De la Oscuridad a la Luz. Marino Sr. Restrepo

De la Oscuridad a la Luz - Marino Sr. Restrepo


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eco que escuchaba. Allí fui dejado todo ese día sin que nadie regresara, hasta tarde en la noche cuando me sacaron y me llevaron a una carretera para arrojarme en la parte de atrás de un vehículo, en el cual viajamos por largo rato. Yo escuchaba que comentaban y decían que el Ejército y la Policía me andaban buscando y que por eso me tenían que internar más en el monte. Después de viajar por un buen rato a gran velocidad por una tortuosa y destapada carretera quedé bastante maltrecho, dado que me fue imposible evitar los golpes secos, algunos de los cuales hicieron sangrar partes de mi cuerpo. Salimos del auto y comenzamos a caminar durante muchas horas mas, por lo que podía presentir que era la selva, ya no eran los pajaritos urbanos los que se oían, sino serios sonidos que sólo se escuchan en la profundidad de una zona selvática. A pesar de haber nacido en un pueblo pequeño y haber vivido en contacto con el campo toda mi niñez, enfrentarme a la selva en la noche, amarrado y sin poder ver por dónde caminaba, era algo que tan sólo aumentaba el pánico en el que me encontraba con toda esta espantosa odisea que apenas comenzaba.

      La humedad de la selva hacía muy difícil respirar con esa capucha acrílica que cubría mi cabeza. La circulación de la sangre empezaba a sufrir y a tener dolorosos calambres en mis brazos y mi espalda. Todo el alcohol y abuso de los últimos tres días de farra me habían dejado sin una gota de energía y, a cada paso, creía que iba a caer fulminado por un ataque al corazón. Después de muchas horas o, mejor, de una eternidad, llegamos a un lugar donde me quitaron la capucha, para mostrarme en dónde me iban a esconder. Cada vez parecía que todo se complicaba más. El lugar que me mostraron no era exactamente el hotel Ritz Carlton. Era una casa que había sido abandonada, al parecer, hacía muchos años, pues estaba consumida por la selva y le salían ramas y maleza por lo que debieron ser puertas y ventanas. Se parecía más a una cueva. Me cubrieron la cabeza de nuevo y me subieron por un pequeño barranco, encima del cual estaba la casa o, mejor, la cueva. Me lanzaron adentro y se bajaron, me imaginé, a descansar en la parte de afuera. Al caer dentro de esta cueva, sentí un inmenso aleteo y me di cuenta que estaba plagada de murciélagos, por miles. El piso en que caí estaba podrido y cubierto de excremento.

      El descanso que tanto anhelaba lo había recibido en él más horroroso hotel de la selva que jamás había visto, ni siquiera en una película de terror. No sabía por cuál de todos los aspectos aterrarme más. El olor de esa cueva era la combinación de una horrible podredumbre de todas las dimensiones y una constante lluvia de excremento que aumentaba cuando yo hacía el menor movimiento. La amenaza de que en cualquier momento fuera a ser atacado por todos esos bichos, me traía a la memoria el horror de Los pájaros, película de Alfred Hitchcock. Mientras tanto, del excremento salían millones de bichos que empezaron a meterse dentro de mi ropa y a picarme de pies a cabeza. Cada uno me producía una sensación diferente de picazón. Unos parecían darme choques eléctricos, otros me generaban grandes inflamaciones en extensas áreas del cuerpo, algunos más me producían una rasquiña aguda. En fin, un montón de diferentes ataques y sensaciones, todos llenos de diferentes venenos. En muy poco tiempo estuve completamente cubierto de toda clase de picaduras e hinchazones. No podía rascarme porque estaba atado y mi cuerpo se empezaba a dormir por la falta de circulación en mis brazos. Tampoco podía moverme mucho porque alborotaba a los murciélagos. La situación no podía ser peor.

      Así pasaron los primeros días, sin que yo quisiera recibir la comida que me ofrecían una vez al día. Todo lo que yo deseaba con todas las fuerzas que me quedaban era morir y que esto terminara. Al tercer día, algo en mí me llenó de esperanza y pensé que, de pronto, si lograba convencerlos de que me tuvieran en la parte de afuera con ellos, podría escaparme en cualquier oportunidad que me ofrecieran. Llamé por un rato para que alguno subiera. Mi voz no tenía energía, y de sólo pensar en el estado de pánico en que entraban todos “los habitantes” de esa cueva al mínimo movimiento no hice mucho esfuerzo. Después de un rato, subió uno de ellos. No sé si lo decidió por sí mismo para ofrecerme algo de comer o si escuchó mi tenue voz. Me haló de los pies hacia fuera, algo que no habían hecho en los días anteriores, me quitó la capucha y me preguntó que si quería comer. Por un buen rato, no pude ver absolutamente nada. Además, me daba miedo enfrentarme a la luz, pues estaba completamente enceguecido por las tinieblas de esos tres días en la cueva. Después de un rato, me di cuenta de que era como el atardecer y con esa luz pálida del sol pude mirar hacia dentro de la cueva, para llevarme un susto aún más grande que en el que me encontraba. La cueva estaba cubierta de unas telarañas que según se veía pudieron haber sido tejidas hacía muchos años. Nunca había visto algo así; parecían cortinas del escenario más macabro que uno pudiera soñar. Por su superficie corría una baba verdusca y poco a poco me empecé a encontrar con las arañas más grandes y peludas que jamás había visto. Parecía que supieran que las estaba mirando, pues a medida que fijaba mis ojos en la que descubría, se quedaba estática. Vi cómo en el lugar donde estuve tirado esos tres días, al caer hice un inmenso roto, en una de esas telarañas.

      El criminal que me sacó fuera de la cueva me explicó que no había más comida porque yo debía haber sido recogido unos días atrás y estaban retrasados, por eso ya se habían acabado los alimentos. No me contó a quién esperaban ni qué estaban planeando hacer conmigo. No me atreví a preguntarle nada, había perdido la poca ilusión de escape que tenía y me daban ganas de salir corriendo, para que de una vez me fusilaran, pero ni para eso tenía alientos.

      Después de un rato, llegó otro de ellos con unos plátanos silvestres y en un tarro, que encontró seguramente abandonado en algún lugar, traía un agua sucia para darme de tomar. Me imagino que en otras circunstancias alguien que no hubiera comido ni bebido por varios días, inmediatamente habría aceptado esta propuesta alimenticia como si fuera el más grande banquete, pero yo había perdido toda mi fuerza y nada me interesaba. Al ver que no aceptaba la comida, me encapucharon de nuevo, me amarraron esta vez las manos hacia adelante, lo cual me dio una mejor circulación. Mis brazos estaban morados y creo que se dieron cuenta de que tenían que aflojarme las ataduras.

      La sensación que estos hombres me daban era como la de unos lobos hambrientos que habían cazado su presa para varias semanas y después de husmear en el monte por mucho rato encontraron una cueva donde esconderla para después comérsela entre toda la manada. Me arrojaron de nuevo a la cueva y se bajaron. Pasaron doce días más, sin que llegara el supuesto esperado. A veces los oía protestar y discutir entre ellos, incluso escuché que esperarían un día más y si no me matarían. Gracias a Dios no fue así. Yo no tenía la mínima idea de qué se trataba todo esto. Día de por medio, subían y me daban algo de comer, lo cual, poco a poco, aprendí a aceptar. Mi vida en la cueva me convirtió en un murciélago más de la casa. Ya conocía la comunicación que mantenían los adultos con los jóvenes por medio de frecuencias muy intensas que ya reconocía y que a veces me producían grandes dolores de cabeza, por estar como en el centro de recepción de todo ese tráfico de señales. El excremento que llovía en el día, después de comer todo lo que traían los adultos al amanecer, era de un olor horrible y aumentaba la actividad de todos los bichos en el suelo, los cuales me incluían a mí en su recorrido como si fuera parte de su gran zona de alimentación. A veces sentía cuando inmensas delegaciones de bichos entraban desde la parte de afuera, seguramente para sacar el alimento para su grupo. Podía casi que entender todas las negociaciones que tomaban lugar para decidir el tipo de tamaño y presa que iban a transportar fuera de la cueva: pedazos de mi piel o gotas de mi sangre, entre ellas.

      Pasaron quince días en mi nueva residencia del terror y en la noche del día 15 de mi cautiverio sentí que arribó un inmenso tropel de gente, que en principio sonó como un galope de caballos, pero luego descubrí que habían llegado a pie.

      Me sacaron de la cueva, me desataron y quitaron la capucha de mi cabeza. Sentí un gran alivio y mi circulación, al estar desatado, empezó a llegar a lugares de mi cuerpo, por donde había corrido con escasez. Esto me causó grandes dolores y calambres. Estar fuera de esa cueva, desatado y sin capucha, fue como encontrarme en el cielo, aunque lo que me esperara pudiera ser un fusilamiento. Me encontré rodeado por unos ochenta hombres, todos vestidos con ropa militar camuflada. Con facilidad pude observar los suficientes detalles para darme cuenta de que no eran militares, más bien parecían el set de una película de Pancho Villa, sólo que esto era la vida real. No creo que tuviesen más


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