Agónico carmesí. Josep Játiva
sé que castigaré sin remordimientos.
Una vez en casa, como cada noche, deslizo mi barra de labios sobre el contorno de mi boca y me esfuerzo en conseguir un tono sensual. Ese que tanto te gusta, ese tono ardiente.
Antes de conocerte era una mujer común, una de esas que compraba pintalabios según el precio de la etiqueta. Unas veces color fantasía, otras, colores brillantes con reflejos de metal, pero ahora soy otra mujer. Una mujer, muy mujer. Soy dueña de mí misma. Yo decido lo que quiero y cómo. Y hoy te deseo, otra vez. Quiero seguir notando tu cuerpo, tu fuerte abrazo sobre mí. Me entrego al amor, a tu pasión brusca e intensa. Tranquilo, esta noche vuelvo a estar preparada. Observarás de nuevo mis labios carmesí antes de azotarme con tu látigo y cubrirme del placer de la agonía. Mi dulce placer de tonalidades rojizas y agónico carmesí.
I
Mis dedos resbalan distraídamente sobre la ajustada falda de cuero brillante que he elegido para nuestro encuentro prohibido, a juego con ese corpiño negro y bermellón tan intenso como el carmesí de mis labios, como el carmesí de la sangre. Esa prenda que hace que tus ojos ardan de deseo cada vez que me miras.
Mi corazón se acelera con solo pensarte. Tus robustas manos sobre mi cuello, ejerciendo la justa presión que me hace sentir más viva que nunca. Noto cómo mis venas bombean a una velocidad vertiginosa. Palpitan bajo esta piel que solo anhela tus caricias de fuego y la fusta que azota el final de mi espalda.
El reloj parece estar jugando conmigo, pues las horas no avanzan y no veo el momento de salir hacia nuestra habitación de hotel. Como la que reservamos la noche en la que todo cobró sentido. Aquella noche en la que juntos, destripamos a esa pareja que quiso invadir nuestro ritual de seducción y agónico placer. Qué tontos fueron al pensar que les dejaríamos compartirlo con nosotros, aunque sin pretenderlo fueron el comienzo de algo mucho más intenso.
Recuerdo cómo nos miraban desde el otro lado del club y cómo se entrometieron entre nuestras miradas cómplices, rompiendo la magia con verborrea estúpida y sin sentido. «Podríamos, ya sabéis, hacer intercambio de parejas. Me gusta tu chica. ¡Joder! ¡¡Qué buena estás!! Y a mi chica le gustas tú. ¿Qué os parece? ¿Lo hacemos? ¡Sería una pasada azotar ese culito mientras me arañas la espalda! Y tú, no sabes las ganas que tiene mi chica de pellizcarte esos pezones con las pinzas eléctricas...». Bla, bla, bla... No dejaban de hablar, de interrumpir, de apagar lo que llevábamos toda la noche avivando. Hasta que de pronto nuestros pensamientos se entrelazaron como nunca antes y los dos tuvimos la misma idea. «De acuerdo», dijiste muy serio. Mi cuerpo se estremeció de placer. «Vayamos a un hotel». Me agarraste del brazo, te acercaste a mi oído y susurraste: «comámonos sus corazones». Un escalofrío de satisfacción recorrió mi espalda y la más perversa de las sonrisas se dibujó en mi rostro, había encontrado a mi alma gemela. Eras tú, por fin lo confirmaba.
Recuerdo frases interminables de palabras estúpidas, manoseos torpes que asesinaban mi libido, a esa puta mordiendo tu oreja... Y tus ojos, que fueron lo único que me hizo aguantar hasta llegar al habitáculo donde todo cambió.
Tu látigo chasqueó sobre la piel de aquel miserable y una ráfaga de intenso carmesí salpicó mi boca, fue entonces cuando un torbellino de emociones se apoderó de nosotros y un éxtasis rojizo lo cubrió todo. Asestaste latigazos a diestro y siniestro. Rasgando tela y carne. Consiguiendo que aquella ridícula pareja perdiera el sentido entre agónicos sollozos. Fue todo tan repentino que no pudieron ni gritar. Tu maestría con la poderosa cuerda de cuero me maravilló tanto como la primera vez que la usaste sobre mi espalda, y mi excitación llegó a límites insospechados cuando pusiste el cuchillo en mi mano y juntos lo hundimos en el pecho de aquel desecho humano. Tus dedos pintaron mis labios con la sangre del condenado y entonces descubrí a través de tus ojos, que aquel y solo aquel, sería para siempre el color que mi boca llevaría como atuendo. El color de la agonía, el rojizo color de la muerte.
Embelesada por los dulces recuerdos, he perdido la noción del tiempo, el claxon de tu moto me devuelve a la realidad y ahora sí, es el momento de salir a tu encuentro. De dar comienzo a una nueva cacería... De sangre humana.
II
Desnuda desde la cama veo cómo te duchas y limpias el exceso carmesí de tu piel. Mi corazón todavía es presa de la excitación y me cuesta bastante más que a ti salir de aquel éxtasis de placer en el que nos hemos sumergido una noche más. No me canso de mirarte, de observar cada uno de tus fuertes músculos y recordar lo duro y severo que eres con los incautos que se atreven a retozar con nosotros. Esta noche ha sido mágica. Una orgía de agonía rica en tonalidades rojizas. Matices que ahora, y tras un ejercicio de reflexión, me han llevado a descubrir otro nivel de placer.
No puedo más que agradecer tu generosidad y tu muestra de afecto durante el acto. «Toma, cariño, presiónale el cuello con tu rodilla. Déjalo sin aire y bésame». Qué viva me siento a tu lado. Mis otros amantes no han sabido hacerme sentir ni la mitad de querida de lo que tú lo haces.
Hoy ha sido mágico, y quiero que lo sepas. Cuando me has dejado en la puerta del hotel y me has soltado ese enigmático «espera aquí, tengo una sorpresa», pensaba que repetiríamos lo mismo de ayer, pero al verte llegar con ese grupo de turistas ebrios, he comprendido que esta noche iba a ser diferente. Siempre enseñándome a ser mejor amante, a descubrir mi completa sexualidad carmesí.
Antes de entrar te he besado violentamente. «Tranquila, cariño. Reserva tu fuerza. Tenemos muchas horas de diversión», me has dicho al oído. Me he alejado de ti unos centímetros y he observado a los inocentes turistas que empezaban a tocar mis senos con la mirada perdida. Tres jóvenes fornidos y dos muchachas de larga cabellera y delgadas piernas. Uno de los chicos ha querido besarme en el cuello. Lo he empujado de forma lasciva contra la puerta y poniendo mi mano sobre su abultada entrepierna le he susurrado. «Oh, no querido. Hoy quiero experimentar», y tras soltarle, notando cómo se aceleraba su riego sanguíneo, me he abalanzado sobre la joven de pelo castaño.
La mujer me ha aceptado presionando sus pechos contra los míos. Juntas, nos hemos entregado al juego. Mientras, tú nos has dirigido al interior de la habitación donde hemos dado rienda suelta a nuestras perversiones más primitivas.
Todavía no se me van de la cabeza tus palabras: «Hazle sentir por qué es mujer» y me has ofrecido aquel bate de béisbol con tachuelas oxidadas. Ahora siento vergüenza. «¿Qué cara debo haber puesto?». Pues me lo has dado tras asestarle un severo golpe en la sien. «Tranquila, no está muerta. Podrá sentir todo lo que quieras hacerle».
En mi interior no cabía más excitación, así que la que no he podido retener internamente, la he manifestado sobre aquella joven que, bañada en sangre, me ofrecía su exuberante cuerpo.
El sonido del teléfono de la habitación interrumpe mis pensamientos y me obliga a tranquilizarme y a bloquear mis instintos. No quiero contestar, quiero volver a entregarme a ti como lo he hecho sobre los cuerpos sin vida de los turistas. Me deslizo sobre la cama recién teñida del mismo color que mis labios para alcanzar el auricular. Lo cojo.
—¿Qué haces? —me dices por detrás—. No contestes, seguramente quieran llamarnos la atención por el escándalo que hemos montado.
Pareces enojado, distinto.
—Tranquilo, no diré nada —te digo, mientras tapo el auricular con una mano y cuelgo—. Nos volveremos a escapar por las escaleras de incendios.
Intento calmarte mostrándote mi cuerpo, provocativamente.
El oscuro carmesí todavía me viste. Tú me coges, tan violento como siempre. No me extraña, pero a diferencia de otras veces optas por abrazarme con fuerza. Me abrazas sin deseo y eso me preocupa.
—¿Crees que soy un monstruo? —preguntas, sin más.
—¿Por qué lo dices? ¿Qué te hace pensar eso?
—¡Mírate, mira esta habitación! —Me apartas con renovada violencia.
—¿Qué