Shakey. Jimmy McDonough

Shakey - Jimmy  McDonough


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1954, mientras trabajaba en un encargo para Sports Illustrated, Young empezó una aventura con otra mujer y, en el siguiente viaje de trabajo, tras sincerarse con un fotógrafo que atravesaba por una situación similar, le envió a Rassy una carta muy larga pidiéndole el divorcio. Su hijo Bob recuerda ir en el coche con Rassy de camino al aeropuerto para recoger a su padre y ver a la otra mujer. «La llevamos de vuelta a Toronto», dijo Bob.

      Rassy y Scott se las arreglaron para hacer las paces y se mudaron a un dúplex en Rose Park Drive. Scott pasaba la mayor parte del tiempo enclaustrado en una pensión barata escribiendo su primera novela para adultos, The Flood. Atrás quedaban los tiempos idílicos de Omemee. «Fue una época horrible», escribe Scott. «El año estuvo plagado de lágrimas y recriminaciones, de separaciones y reencuentros.»

      Este ambiente sombrío era más que perceptible en The Flood y, al leerlo ahora, se advierten ciertas similitudes entre la prosa de Scott y las composiciones de Neil: el tono contenido pero a la vez intenso, los largos monólogos interiores, las descripciones del tiempo, tan detalladas como dramáticas; incluso la aparición de ese predicador grandilocuente que nos condena a todos en el nombre de Dios.

      Ambientada en un desastre real, la riada de Winnipeg de 1950, The Flood cuenta la historia del recién enviudado Martin Stewart, un relaciones públicas con dos hijos pequeños, Don y Mac. Martin tiene el corazón dividido entre su primer amor, Martha, ya casada, y Elaine, una joven maestra. El clímax un tanto perturbador de la novela se produce cuando Don pilla a Elaine y a su padre haciendo el amor y, al sentirse todavía muy unido a su madre muerta, se escapa enfadado y horrorizado. Don aparece, padre e hijo se reconcilian y Martin se queda con Elaine, pero hay algo que estropea el final feliz. Don hace prometer a su padre que nunca le contarán a Mac lo ocurrido, y en las últimas líneas de la historia Martin se muestra preocupado por el efecto que sus actos hayan podido ejercer en Don.

      Scott reconocía que los personajes de Don y Mac estaban basados en sus propios hijos. Al vivaracho Mac —inspirado en Neil—, Martin lo quiere «muchísimo y sin reservas. A veces le parecía algo ridículo que un hombre adulto sintiera que podía contárselo todo a un niño de nueve años y que este le entendiera, o que ni siquiera tuviera que contarle nada para que le entendiera, pero esto era lo que le inspiraba Mac».

      The Flood se publicó en 1956 y estaba dedicada a Rassy. «Ella fue quien sufrió todo el proceso de gestación», afirmaba Scott. «Yo le había causado, de un modo u otro, más de un quebradero de cabeza, así que tenía clarísimo que se merecía la dedicatoria más que nadie.» Por desgracia, Rassy no entendió el detalle y se vio retratada en la mujer de Martin, Fay, fallecida en un accidente de coche, incidente basado en una experiencia real que casi le cuesta la vida a Rassy durante la estancia de los Young en Florida. «Rassy se tomó aquello como si yo quisiera quitarla de en medio», explicaba Scott. «Yo no le deseaba a Rassy la muerte en absoluto. La mujer de The Flood era una rubia muy calladita de Toronto, o sea, el polo opuesto de Rassy.» Pero a ojos de Rassy, Scott la había matado y aquello no auguraba nada bueno.

      «Volvimos a empezar desde cero», escribe Scott sobre la siguiente mudanza, en aquella ocasión a una casa de madera con casi una hectárea de terreno en Brock Road, en Pickering, al este de Toronto. «Yo me lo creí… Me convencí de que íbamos a ser felices, más que nunca.» Parecía posible. Estando en Pickering, Young se hizo con una columna diaria en el Globe and Mail de Toronto, que dio paso a una columna deportiva tremendamente popular en el mismo periódico. También empezó a aparecer en televisión, en «el programa más popular de Canadá», Hockey Night in Canada, como comentarista de los partidos de hockey durante los descansos. Bob, entretanto, se había convertido en uno de los mejores golfistas juveniles de Ontario, y Neil, escribe Scott: «tenía dos objetivos básicos en la vida: escuchar por el transistor escondido bajo la almohada la música pop de la emisora CHUM y criar gallinas para vender los huevos».

      «Neil tenía muy buen ojo para los negocios», comentaba Jay Hayes, refiriéndose a los planes empresariales de su infancia. En Pickering se ocupaba tanto de la granja de las gallinas como de su primer trabajo de repartidor de periódicos. Contaba con un socio: su padre, encargado de repartir los huevos que Neil vendía y de ayudarle con los periódicos. En 1992, Neil le contó a un periodista que el recuerdo más feliz que guardaba de su padre era volver a casa para degustar las tortitas que preparaba Scott después del reparto matutino.

      Era la época de mediados de los 50, los albores del rock and roll, y aquel chaval de once años quedó embelesado por los sonidos que emanaban de las ondas radiofónicas nocturnas de Toronto. A Young todo le apasionaba: el rock and roll, el rockabilly, el doo-wop, el R&B, el country, incluso el pop surrealista con tintes western del épico «The Wayward Wind», de Gogi Grant. «Cuando era pequeño estaba emperrado en ser como Elvis Presley», le dijo Neil al disc-jockey Tony Pig en 1969.

      «Cuando acabe el colegio tengo pensado ir al Ontario Agricultural College y a lo mejor prepararme para ser investigador agrícola», escribió Neil en un boletín de notas de la escuela, procediendo a explicar con todo detalle las triquiñuelas del negocio de las gallinas y a relatar en tono dramático la masacre que diezmó casi por completo el primer lote. «Seguramente puedan imaginar lo emocionante que resulta ver a esos pollitos convertirse en unas gallinas fuertes y lozanas. Son más cuerpo que plumas, más patas que cuerpo, y la cantidad de energía y vitalidad que rezuman es demasiado para sus extraños cuerpecitos. Es muy fácil encariñarse con estas aves tan singulares, que es lo que me ocurrió.»

       Petunia, menudo pedazo de gallina. Era una de las del primer lote, una de las pocas supervivientes de aquel terrible ataque: se coló un zorro o un mapache y las mató a todas, se las cepilló a todas justo cuando aquello empezaba a despegar. Al principio debía de tener unas treinta o cuarenta, que pasaron a ser unas cien o una cosa así.

      Y no sé de dónde coño me vino la idea aquella, pero me lo monté para conseguir más gallinas vendiendo pelotas de golf. Ibas y recogías las pelotas que había por el rough y luego se las vendías a los golfistas, que era lo que hacían muchos chavales que conocía para sacar pasta; así que recogía pelotas de golf, las vendía, ahorraba dinero y luego compraba más gallinas.

       Me esforzaba por conseguir lo que quería, porque cuando realmente QUIERES algo todo acaba saliendo rodado; a ver, es que tengo mucha vista para estas cosas. Me ponía a trabajar como un cabrón, aparentemente a cambio de nada, durante mucho tiempo, y luego, de repente, llegaba un punto en que pensaba: «¿Cómo cojones he llegado hasta aquí?»… ¿Me sigues?

       Por las noches escuchaba el transistor. Era una de aquellas primeras radios pequeñitas que se podían poner bajo la almohada; creo que era una pequeñita de color crema, con un detalle de cromo en la parte delantera. El otro día vi una muy parecida en una tienda de segunda mano. Los transistores son la rehostia; fueron los precursores del radiocasete. Te permitían llevar las canciones contigo a todas partes, que era algo increíble.

       Cuando empecé a interesarme en serio por el rock and roll estaba en Pickering, en Brock Road. Recuerdo —no sé cuántos años debía de tener, puede que unos diez— escuchar unos discos cojonudos y cuando mis padres se iban, subía el volumen a saco y me ponía a bailar. Se me iba la pinza, como si fuera el bailarín más guay del mundo. Siempre me montaba en la cabeza un concurso de baile imaginario que yo ganaba, pero en realidad estaba yo solo, cantando al son de los discos y en cierto modo me hacía mis propios vídeos.

      En Canadá estábamos bastante al día en cuanto a música. Escuchábamos al DJ Wolfman Jack y todas esas movidas, pero también teníamos aquellos discos de country canadiense tan peculiares; y honky-tonk del antiguo, country en estado puro, que sonaba en la radio a todas horas, como Guy Mitchell, el Johnny Cash de la primerísima época, con temas como «Singin’ the Blues»: «I never felt more like singin’ the blues9». Joder, eran buenísimos. Ferlin Husky, Bobby Comstock, con aquella versión roquera del «Tennesee Waltz»; Marty Robbins y su «Don’t Worry», que incluía por primera vez una guitarra con distorsión… ¿Te das cuenta de lo que supone la música country? Hasta los putos acoples vienen del country. ¡Quién lo hubiera pensado!, pero


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