Ayahuasca. Néstor Berlanda
característico de esta bebida sagrada panamazónica: el fenómeno psíquico del desdoblamiento de la conciencia del individuo. En las fases Cotundo (1500-200 a.C.) y Casanga-Pillaro (400 a.C. al 700 d.C.) aparecen vasos de terracota asociados con mayor certeza a la ingesta de ayahuasca pero, dado que para la preparación del brebaje es necesaria una cocción de larga duración (hasta doce horas), se ha evaluado el límite inferior de empleo al inicio de la producción cerámica. En cualquier caso, sus legítimos dueños pertenecen a más de setenta pueblos diferentes, distribuidos en unas decenas de familias lingüísticas distintas, que conocen el mismo preparado con un nombre propio conforme a su idioma, un conocimiento y uso variado según su cultura y una preparación con plantas regionales frecuentemente distintas, a lo que hay que sumar los aditivos que suelen echarse a la poción, entre los que se han clasificado unos noventa vegetales, de los cuales una cuarta parte son psicoactivos de por sí.
La mayoría de las etnias reservan la ingesta de este poderoso enteógeno al chamán, que ha sido entrenado de acuerdo con sus tradiciones durante muchos años mediante sacrificados ayunos, abstinencias y aprendizajes para controlar los efectos psicoactivos junto a un maestro. Existían también, por ejemplo entre las comunidades shuar, asháninka, kashinawa, mai-huna, ese’ejja, ceremonias colectivas casi siempre reservadas a los hombres y a las mujeres que ya no menstruaban. En estas ceremonias los hombres se sentían contenidos y solían buscar información relativa al porvenir o a objetos perdidos, información que no podían obtener de otro modo y que resultaba importante para toda la comunidad.
Las sesiones de ayahuasca fueron tradicionalmente eventos al mismo tiempo médicos, psicológicos, sociales, cosmológicos y musicales (el chamán amazónico canta para curar y frecuentemente usa un lenguaje retórico especial que le es dictado por los “espíritus” en su trance visionario).
En 1852, el botánico Richard Spruce fue el primer hombre blanco que bebió una tasa de ayahuasca en la selva de Ecuador, seguido de cerca por el geógrafo Villavicencio, que lo hizo en 1858. El célebre antropólogo alemán Theodor Koch-Grünberg tomó dos tasas entre 1903 y 1905. Sin embargo, fue en los últimos cincuenta años cuando los químicos descubrieron que tras las lianas del género Banisteriopsis caapi y los arbustos del tipo Psychotria viridis o Diplopterys cabreana se escondía un verdadero preparado “científico”. Nadie sabe cómo, careciendo de elementos como nuestros modernos microscopios, hace al menos unos cuatro mil años tribus selváticas supieron combinar la dimetiltriptamina (dmt) de las hojas de tales arbustos −compuesto que estaría involucrado en la imaginería del sueño y que produce efectos visionarios− con harmina, harmalina y tetrahidroharmina (thh) presente en el bejuco, que contiene un inhibidor de la monoaminooxidasa (imao), de lo que resulta que la dmt no se degrada a nivel intestinal y llega al cerebro potenciando la pequeña cantidad de dmt que naturalmente existe en el órgano. Esta genial combinación ha permitido, en primer lugar, que la sustancia activa visionaria pueda ser administrada en forma oral, y en segundo lugar, que los efectos psicoactivos buscados duren entre cinco y seis horas.
Invariablemente, los indígenas afirman que ese compuesto les fue dado por la misma planta sagrada o por la propia naturaleza, afirmación que el etnólogo Jeremy Narby tomó muy en serio en su obra La serpiente cósmica e intentó traducir a nuestro lenguaje científico-tecnológico relacionándola con la información universal codificada en el adn: los neurotransmisores y los fotones.
Así como en la década de 1950 el legendario aventurero Fernando Pagés Larraya fue el primer científico argentino en traer ayahuasca para su análisis químico en la Universidad de Buenos Aires y en las dos décadas anteriores el naturalista Juan Aníbal Domínguez incorporó muestras de la liana al Museo de Farmacología de Buenos Aires, en 1996 la Fundación Mesa Verde de Rosario fue la primera en realizar un taller vivencial-experimental argentino, convocando al conocido estudioso colombiano de la ayahuasca Luis Eduardo Luna, y en 1999 también invitó a nuestro país por vez primera a un auténtico chamán amazónico shipibo-konibo “puro” –Antonio Muñoz Díaz– para brindar una serie de conferencias y colaborar con nuestros estudios médicos y etnográficos (figura 16).
Fuera del ámbito de la antropología sociocultural o de los trabajos de etnopsiquiatría, pocos artículos sobre este tema llegaron a las revistas de masivo consumo popular en Occidente en las décadas del 60 y 70 (referencias parciales de las actividades de Richard Evans Schultes o de escritores beats y hippies como Allen Ginsberg y William Burroughs). Pero desde los años 80 y 90, acompañando el auge de las iglesias sincréticas ayahuasqueras en Brasil, como Santo Daime y Unión del Vegetal, y los viajes turísticos new age aprovechados fundamentalmente por estadounidenses y europeos en busca de “romanticismo chamánico”, la palabra “ayahuasca” ha comenzado a estar en boca de casi todo el mundo; desde pretendidos curanderos hasta periodistas con una ética más que dudosa, pasando por ávidos pero desinformados “psiconautas”.
No se trata de una “nueva droga” para “pasárselo bien”, como creen algunos incautos, sino de una mixtura medicinal chamánica milenaria, muy difícil de conseguir y de preparar, con lianas que necesitan décadas de crecimiento en los trópicos, y que además de su sabor terriblemente amargo y acre, implica generalmente para los occidentales un trance catártico muy poderoso, con eventuales llantos y vómitos y requiere de una contención previa y posterior. De hecho, un equipo de médicos, psiquiatras y chamanes en Tarapoto (Perú) están trabajando en conjunto de forma inédita utilizando la ayahuasca para la recuperación de adictos al alcoholismo y a las drogas duras. El proyecto se denomina Takiwasi, y lo dirige un médico francés, Jacques Mabit, cuya vida se transformó tras el encuentro con la “planta maestra”.
Se ha dicho con razón que el yagé (ayahuasca) contiene un genio benevolente pero estricto, a veces cruel, pues humilla al experimentador para transmitir sus enseñanzas. Es por ello que pueden ser muy interesantes las visiones transculturales, brillantes y coloridas; o los efectos psíquicos sinestésicos, o aquellos que promueven una profunda introspección. Pero a la larga el experimentador aficionado puede sufrir grandes cambios en la forma de relacionarse con su mundo exterior, lo que no cualquier persona racional y estructurada del mundo posmoderno urbano estaría dispuesta a consentir. Se trata de una experiencia vivencial abrumadora, sea por las visiones sin parangón, las sensaciones, la aceleración de los “pensamientos circulares” o por la percepción no ordinaria que generalmente tiene como consecuencia una intensidad emocional que modifica al individuo profundamente y para siempre.
La experiencia tipo
Los efectos de la ayahuasca, como los de cualquier otro enteógeno, dependen mucho del contexto y la motivación por la cual se realiza la experiencia. De hecho, las expectativas juegan un papel preponderante; y hay una gran diferencia entre el sujeto que quiere “probar algo nuevo para ver de qué se trata” y aquel que con la ayahuasca intenta incursionar en los más profundos laberintos de su inconsciente.
El marco de la experiencia también es fundamental: existen las ceremonias multitudinarias de las religiones sincréticas brasileñas, con sus peculiares bailes, rezos y cantos de himnos efectuados de pie; otras donde los participantes permanecen sentados ante imágenes cristianas; existen asimismo las ceremonias hechas con chamanes “originales” o ayahuasqueros mestizos (que cantan, soplan tabaco y ejercen las funciones tradicionales propias de su oficio ancestral); y también las realizadas con facilitadores occidentales, en las que se administra la pócima con intencionalidad psicoterapéutica o de “búsqueda interior” y se va guiando la vivencia con música acorde, cantos o instrumentos.
En dieciséis años de trabajo hemos observado y participado en distintos tipos de sesiones: multitudinarias, en contextos religiosos brasileños, con chamanes indígenas, con facilitadores occidentales, con ayahuasqueros mestizos. Cada una tiene su particularidad, conforme a su propósito. El número de sujetos en la sesión influye de manera determinante pues en el clímax de la experiencia, cuanto mayor es la cantidad de participantes más interacción hay entre los mismos, aun cuando cada individuo en general se encuentra ensimismado en su propia vivencia. Un llanto, una risa, un grito, un vómito… hasta el goteo persistente de una canilla mal cerrada catapulta a veces al sujeto a distintos “lugares” de su interior, en algunos casos profundizando su experiencia, y en otros, distrayéndolo del objetivo buscado. Obviamente, una mayor cantidad de estímulos