Entre el azadón y el smartphone. Cristina Giraldo Prieto
oficial de la multiculturalidad, el cual se ha posicionado como una moda en las últimas décadas, pero que “[…] ha sido el mecanismo encubridor por excelencia de las nuevas formas de colonización. […] Se reproduce así una “inclusión condicionada”, una ciudadanía recortada y de segunda clase, que moldea imaginarios e identidades subalternizadas al papel de ornamentos o masas anónimas que teatralizan su propia identidad” (Rivera Cusicanqui, 2010, p. 60). Todo esto en el marco de un capitalismo global, en el que la exaltación de la diferencia en sociedades infinitamente desiguales ha devenido una forma más de consumo.
En consecuencia, se plantea una serie de cuestionamientos alrededor de las políticas culturales que abordan críticamente nociones como diversidad, diferencia, identidad, ruralidad, cultura escrita, juventud, entre otras, a través de las experiencias y existencias de jóvenes cuyas dinámicas en la zona rural del país evidencian los efectos del conflicto interno armado, la disputa por la tierra, la segregación y un sistema de educación homogeneizante y normalizador; estos asuntos permitirán entrever y complejizar la incidencia que tienen las intervenciones que el Estado hace en nombre de la cultura. Si la cultura es un campo de poder, es una cuestión de la que se habla reiteradamente en instancias académicas; sin embargo, muchas acciones que se realizan con sujetos, grupos sociales o comunidades, y se justifican en nombre de la cultura, del acceso y la garantía de derechos “culturales”, pueden perpetuar esquemas coloniales y reproducir “modos de subjetivación dominantes” (Guattari y Rolnik, 2006, p. 155), sin que los sujetos actuantes ni los “receptores” de tales procesos sean conscientes de aquello y de su papel en semejantes resultados. ¿Cómo no ser uno más en la cadena colonial?
Los trabajadores sociales o, como lo señalan Guattari y Rolnik (2006), “todos aquellos cuya profesión consiste en interesarse por el discurso del otro”, se encuentran “en una encrucijada política y micropolítica fundamental” (p. 44): o terminan haciendo el juego de la reproducción de modelos –coloniales o no coloniales– o, de diversas maneras, inician agenciamientos que permitan salir de allí y articular nuevos modos de ser/hacerse en otras lógicas y con disímiles búsquedas. La cuestión de la micropolítica es, entonces, la de “cómo reproducimos (o no) los modos de subjetivación dominantes” (Guattari y Rolnik, 2006, p. 155) o, para expresarlo desde una voz más cercana, cómo descolonizarse y empezar a desengancharse de estructuras económicas, políticas y mentales de dominación y segregación de larga duración. Las reflexiones que este texto expone no pretenden resolver esta encrucijada ni dan salidas fáciles a las complejidades que esto conlleva; más bien, evidencian tensiones, exponen contradicciones y muestran matices a partir de experiencias surgidas desde distintas posiciones.
La socióloga y activista boliviana Silvia Rivera Cusicanqui (2010) ha advertido que la descolonización no es solo pensamiento: no hay discurso descolonizador sin una práctica descolonizadora. Para que esto ocurra, se deben contemplar varios frentes que van desde lo reflexivo, lo metodológico y lo epistemológico, hasta lo ético, lo pedagógico, lo colectivo y el accionar político transformador. Así, una de las primeras tareas consistiría en reconocer el lugar que se ocupa en aquella cadena colonial, al examinar cómo el pensamiento y el accionar propio redundan o confrontan esquemas de dominación; cómo la participación en proyectos y procesos sociales puede silenciar o potenciar la voz de los distintos involucrados; cómo la aparición de publicaciones –como esta, por ejemplo– y la apertura de nuevos programas académicos cada vez más especializados pueden formar parte de distintas estrategias económicas que operan detrás de los discursos; o cómo la escritura misma de los textos –por ende, lo que está detrás, la cuestión metodológica y epistemológica– significa, dice/hace, mientras transita las reflexiones y los contenidos, al reiterar o confrontar las estructuras autorizadas para la producción académica.
Es un escenario amplio, y aunque las preguntas mencionadas circundan toda la elaboración crítica, es tal vez en esta última cuestión, la de la escritura como acción en sí misma, que este texto se circunscribe, al hacer a la par una serie de interpelaciones a la autoridad de la escritura académica y la preeminencia de la producción y validación de conocimiento desde allí. Los lectores que ingresen a estas páginas encontrarán un tipo de escritura bien distinto al de esta introducción; un tipo de escritura más narrativo que formal, el cual intenta tejer las reflexiones polifónicamente: las experiencias, los afectos y las sensaciones de los distintos sujetos involucrados se tejen con teorías, conceptos y contextos sociales y económicos que permiten plantear los problemas culturales y entrever sus repercusiones políticas. Precisamente, hay una apuesta por pensar la escritura como praxis, como un acto político que hace pensar en las situaciones a través de la resonancia de las sensaciones; allí el discurso reflexivo-social no se antepone al discurso estético-narrativo, sino que lo integra e intenta desdibujar los límites, siempre tan fríos, de las elaboraciones académicas. Tal vez este texto está en busca de lectores diversos, de otros actores de lo social que no necesariamente hablan de teorías, que configuran su existencia en un contexto que no siempre ellos determinan y que se ve intervenido por políticas estatales que muchas veces no se ponen en cuestión; pero también de agentes de cambio que realizan acciones en contextos marcados por la violencia y la indiferencia y que desde sus prácticas elevan una voz potente, la cual puede alimentar las reflexiones y posibilitar nuevas rutas teóricas y nuevas propuestas epistemometodológicas para un decir/hacer más articulado y consciente.
Aún hoy estamos en ciernes en ese proceso. Este texto, el cual surgió como un ejercicio transdisciplinar, con un enfoque etnográfico y autoetnográfico, es apenas un atisbo de una apuesta que, en medio de la maraña de cuestionamientos relacionados con la incidencia de las políticas culturales en jóvenes de zonas rurales, se interroga por las posibilidades de la palabra y de la escritura en la investigación social, más allá del mero trabajo de descripción y representación, al considerar que “revelar es cambiar y que no es posible revelar sin proponerse el cambio” (Sartre, 1967, p. 53). Así, la voz que articula las reflexiones, y que se expone en primera persona en el preludio y en las consideraciones finales, se revela a sí misma y a los otros para confrontarse y devenir en acciones; sin embargo, en los tres capítulos que componen el grueso de la elaboración crítica, esa voz se esfuerza por ser más que un yo enfrascado en su interioridad y asume una posición que intenta tejer las discusiones, al integrar las distintas voces de los actores, los lugares y los procesos con una narrativa que apela a lo sensitivo y lo emocional, intentando no perder el análisis riguroso y la crítica social. ¿Hacer vibrar para poner a pensar? Se está a medio camino, y este texto sigue en proceso… que las lecturas activen cajas de resonancia inimaginadas; que contradigan, cuestionen y mantengan vivos los espacios del pensar, el sentir y el hacer en las vertiginosas realidades que se sortean diariamente.
PRELUDIO: TRÍPTICO DE ESPEJOS
Al hablar, descubro la situación por mí mismo propósito de cambiarla; la descubro a mí mismo y a los otros para cambiarla; la alcanzo en pleno corazón, la atravieso y la dejo clavada bajo la mirada de todos; ahora, decido, con cada palabra que digo, me meto un poco más en el mundo y al mismo tiempo salgo de él un poco más, pues lo paso en dirección al porvenir.
JEAN PAUL SARTRE,
¿Qué es la literatura?
I
LLEGAMOS tarde, la sala era pequeña y ya solo quedaban algunos asientos en la primera fila. Rápidamente, los colores y los sonidos de la selva se volvieron parte del lugar y, mientras afuera en la noche bogotana volvíamos a tener un aguacero memorable como los de épocas pasadas, aquí adentro el calor denso y húmedo de la Amazonia se hacía presente a través de rostros, imágenes y músicas que nos mostraban el departamento del Vaupés, un territorio tan desconocido y tan imprevisible como el mismo argumento del documental: el suicidio de jóvenes indígenas. Llegué al estreno de La selva inflada por lo que ingenuamente supongo una casualidad.
La semana anterior me habían citado a una reunión con representantes de distintos grupos de la Biblioteca Nacional de Colombia, del Centro de Estudios de la Orinoquia (CEO) y de la Facultad de Artes y Humanidades de la Universidad de los Andes. El propósito era conversar sobre un proyecto interinstitucional que se quería desarrollar en la Orinoquia colombiana con recursos de regalías. Cuando me avisaron de la reunión, la