Agónico carmesí. Josep Játiva

Agónico carmesí - Josep Játiva


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entre mis manos.

      —¡Id hacia el coche! Yo me encargo de ellos... —El hombre prepara su espada y adopta una pose desafiante. Una sonrisa se dibuja en su cara. Antes de que me de cuenta, ha echado a correr en dirección a los monstruos. Parece volar.

      Con gran maestría, blande su espada en perfectos cortes que cercenan cuellos, brazos y piernas a una velocidad pasmosa. Sin dejar de cortar con la mano derecha, desenfunda otra espada con la izquierda y empieza un baile sincronizado con ambas katanas y las extremidades y cabezas de los engendros malignos.

      —¡Será chulo! No puede evitarlo, tiene que lucirse continuamente... «Yo llevo más muertos que tú». Siempre con la misma cantinela —farfulla la muchacha, malhumorada—. Le acabarán matando por su puto orgullo o me tocará salvarle a mí, como si lo viera... —sigue diciendo a nadie en particular.

      Aceleramos el paso y doblamos una esquina, entramos en un callejón sin salida; al final de este hay un coche oscuro, no tiene matrícula, ni signos distintivos, es totalmente negro incluyendo los cristales. La mujer, que por fin me ha soltado, se aprieta la parte interior de la muñeca con dos dedos. El coche hace un sonido y las luces parpadean. «Qué sistema más curioso», pienso.

      —Rápido, entra en la parte de atrás —me dice, mientras ella misma se introduce en el lado del conductor—. A ver qué está haciendo el loco este... Como le maten... ¡Lo remato!—. Y suelta un gruñido.

      Arranca el motor y acelera quemando rueda, salimos disparadas del callejón hacia la maldita calle donde todo ha terminado entre nosotros. Por la ventanilla veo en una rafaga lo que queda de ti y unas lágrimas amargas se deslizan por mis pálidas mejillas.

      El automóvil gira en el cruce y frena en seco a pocos centímetros de la batalla. Veo un par de monovolúmenes de idénticas características al deportivo en el que me encuentro y a unos cuantos hombres de similar vestimenta a la de mis salvadores luchando contra esas bestias. El batallón que decía la chica.

      —¡Para ya, Leo! ¡Venga, métete en el coche! ¡Ahora! —El chico, que está en pleno frenesí destructor, cercena la cabeza de uno de esos engendros, atraviesa el estómago de otro en un solo movimiento y, acto seguido, enfunda las katanas con cara de desaprobación y se aposenta en el asiento del copiloto pringándolo todo de sangre.

      —Con lo bien que me lo estaba pasando... Aguafiestas... —declara decepcionado.

      La mujer hace un mohín y pone los ojos en blanco.

      No puedo evitar que me vuelva a la mente tu cráneo estallando delante de mí. Tu néctar de la vida salpicando la visera del casco. Tus ojos, carentes del brillo que me hacía temblar, mirándome sin verme...

      El coche quema el asfalto y llevándose a unos cuantos de esos monstruos por delante, acelera hasta que los perdemos de vista carretera atrás. Lloro sin parar. Mi alma está muriendo contigo. Estoy perdiendo mi humanidad. Solo quiero venganza. Esas criaturas desaparecerán entre mis manos, las mataré...

      —¡Los mataré a todos! —sin darme cuenta las palabras salen de mi boca en un profundo grito y retumban por todo el coche.

      —Bueno, Lilith, ya ves que está de nuestra parte... —Ríe abiertamente el joven—. Tan poca fe que tenías en ella, pues ya ves. ¡Quiere matarlos a todos! ¡Como nosotros! —Sigue riendo, esta vez con más ganas.

      —Ya vale, Leo, muestra un poco de respeto, su amigo acaba de morir...

      —¡No es mi amigo! Es... Era... mi amante, mi alma gemela, mi… —la voz se me quiebra al pensar en ti y las lágrimas vuelven a caer como cataratas sobre mi cara—. Ya nada tiene sentido, excepto la muerte de esas cosas... De esos odiosos monstruos o lo que demonios sean... —añado sin entusiasmo, con un profundo rencor en mi voz.

      —¿Qué sabes de todo esto? ¿Miguel te llegó a explicar algo? —pregunta curioso el chico.

      —¡¿Cómo sabes su nombre?! ¡¿Le conocíais?! —levanto la voz sin darme cuenta, pero se me quiebra por un momento. Esta pareja cada vez me tiene más intrigada. Me salvan la vida. Matan con pericia a esos seres y ahora resulta que también te conocían—. ¡¿Qué demonios está pasando?!

      Perdiendo los nervios, vuelvo a gritar, esto es demasiado surrealista, aún no me puedo creer que ya no estés aquí, conmigo.

      —Tranquilizate, mujer, ahora estás a salvo. En cuanto lleguemos a casa te lo explicaremos todo. Descansa un poco si quieres, llegaremos en una media hora —dice Lilith, mientras mira su reloj de pulsera.

      El agotamiento emocional, mental y físico de todo lo acontecido termina por vencerme y caigo en un sueño profundo pero inquieto, lleno de pesadillas que llevan tu nombre.

      Me despierto en una cama blanda y mullida, te busco entre las sábanas y de repente, soy consciente de que ya no estás en este mundo. Las lágrimas caen de nuevo por mi piel. La pena que me envuelve es demasiado poderosa. Lloro en silencio durante un rato hasta que me doy cuenta de que no estoy donde me dormí. Alguien me ha lavado y cambiado de ropa. Llevo un bonito camisón de seda que remarca mi perfecta figura en tonos rosados.

      Aunque intente negarlo, me siento reconfortada y a salvo, pero sin ti... Una repentina rabia aflora de mis entrañas y empiezo a golpear la cama y las paredes. Destripo las almohadas, me vuelvo totalmente loca. La furia me desquicia, arranco las sábanas y destrozo todo lo que está a mi alcance. Grito, grito como nunca antes, sacando todas las emociones que hay en mi interior.

      —¡¿Pero qué pasa?! ¡¿Estás bien, Olympia?! —La mujer salvadora irrumpe en la habitación, exaltada. «¿Esta gente quién es? Saben hasta mi nombre»—. ¡Joder! ¡Qué susto me has dado! Pensaba que te estaban atacando o algo... —interrumpe sus palabras al verme, sudorosa, con la respiración agitada, el pelo revuelto y el tirante del camisón caído mostrando casi por entero mi prominente pecho—. Eeeesto... Veo que solo te estás desahogando, perdona por irrumpir así... Pensaba que... —repite nerviosa.

      Sus ojos se centran en mi cuerpo y su cara se sonroja descaradamente.

      Al advertir que la observo fijamente, aparta la mirada, inquieta, mientras se rasca la cabeza. Qué inocencia más pura. Le gusto, pero lo disimula. Lástima que las mujeres seráficas no me atraigan lo más mínimo.

      —Lo... siento... —digo sin emoción—. No quería... Yo solo...

      Ahora me siento ridícula con las telas rasgadas y restos de plumas por todas partes.

      —No te preocupes, demasiado has soportado. Tenemos chocolate caliente y si tienes hambre, creo que queda algún bollo... —Se ruboriza nuevamente al decir estas palabras y desvía la mirada hacia el lado opuesto de la habitación, evitándome—. Te... te hemos dejado algo de ropa limpia en esa silla. Cuando estés lista, puedes salir y hablaremos de todo esto... No tengas prisa, sé que ha sido duro y las cosas no van a ser fáciles a partir de ahora, pero quiero que sepas que puedes contar con nosotros... —Aparta con la mano su flequillo despeinado y respira profundamente—. Eres más importante de lo que crees, Olympia... —dicho esto, da media vuelta y desaparece en la penumbra del pasillo sin darme oportunidad para pronunciar palabra.

      Estas dos personas, con sus caras angelicales y sus inocentes miradas carentes de todo lo que me excita, están aquí para protegerme. ¿Tendrán las respuestas que tú y yo buscábamos? ¿Quiénes son y qué quieren de mí? No entiendo por qué soy tan importante, sobre todo ahora que ya no estás conmigo. En este momento, ¿qué puedo tener que les siga pareciendo tan interesante? Sin ti ya no soy esa mujer que ellos querían... ¿O sí? Mientras pienso en todo ello, me tranquilizo y más calmada, me visto. Unos tejanos oscuros y una camiseta blanca, con lencería de lo más vulgar. Es todo lo que han dejado para mí.

      Una vez vestida, me calzo unas zapatillas de deporte blancas que, sorprendentemente, son de mi talla. En cambio, la ropa me queda holgada.

      No parezco yo sin el carmín carmesí que tanto te gustaba, sin lencería cara y de diseño exclusivo, sin mis exuberantes vestidos, ni mis botas de tacón de aguja... Y sin ti... Que le dabas sentido a todo ello...


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