La horrible noche - El conflicto armado colombiano en perspectiva histórica. Forrest Hylton
y Nicaragua con Somoza.28 Es decir, el populismo fue un triunfo rotundo que como forma de política que incluía a los excluidos de las repúblicas oligárquicas se anticipaba a la amenaza, verdadera o imaginada, de una revolución social. Aunque la clase media y segmentos de las viejas oligarquías pudieron haberse beneficiado más que otros grupos, la clase obrera y la clase campesina obtuvieron más y mejores beneficios que los que habían conseguido hasta entonces.
Pero en Colombia el populismo fue vencido entre las décadas de los treinta a los cuarenta y cuando levantó cabeza otra vez en las décadas de los setenta y ochenta, fue decapitado por el terror estatal y paraestatal. Irónicamente, esto solo ha logrado debilitar aun más la ya frágil legitimidad del gobierno central y ha reforzado, al menos militar y territorialmente, a las insurgencias y a la contrainsurgencia. Los estudiosos del tema creen, por consenso, que esto hace que la situación de Colombia sea única.29 Por mi parte sostengo que cuando el gobierno central intentó hacer la reforma agraria bajo la presión de los movimientos populares democráticos y radicales, esta fue obstruida y la contrarreforma se fortaleció desde las regiones y los municipios. Como la guerra sectaria se extendió en las décadas de los cuarenta y cincuenta, cientos de miles de familias campesinas mestizas desplazadas colonizaron fronteras agrarias en regiones de tierras bajas escasamente pobladas por grupos indígenas, o se asentaron en las periferias urbanas de numerosas ciudades intermedias colombianas, en zonas alejadas del epicentro de autoridad del gobierno central.
El gobierno central delegó la represión, primero, a través de la guerra sectaria entre los dos partidos y, después, a través de la contrainsurgencia de la Guerra Fría, cuando se enfrentó a los desafíos insurgentes. Ambos mecanismos de represión de la protesta, la organización y la movilización social fueron moneda común durante los regímenes de terror estatal contrainsurgente que comenzaron en Guatemala en 1954 y continuaron con Brasil y Bolivia en 1964 hasta extenderse por todo el Cono Sur en la década de los setenta. Como en muchos lugares del mundo después de la Segunda Guerra Mundial, los mecenas del gobierno de los EE. UU. mantenían: “cierta distancia sin dejar de involucrarse” en América Latina y “el terror contrarrevolucionario estaba inextricablemente relacionado con el imperio”.30
Aun así, dos rasgos caracterizaron de manera particular el terror de Estado en Colombia. En primer lugar, ciertos segmentos de la clase campesina vinculados con las élites a través de intermediarios de clase media y que soñaban con adquirir propiedad, ahuyentaron de la región a otros segmentos de su misma clase por medio del despliegue de terror, desalojo y expropiación —algo más o menos análogo a lo que Marx llamó la “acumulación primitiva” de capital en el campo inglés, pero con el elemento distintivo en el caso colombiano de violencia partidista, insurgente o contrainsurgente entre la propia clase campesina—.31 En segundo lugar, con el tiempo, las organizaciones contrainsurgentes obtuvieron una relativa autonomía del Estado, convirtiéndose en un para-Estado. Esto concentró la tierra en cada vez menos manos, inclusive redistribuyéndose una pequeña cantidad de la misma entre un selecto número de clientes subalternos.32 Las ciudades crecieron junto a los asentamientos de fronteras agrarias abiertas, donde se replicó la dinámica anterior del conflicto.33 En el transcurso de apenas cincuenta años los colombianos pasaron de ser una sociedad en la que dos tercios de la población vivía de y en el campo —patrón y campesino; criollo, mestizo, mulato, indio y negro—, a una donde dos tercios habitan las ciudades.
Aunque Colombia se ha convertido en una sociedad que gira en torno a una red de ciudades conectadas por aire y tierra, los terratenientes conservan el dominio político en muchas regiones y localidades. La política colombiana puede ser vista como un sistema parlamentario semiautoritario en el que los terratenientes, en vez de entrar en conflicto con grupos emergentes de industriales y comerciantes, se han fusionado con ellos.34 La actividad comercial, caracterizada por una división poco clara entre lo lícito e ilícito, le ha proporcionado continuamente a la oligarquía iniciativas frescas, cuando sectores de movilidad social ascendente trataron y lograron hacer parte de la oligarquía a través de iniciativas empresariales violentas y despiadadas.35
Las nuevas élites comerciales y manufactureras relacionadas con el negocio de exportación de café se unieron a la oligarquía terrateniente a finales del siglo XIX, por lo que en vez de debilitar el poder del latifundismo dentro la oligarquía, lo reforzó. La alianza reaccionaria caracterizó a la república cafetera bajo el dominio conservador después de la Guerra de los Mil Días finalizada en 1903, sobrevivió intacta el desafío gaitanista en la década de los cuarenta, proporcionó las bases para las políticas del Frente Nacional durante la década de los ochenta y, gracias a la “guerra contra las drogas” dirigida por el gobierno norteamericano, asumió nuevas dimensiones con el aumento constante del negocio de la cocaína en la década de los noventa. El narcotráfico invirtió en los sectores de construcción, comunicación y servicios; sus importaciones de contrabando se vendían a precios más bajos que los de la industria nacional. Como latifundistas, las élites poseían la mayor parte de las mejores tierras y los bienes raíces urbanos del país. Arraigado en estas formas excluyentes de tenencia de la tierra, el poder político continuó dispersándose desde un centro débil hacia las regiones, especialmente en las áreas fronterizas.
El “déficit crónico” del Estado colombiano es bien conocido entre investigadores y aquellos que viven en medio del conflicto. Especialistas y actores sociales con opiniones opuestas sobre la política colombiana concuerdan en que el Estado colombiano es débil y su autoridad frágil. En cualquier interpretación sobre la violencia en Colombia, la fragilidad de la presencia estatal debe clasificarse como uno de los principales factores que explican la fuerza de la insurgencia y la contrainsurgencia. La soberanía siempre ha estado circunscrita y fragmentada regionalmente. El gobierno central nunca ha monopolizado legítimamente la fuerza, ni ha administrado la mayoría del territorio bajo su jurisdicción. Esto ha traído como resultado un largo periodo de conflicto entre facciones de la élite que se volcó en guerra civil a finales del siglo XIX y a mitad del siglo XX.
Sin embargo, para finales de la década de los cincuenta, el dominio bipartidista sobre la representación política formal fue sostenido gracias a un compromiso compartido con la economía de mercado en la que el Estado jugaba un papel limitado. El anticomunismo de la Guerra Fría, por su parte, cimentó la unión de los dos partidos a lo largo del Frente Nacional. La riqueza, especialmente en lo referente a propiedad de la tierra, se mantuvo fuertemente concentrada y su distribución fue bastante desigual, aunque un periodo de crecimiento económico sostenido, basado en la exportación de café y la manufactura para el mercado interno, amplió la clase media urbana y provincial en ciudades y municipios a lo largo de los sesenta. El consenso de la élite absorbió a segmentos de grupos subordinados, a través de redes de crédito y clientelismo, incorporándose cada vez más a este orden una nueva clase media, así como subalternos de la clase campesina y obrera. Pero, con la criminalización de la protesta, la disidencia y la misma pobreza que las políticas económicas gubernamentales reprodujeron, el Frente Nacional excluyó a la mayoría del campo y periferias urbanas.
La contrainsurgencia del Frente Nacional estimuló el crecimiento de la insurgencia. Fue así como en las décadas de los setenta y ochenta, las áreas rurales y urbanas recién colonizadas y sin presencia estatal se convirtieron en terreno fértil para los movimientos electorales de izquierda con alcance nacional, multiétnicos y de distintas clases sociales, donde las guerrillas tenían influencia. Puesto que estos movimientos/partidos eran liderados por insurgentes que buscaban abrir el sistema político o derrocarlo, las milicias de los terratenientes —con el apoyo de una nueva facción de la clase dirigente de empresarios de la cocaína— lucharon para proteger el derecho