Entre el azadón y el smartphone. Cristina Giraldo Prieto
inscrito las lógicas y dinámicas de la biblioteca pública que se había empeñado en fortalecer para apoyar este fin.
Los kankuamos habían vivido una historia particular, me contaba Souldes tiempo después. De las cuatro etnias que habitan la Sierra Nevada de Santa Marta habían sido ellos los que mayor contacto habían tenido con los colonos y con las lógicas de los blancos, por estar más cerca de Valledupar; por eso mismo, habían sufrido fuertemente el embate del conflicto interno armado y de grupos paramilitares que querían despojarlos de su tierra. Perdieron su vestimenta, su lengua –solo algunos pobladores mayores recordaban algunas palabras–, sus prácticas ancestrales y, a su vez, el reconocimiento que las otras etnias indígenas tenían sobre ellos.
Mire –decía Souldes–, nosotros durante mucho tiempo no supimos quiénes éramos, para la gente de Valledupar éramos los paisanos, los indígenas, pero para las otras etnias de la Sierra que están más adentro de la montaña éramos los occidentales, ya blancos si se quiere, así que sabernos kankuamos y recuperar por lo menos nuestra historia para reconocernos como indígenas y valorar nuestro pasado es la principal tarea que tenemos ahora. (Maestre, 2014)
También habían perdido muchos miembros y líderes comunitarios asesinados a manos de paramilitares; en las casas aún estaban las marcas de las balas, y en cada familia había por lo menos una desaparición relacionada con ese periodo de la violencia, como me lo dijo Souldes y como lo corroboré tristemente en las charlas que sostuve con las familias que me acogieron esos días.
Al recorrer las calles empedradas y empinadas de Atánquez, hablaba con los jóvenes para saber qué pensaban ellos sobre este tema: si se reconocían como kankuamos, si se sentían indígenas, si les interesaba recuperar todas aquellas prácticas ancestrales que, para ellos, eran por ahora relatos de algo que fue. Para mi sorpresa, la respuesta a la pregunta sobre su ser indígena fue negativa y declarada sin temor. Ellos, por lo menos los jóvenes con quienes hablé esos días, más que identificarse como kankuamos, se identificaron como atanqueros: me decían que las cosas habían cambiado, que ellos habían nacido y habitaban Atánquez tal como era y como lo habían conocido y que, claro, les interesaba conocer la historia de sus raíces como kankuamos, pero que no les interesaría tener la vida que se tenía antes, ya que ellos querían otras cosas. De igual manera, apoyarían los procesos que buscaban revalorar ese ser indígena kankuamo, conocerían la historia de la etnia y seguramente valorarían ese pasado, pero ellos eran otros ahora y estaban felices de ser lo que eran: atanqueros. La posición de Souldes era distinta: aunque los años que lo distanciaban estos jóvenes no eran muchos, entre seis y siete, era hijo de un mayor y etnoeducador kankuamo, había participado en diferentes procesos del resguardo como líder juvenil y, si bien su posición era distinta a la de aquellos, comprendía el porqué de las respuestas de los jóvenes, los respetaba y advertía claramente el tránsito en el que todos estaban desde antes de nacer.
En relación con las mochilas y su repercusión cultural, valoraban mucho conocer su historia, entender los significados de los que estaba cargada aquella práctica y posibilitar que otros, las generaciones venideras, no olvidaran aquel oficio, supieran sobre su origen y lo siguieran practicando, aun con todos los cambios ocurridos. Sin embargo, algo les apremiaba ahora: eran conscientes de que los acaparadores que venían de afuera ofrecían muy poco por sus mochilas y las vendían a cuatro o cinco veces más del valor que habían pagado por ellas; así, estos jóvenes querían anclar este proceso, iniciado en la biblioteca y con la pasantía de Marisel, a la conformación de una cooperativa u organización en Atánquez, con el fin de vender las mochilas sin intermediarios, para que así las familias que vivieran de aquello obtuvieran un precio justo por su trabajo y lograran solventar otras necesidades.
Para mí, Atánquez fue el mismo frescor que bajaba de la Sierra y apaciguaba las hordas de calor del Valle de Upar. Allí, las conversaciones con jóvenes, líderes y mayores me habían mostrado movimientos, reacciones y tránsitos que estaban más allá de las comprensiones en blanco y negro. Tenía que entender los matices y comprender eso que ya había asimilado para mi vida personal hace mucho: que la existencia era tensión, conflicto, y que la vida social, aquella interacción de los grupos humanos, siempre iba a estar cargada de lucha y juegos de poder. Paralizarse no es una opción, lo importante “es integrar el agonismo y la contingencia dentro de las propias luchas políticas y aprender a vivir con ello” (Castro-Gómez, 2012, p. 224).
Así era la cosa y así terminé hablándome en aquella noche bogotana, después del abatimiento producido por la interpelación del documental La selva inflada. Inflados quedamos todos, la sensación de ser un globo cargado de plomo no sería fácil de eliminar; nada estaba resuelto, no había respuestas aún y, sin embargo, volvía a recargarme al pensar en el movimiento y el trabajo constante en las fisuras, los intersticios, los bordes… Sí, era trágico, pero esa era nuestra condición y no por ello debíamos dejar de actuar: debíamos comprender la situación y continuar.
Entre espejos
Tres situaciones, varias preguntas y algunos movimientos. Así he estado desde que mi vida laboral empezó, hace ya bastantes años, y desde que, por razones azarosas, terminé trabajando en los abismos de lo público. He estado frente a estas situaciones una y otra vez y siempre llega la hora en que las preguntas deben ser más que palabras al viento que se diluyen en simulacros de respuestas, no solo para que los tic tac de la impotencia encuentren algún marcapasos, sino para que las acciones y las afectaciones que tenemos en la realidad, en esas pequeñas aberturas que como equilibristas bordeamos a diario, tengan modos de ser más conscientes y, en tanto sea posible, menos perjudiciales.
El trabajar como contratista de la Red Nacional de Bibliotecas Públicas me ubicó entre dos espejos que reflejan incesantemente imágenes de un país signado por la turbulencia, la ineficacia de un Estado colonial y la lucha constante de personas que, con rostros claros, permiten detener la mirada en medio de tantos reflejos que se entrecruzan y parecen no tener fin. Este texto, que surge en medio de las intersecciones de todas esas re-flexiones, de las experiencias, de las frustraciones y también de las pequeñas satisfacciones, quisiera ser un pequeño punto quieto, un breve momento en el que imágenes concretas de lugares, situaciones y personas permitan comprender los distintos matices que pueden tener las intervenciones que, desde aquello que llamamos cultura, propone aquello que llamamos Estado y que ejecutan personas que son más que de carne y hueso, que son más que sus ideas o sus prejuicios, con aquello que llamamos grupos diferenciados.
Las preguntas centrales que circundarán estas páginas están contenidas en el tríptico narrado; sin embargo, aquello era solo un juego de espejos para el lector. En adelante, no encontrarán una reflexión cuyos protagonistas sean las etnias indígenas, como todo pareciera indicar: habrá jóvenes, bibliotecas públicas, lectura, escritura y hasta TIC. Habrá Estado, por supuesto, y habrá cultura, colonialidad, subalternidades e identidades, pero nuestro lugar de narración no serán cabildos ni resguardos; aunque los límites entre esto y lo otro parecen meramente nominales, habrá ruralidad. Y tendremos de nuevo otro tríptico: nos acercaremos a esa noción de ruralidad a través de tres lugares y tres experiencias que surgieron en el proceso del estímulo Pasantías en Bibliotecas Públicas del año 2015, parte del Programa Nacional de Estímulos del Ministerio de Cultura que, como lo señala la misma entidad “demuestra el interés del Estado en consolidar la cultura y las artes como ejes fundamentales para el desarrollo integral de la nación y sus habitantes” (Ministerio de Cultura, 2014) y para el cual, como ya los lectores atentos podrán adivinar, yo desempeñé el papel de tutora.
En una vereda anclada en la entrada del Parque Nacional Natural de los Nevados, ubicada en el municipio de Anzoátegui, Tolima, donde los temores del conflicto interno armado del país aún son parte de la cotidianidad, conoceremos a jóvenes habitantes de la zona que, interpelados por una joven politóloga antioqueña, quien les preguntaba por los lugares emblemáticos de su vereda y por personajes y situaciones que componían la historia del poblado, se relacionaron entre sí y con campesinos mayores en un proceso en el que la lectura, la escritura, la investigación y la creación movilizaron variadas situaciones. A través de este proceso y de la publicación de la cartilla Palomar memoria viva: una historia gestada por sus jóvenes (Corrales Zapata, 2015), intentaremos reflexionar sobre esa noción de ruralidad que se tensiona, expande y se ve representada