Agónico carmesí. Josep Játiva
sé, podrían estar esperándote allí... —contestas, mirándome los glúteos.
Llevo las manos a mi trasero y mirándote severamente te respondo:
—Hoy ya has tenido suficiente, cariño. Vámonos de aquí, este lugar empieza a irritarme. —Ajusto la correa del protector craneal—. Por cierto, habrá que ir pensando en comprar otro casco, no puede ser que vayas sin protección cuando estás conmigo...
Me bajas la visera, juguetonamente.
—No te preocupes, nena. Tengo la cabeza muy dura. —Sueltas una carcajada contagiosa—. Pero tienes razón, no quiero quedarme sin puntos en el carné.
Mientras dices esto, metes tu mano en el bolsillo, sacas las llaves y subes encima de la motocicleta. Con un gesto de cabeza me indicas que te acompañe. Subo y te rodeo la cintura con mis manos. El motor hace un extraño ruido al arrancar, debimos haberle hecho caso al joven de la gasolinera donde repostamos y revisar los filtros, pero estábamos tan impacientes por llegar que pasamos olímpicamente de su consejo y ahora tengo miedo de que nos quedemos tirados en medio de la carretera a la espera de una grúa que tardará más de lo deseado. Aunque sé que, si eso sucede, tú estarás conmigo. Fantaseo con ello mientras conduces la moto con agresividad.
En el segundo cruce te detienes e interrumpes mis pensamientos. Abro los ojos y me doy cuenta de que algo no va bien. Lo noto por la forma en la que tensas los músculos de tu abdomen. Llevo la vista al frente y entonces lo veo. «¿Quién demonios es esa persona que se interpone en nuestro camino? ¿Es uno de ellos?». Me aferro a ti asustada. Le das gas a la moto para indicarle que despeje el camino y el ser, ataviado con una túnica negra con ribetes carmesí que lo cubre por completo, aprovecha el estruendo para sacar de su interior una pistola y disparar.
Un grito ahogado sale de mi garganta mientras perdemos el equilibrio y caemos de la motocicleta. Me aferro todavía más fuerte a ti hasta llegar al suelo y notar todo el peso del vehículo sobre mi pierna.
Me maldigo por llevar el casco en tu lugar. Este evita que me golpee la cabeza y me imposibilita escuchar cualquier palabra procedente de tu boca.
Me aterra descubrir el porqué de tu repentina torpeza. Mi respiración se vuelve agitada e intento saber de ti a través de mis manos. «¡Joder! ¡Dime algo!».
El sujeto se acerca a nosotros, vuelve a mostrar su pistola y dispara en tu cabeza sin rastros de compasión. La visera del casco queda manchada por completo de sangre y trozos de cerebro. Grito enloquecida, e intento liberarme de la trampa en la que se ha convertido nuestro vehículo, pero mis manos resbalan torpemente sobre la sangre que me rodea.
Enloquezco por completo. Esa cosa de extrañas facciones, que no puedo ver con claridad, golpea con sus botas sadomasoquistas de plataforma tu delicado cuello incontables veces hasta conseguir separarte la cabeza del cuerpo. Yo cierro mis ojos para evadirme de tal horror, pero la vibración del suelo producida por cada impacto me hace imposible bloquear tanto dolor. Grito, grito sin descanso dejándome la voz. Desesperada y enajenada, golpeo los hierros de la motocicleta. El ser patea tu cabeza perforada y la aparta de ti. Se arrodilla y empieza a succionar la sangre que brota de tu cuello, convertido ahora en una fuente de agua carmesí.
Al fin consigo liberarme. Arrastro mi cuerpo lubricado con sangre sobre el asfalto, pero siento cómo el engendro me oprime el tobillo y se gira violentamente hacia mí. Consigo verle la cara, pero soy incapaz de discernir si es hombre o mujer, no parece humano. Pese al dolor que experimento consigo clavarle el tacón de mi zapato en un ojo. Me regodeo en su dolor y aprovecho para liberar mi dolorida pierna de sus garras. El ser reacciona destrozando mi calzado y salta sobre mí. Acerca su boca a mi oído y susurra: «Ozark. Dea Vermiculus». Su voz susurrante y totalmente asexual, penetra en mis oídos nublando mi mente.
Noto cómo recorre su lengua por mi cuello, mis hombros, mis pechos. Una fuerza extraña me mantiene presa. Quedo completamente en sus manos, expuesta a él, esperando a recibir su diabólico aliento. Lloro. Me derrumbo al contemplarte allí, separado, convertido en un puzle siniestro. Nunca más volveré a sentirte, a amarte, a divertirme contigo. Mis piernas se separan aún, ofreciendo poderosa resistencia. Roces extraños experimento en mis muslos y gotas de sudor caen por mi frente. Me falta el aliento, encerrada en el interior del casco protector. Puedo verle a través de la visera, pese a las manchas sangrientas que no desaparecen. Estas, me recuerdan una vez más que no volverás a poseerme, no volverás a mostrarme tu látigo, tu severidad, tu talento en el arte de la amatoria y me preparo para recibir una muerte sádica y sexual a manos de este ser desconocido.
De repente, me siento liberada y una gran cantidad de líquido cálido me rocía, mojando pecho y estómago. Seguidamente el sujeto se desploma sobre mí. Lo aparto angustiada y me doy cuenta de que ha muerto.
—Tranquila, este demonio ya no puede hacerte nada —comenta un joven con vestimenta ajustada mientras sostiene la katana con la que acaba de rebanar al ser que casi consigue violarme. El cuerpo sin vida se desintegra ante nuestros ojos.
Me extiende su mano y yo la acepto.
—Así que eres tú a quien buscan... —dice con su masculina voz y sonrisa angelical.
Sus ojos grises, su aspecto musculado, sin excesos, y su pelo largo y rubio hubieran enamorado a cualquier mujer, pero no a mí. Quizás sea porque todavía estoy aturdida por lo ocurrido, o porque ese tipo de hombre tan inocente no me excita, pero mi mente por una vez no piensa en él como un objeto sexual. Simplemente me dejo llevar presa de su aura benevolente y protectora.
V
—¿Qué hacéis ahí parados? No tenemos tiempo. Los están reteniendo, pero cada vez llegan más y ya nos superan en número. ¡¿Qué coño tienes que los vuelve tan locos?! —Una chica, que viste el mismo atuendo que mi rescatador, de cuerpo fibrado y pocas curvas, nos grita a ambos desde mitad de la calzada. Ha aparecido por la esquina derecha del cruce agitando una espada que brilla con tonos rojizos.
Yo aprovecho los pocos segundos de calma para quitarme el casco y recuperar el oxígeno que este me robaba.
—¿Cuántos hay? —pregunta el misterioso joven emocionado.
—No, ni de coña. No vamos a enfrentarnos a ellos, ya sabes cuál es nuestra misión, así que centrémonos en ella... —La mujer suspira mientras guarda su katana llena de sangre—. Hay que salvar a «la diosa carmesí» —añade, creando unas comillas con los dedos. Tiene los ojos de un verde intenso y su cabello negro azulado, corto y desgreñado, le enmarca la cara en un óvalo perfecto.
La decepción se dibuja en el rostro del guerrero y la mujer lo regaña con la mirada, como una leona a su cachorro cuando ha hecho alguna travesura. Mi cara de completa perplejidad no pasa inadvertida para la extraña pareja que me mira interrogante. Él, a unos pocos pasos de mí, y ella acercándose rápidamente a nosotros.
—Pues... no sé qué te ven de especial, pareces una chica del montón... —La muchacha me estudia con la mirada mientras nos alcanza—. Vamos, luego hablaremos de todo esto, ahora tenemos que ponerte a salvo —añade, mientras me agarra del brazo—. No sé por qué, pero esas cosas te quieren a toda costa. ¡Nunca había visto tantos de ellos juntos! —Me arrastra por la calle en dirección opuesta al cruce por el que ha aparecido, me aleja de ti, de los restos inertes de tu precioso cuerpo.
—¡NOOOO! —grito de repente—. ¡No quiero alejarme de él! ¡No podéis separarnos así!
Y sin que logren retenerme, me abalanzo sobre tu cabeza. Tu cara permanece intacta. La sujeto con ambas manos y tras mirar tus ojos sin vida, te beso apasionadamente tiñendo mis labios con el perfecto carmesí de tu sangre. Nuestro último beso, amor mío.
Unos sonidos extraños, como el chirriar de una bicicleta oxidada, se escuchan a lo lejos. Abro los ojos y poco a poco separo nuestros labios. Por la esquina del cruce, atino a ver unas siluetas humanas que se mueven de forma rara y amorfa.
—¡Mierda, son más de los que esperábamos, parece que han superado al batallón! —grita la mujer más