otro atrás.
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