De la Oscuridad a la Luz. Marino Sr. Restrepo
me rodeaba. Sin embargo, el Señor me lo confirmó al decirme: “Te voy a mostrar desde qué momento comenzaste a alejarte de Mi ”. No lo hizo de ninguna forma intimidante, yo sólo sentía un infinito amor, una eterna seguridad de que estaba en las manos de Aquel, a quien no tenía nada que temer, a quien sólo podía amar y de quien sólo verdadero amor podría finalmente recibir. No había un sentido de tiempo ni de espacio, a pesar de observar montañas, la ciudad iluminada, el mismo pasto sobre el que me encontraba acostado. Nada parecía ser. Era como si todo existiera sin estar unido, pero en un todo.
El Señor procedió a darme una larga y detallada lección sobre el mundo material y mi relación con él. Siempre que se refería al mundo en algún hecho particular referente a mi vida, podía penetrar en esa ciudad iluminada, que parecía ser como el escenario del mundo material donde yo aparecía en medio de sus ejemplos y enseñanzas. Me dijo que el mundo está tan alejado de Él como nunca en toda la historia de la humanidad lo había estado. Que el grado de idolatría ha superado cualquier ciclo humano del pasado que pueda estar registrado en los anales históricos de las Sagradas Escrituras; que nuestra pobreza espiritual es de dimensiones alarmantes. El mismo progreso industrial y tecnológico y los grandes alcances sociológicos reflejan en iguales proporciones la inmensa quiebra espiritual de la humanidad. Una generación sin luz del cielo, iluminada únicamente por la seducción de una vida transitoria e ilusoria, por la cual se entrega hasta el último esfuerzo para conquistarla. Siglos de materialismo que poco a poco han derrumbado la estructura espiritual, edificada con la sangre del Cordero y con la de miles de mártires, en los primeros cuatrocientos años del cristianismo. Dice el Señor que ha sido tal el alejamiento de Dios que la humanidad, en su gran mayoría, está exclusivamente dedicada a alimentar lo que va a morir, el cuerpo humano, y totalmente despreocupada de nutrir lo que realmente va a vivir eternamente: el alma. Es tanta la adoración que se le da a lo material que la gran mayoría de almas pasa a la presencia de Dios en grave estado de desnutrición espiritual. Prácticamente, son almas inválidas, que no pueden soportar la luz de Dios. La jornada del alma, durante esta vida en la carne, está orientada a alcanzar la salud espiritual para la vida eterna, en el espíritu.
Por medio de la vida en la carne, conscientes de la comunión con el espíritu, podemos beneficiarnos de un crecimiento espiritual que nos dará la gracia de encontrar una unión con Dios en el momento del desprendimiento de la carne o, mejor, en el momento de la muerte del cuerpo humano, que será la máxima realización de la criatura que se funde con su creador para nunca más separarse. Cada instante en la vida del espíritu, mientras camina encarnada por este mundo transitorio, es un espacio de tiempo que puede marcarse para el beneficio eterno, si se vive en armonía con Dios. Al mismo tiempo, cada instante que se vive en el cuerpo sin comunión con el espíritu es un periodo de tiempo que se ha separado de Dios en la misma eternidad.
El Señor me explica cómo es de importante, para poder establecernos en perfecta comunión entre carne y espíritu, comprender primero algo básico de la sabiduría de nuestra existencia espiritual: el cielo, el purgatorio, el infierno y el mundo material existen al mismo tiempo en la eternidad. Por lo tanto, debemos ser conscientes de que en este mismo momento y desde el mismo instante en que fuimos concebidos en el vientre de la madre estamos parados en la eternidad.
La increíble ignorancia espiritual en que se encuentra la humanidad, según me muestra el Señor, es tal que me señala esta situación presente como peor que Babilonia, Sodoma y Gomorra. El pecado no es un acto de transgresión, sino una forma de vida. Todo se ha justificado para vivir totalmente desvinculados del decálogo santo, de los diez mandamientos. La economía del espíritu está en bancarrota. Los seres humanos carecen del conocimiento de la presencia real del diablo en sus vidas. No tienen presente en sus vidas la gracia de las enseñanzas de Cristo, plasmadas en el Nuevo Testamento, como mapa perfecto de la salvación. Para ellos el diablo es algo metafórico, aislado de una realidad diaria. Lo peor de todo, dice el Señor, es que la Iglesia misma, en una gran proporción, se ha desentendido de la enseñanza del conocimiento del enemigo, hasta el punto que la palabra exorcismo es motivo de persecución y de discriminación dentro de la misma Iglesia. Y todo esto por el acomodo que se le ha hecho al Evangelio con el mundo, el protestantismo de la Iglesia Católica, por miedo a ser ridiculizada por un mundo que cada día busca más lo políticamente correcto que la recta devoción. La presencia de la enseñanza de Cristo sobre lo que debemos saber del maligno es tan inmensa en el Evangelio que es absolutamente absurdo, dice el Señor, que la Iglesia pueda ignorar que esta enseñanza debe ocupar un plano importantísimo, vital, en la catequesis.
Si no reconocemos que el caminar por este mundo transitorio y material es una batalla de vida o muerte del alma, estamos desperdiciando toda la gracia recibida de nuestro Señor Jesucristo, que es la llave del camino, la senda de la verdad, la conquista de la vida eterna. La trampa más grande, tendida por el enemigo a la humanidad, es el hacernos creer que la vida eterna comienza cuando muere la carne y no durante esta vida, la cual hace aparecer como si fuera otra, separada a la que viene en el espíritu. Si de algo nos ha liberado Jesús es del inmenso error sembrado por el enemigo en el paganismo oriental por miles de generaciones, el error de la reencarnación. Cristo nos mostró cómo existe una sola vida en la carne. El alma nunca regresa a su cuerpo material, sino hasta el momento del juicio final, donde le será integrado un cuerpo perfecto. La astucia del enemigo, que siempre imita lo divino para confundir al hombre, toma el conocimiento que tiene por ser ángel, de que estamos unidos a un solo cuerpo, a un solo árbol, desde el pecado original y, por lo tanto, todos nuestros antepasados están vinculados con nosotros, no solo en una forma genética, sino también en una espiritual. Todo esto lo tomó Satanás y lo convirtió en reencarnación. Mediante el ocultismo y todas las prácticas paganas de Oriente, el ser humano ha sido separado de la gracia por siglos de siglos. El hecho de que llevamos en nosotros la información de toda la historia de la carne, desde Adán y Eva, hace que Satanás, por medio de regresiones, lleve a mostrarles otras vidas a las criaturas atrapadas en su error y hace creer que esas vidas son de ese mismo espíritu, cuando, en realidad, son las de sus antepasados que están unidos al mismo árbol. El Señor me muestra cómo somos un mismo árbol, y cada uno de nosotros pertenece a una rama del mismo, rama que se remonta hasta nuestros primeros padres, Adán y Eva. Por medio de esa rama, recibimos millones de bendiciones como consecuencia de las buenas acciones de los antepasados, y que el Oriente lo hace aparecer como karma o ley de causa y efecto. También recibimos maldiciones, las cuales se deben a un número limitado de generaciones que Oriente llama mal karma.
Dice el Señor que una inmensa porción de la humanidad hoy es un producto de la fornicación y no del amor. Seres humanos que son concebidos a diestra y siniestra, en medio de los pecados más abominables. Todas estas criaturas son, en su mayoría, rechazadas desde el vientre materno y miles de ellas abortadas. Nacen en un mundo sin amor y arrastran la carga, no solo del pecado original, sino también de la abominación del pecado de los padres materiales.
Debido a esta masiva ausencia de amor en tantos millones de seres humanos que nacen en medio de los más horribles pecados, el mundo no podría estar más oscuro. Estamos inundados de resentimientos, de odios, de corazones abandonados y pisoteados, desde antes de salir del vientre de la madre. Una humanidad que, en su mayoría, busca resolver su dolor creando dolor en los demás e infligiéndose una naturaleza autodestructiva. Así crean un escenario de vicio, de muerte y desolación. El mismo pecado que penetra la carne, por medio de la impureza sexual, se convierte en su propia esencia que no es más que la muerte, pero ya no la muerte tan solo del cuerpo material, sino también la del alma misma.
Es una humanidad que ha rendido culto a la gran caída del espíritu, por la flagelación inflingida con la lujuria, el vicio y la avaricia. Una idolatría plena a la carne y al mundo material, que busca en vano llenar el más profundo vacío creado por la ausencia de Dios, con un inagotable mar de deseos, de ansiedades, de metas banales, como la sed por el dinero, el poder, la fama, la venganza, la violencia misma, como forma de vida. Un hijo sin amor se convierte en un padre de la violencia y el rencor. Nada, absolutamente nada, podrá llenar el vacío que deja la ausencia de Dios en nosotros. La paz no viene de los hombres, la paz solo viene de Dios y únicamente después del verdadero arrepentimiento y el más profundo acto de contrición. Me muestra el Señor cómo las guerras que hay en el mundo