La horrible noche - El conflicto armado colombiano en perspectiva histórica. Forrest Hylton
Chicago, febrero de 2015
PRÓLOGO
Gonzalo Sánchez Gómez
Profesor emérito de Historia, Universidad Nacional de Colombia
Director Centro Nacional de Memoria Histórica
Este libro es el producto de un encantamiento.
El encantamiento con Colombia de este joven investigador americano
que reparte sus preocupaciones investigativas
entre la Colombia de Álvaro Uribe y la Bolivia de Evo Morales.
La deuda intelectual que he podido rastrear en la breve correspondencia que he tenido con el autor determina en gran medida su perspectiva. Formado en la escuela de la historia social británica (E. Hobsbawm, E. P. Thompson, Christopher. Hill), remozada con los estudios subalternos de los orientalistas (Ranajit Guha, Partha Chatterjee) y con el ojo crítico del intelectual y militante propalestino Edward W. Said, el encantamiento de Forrest Hylton le llevó a buscar la lógica o, si se quiere, la crítica de la razón del conflicto en Colombia. A la postre, y seguramente muy a pesar de su espíritu combativo, la pesquisa le dejó la sensación de que la historia colombiana está dominada por un insuperable movimiento pendular que oscila entre la irrupción de la protesta y la demanda radical-popular, y la subsiguiente oleada represiva, cuya respuesta inevitable es a su vez la rebelión armada. Esta última se traduce, por la vía de la recurrencia, en lo que el autor llama hipertrofia militar de la resistencia popular. Esa es al menos una de las facetas que deja entrever este libro profundo y militante.
El libro, repito, es producto de un encantamiento, pero es también producto de un desencanto, el desencanto del autor con los desenfoques de la violencia que se han venido generalizando y según los cuales esta no tiene nada que ver con la situación socioeconómica, con el cierre o restricciones del sistema político, o con la pobreza que revelan a diario las estadísticas comparadas. Desprovistos de toda explicación hemos venido quedando mudos frente a una especie de entronización de lo que podríamos llamar la inmaterialidad de la violencia. El texto es un mentís, una vigorosa respuesta a estos vaciamientos de razones y sentidos y una búsqueda clara de la sustancia del conflicto colombiano.
En su desarrollo el texto está organizado alrededor de tres elementos o bloques temáticos destacables en la larga duración:
El primero se refiere a la forma específica de construcción del orden político, a lo largo del siglo XIX, caracterizada por la debilidad del Estado, la centralidad de los partidos y la fragmentación de las élites, en cuyas hegemonías no resueltas yace una de las principales razones de las crónicas guerras civiles. En realidad las élites son tan fragmentadas como la topografía del país. Pero a esa fragmentación tampoco escapan las fuerzas contestatarias, llámense sindicatos, organizaciones campesinas, guerrillas o frentes políticos. En este contexto, la “democracia oligárquica” y bipartidista se ha mantenido con violencia, pero sin los sobresaltos institucionales que en otros países produjeron los populismos, las revoluciones sociales agrarias o las dictaduras. Más aún, el republicanismo radical popular, que tuvo una irrupción vigorosa y promisoria entre 1849 y 1854, y que puso a Colombia, según el autor, a la vanguardia del reformismo liberal y de la movilización política republicana en el mundo atlántico, fue desarticulado primero con la Regeneración a fines del siglo XIX y de nuevo a mediados del siglo XX con La Violencia. Adicionalmente, y en contraste con una tradición que ha puesto particular atención a las filiaciones ideológicas, Forrest Hylton, sin descartar estas, se interesa más por las prácticas, los rituales y la política cotidiana de los de abajo (indígenas, artesanos, afrocolombianos, colonos y comunidades campesinas) lo que le imprime un sello especialmente dinámico a los cambiantes escenarios que describe y analiza en este enjundioso texto.
El segundo eje temático se refiere a la dinámica del orden social, que también desde el siglo XIX se mueve en torno a las luchas por la tierra, a los procesos de colonización y de migración intrarrural o rural urbana, y a los infructuosos esfuerzos de ruptura de los campesinos con las redes clientelistas. Después de repetidos altibajos de reforma y violencia, esta arquitectura social culmina al filo del milenio con la aplastante contrarreforma agraria –una moderna refeudalización del campo por parte de los paramilitares y narcotraficantes, que no es solo expropiación -concentración de la propiedad, sino reversión de los limitados procesos de democratización rural de décadas precedentes y reconfiguración de las hegemonías y las exclusiones en un amplio número de departamentos, las divisiones territoriales de Colombia–.
El tercer núcleo argumentativo se pregunta por los modos de estructuración del poder y la violencia, desde los años cincuenta del siglo XX hasta la época actual, en un escenario de competencia entre la soberanía limitada del Estado y las pretensiones de soberanía concurrente de insurgencia y contrainsurgencia, concurrencia cuyo resultado más abultado es la privatización de los poderes de coerción.
Desde luego, esta privatización enormemente descentralizada trae otras secuelas: ha oscurecido, mucho antes de que Michael Ignatief en su brillante The warrior’s honor lo hubiera constatado como una de las características de las guerras contemporáneas, las fronteras entre civiles y combatientes. En ese terreno han sentado funesta doctrina en Colombia presidentes como Laureano Gómez en los años cincuenta, y Turbay Ayala con su Estatuto de Seguridad a fines de la década de los setenta, cuyo sabor a Guerra Fría encuentra eco todavía hoy bajo la fórmula de la Seguridad Democrática del presidente Álvaro Uribe Vélez. Los momentos son, desde luego, distinguibles, pero hay algo en común a todos estos regímenes, incluido el actual: manifiestan una irreprimible repugnancia por ideas como las de resistencia civil, comunidades o territorios de paz, neutralidad indígena, y, en general, todo esfuerzo de deslinde de los cuerpos armados. La población es vista, o como prolongación del ejército, o como prolongación de la insurgencia.
Haciéndole eco a esta constatación de Hobsbawm: “Descubrí un país en el que la imposibilidad de hacer una revolución social ha hecho que la violencia sea la esencia constante, universal y omnipresente de la vida pública”, quizás pueda decirse que para el autor de La horrible noche, la historia del país ha sido una historia de contención obstinada de una profunda demanda de revolución social. Una revolución social derrotada, primero, por la Regeneración en la era del capital, a fines del siglo XIX; abortada con posterioridad a la Segunda Guerra Mundial y, en especial, durante la violencia de los años cincuenta; y finalmente truncada con el colapso de la Unión Soviética, la crisis del socialismo real y las involuciones del ciclo revolucionario centroamericano, con breves destellos reformistas entre uno y otro ciclo.
Las consecuencias de tal trayectoria histórica son desde luego duraderas. No es la misma la mentalidad de un país que ha tenido una revolución, aunque después esta haya sido interrumpida (caso México o Nicaragua), que la de un país que se ha mostrado incapaz de realizarla. En los primeros, el ejercicio del poder popular, así fuera transitorio, dejó una enorme confianza en la capacidad transformadora de la acción colectiva, en tanto que en el segundo, el caso de Colombia, se ha acentuado un profundo pesimismo histórico frente a la posibilidad del cambio radical. Esto explicaría también por qué en Colombia pesa tanto la memoria como trauma sobre la memoria como celebración heroica.
Esta no es desde luego una pura y simple evidencia. Tal singularidad solo resulta comprensible en el marco de una cuidadosa reflexión histórica. El “dónde estamos” solo se nos aclara en la medida en que logremos establecer los determinantes estructurales, es decir, el “de dónde venimos”. Es cierto que a lo largo del siglo XIX Colombia era representativa de las innumerables guerras civiles que agitaron el subcontinente. Pero, en tanto para la mayoría de los países latinoamericanos en el siglo XX las guerras civiles se habían convertido en un anacronismo, y se abrían a experiencias de incorporación social y política, bajo la fórmula del populismo (Vargas en Brasil, Perón en Argentina), Colombia habría de padecer esa prolongada guerra civil no declarada, llamada La Violencia, definida por Eric Hobsbawm como una compleja “revolución frustrada”. Colombia dejó entonces de ser representativa y se convirtió cada vez más en excepcional en el contexto de la política latinoamericana.
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