Córreme que te alcanzo. Marina Elizabeth Volpi
vez lo esperaba con ansias porque sería el último verano que pasaría allí. Todas las internas, tuvieran familia o no, al cumplir los 17 años eran preparadas antes de su mayoría de edad para irse en busca de su futuro. Sabía que me esperaban mil aventuras, me sentía preparada y asustada en la misma proporción. Una tarde calurosa de diciembre, Vale vino corriendo y me dijo:
—¡Se te hizo el milagro, Eli! —Como siempre o casi siempre sus palabras tenían entonación religiosa, no le hice caso. Pero cuando Sor Rosario me anunció muy seria que la Madre Superiora me quería ver, me asusté. Caminé apresuradamente hacia la dirección pensando qué hice mal o qué hice bien y suavemente golpeé la puerta.
—¡Pase! —Asomé la cabeza y pude ver a nuestra querida Madre Superiora que me miraba con cariño, o sea que tenía alguna buena noticia.
—Eli, vino alguien a visitarte, tiene permiso del juzgado, así que te voy a dejar que recibas tu visita en el jardín. —Pasmada me quedé; En todos estos años NUNCA me habían visitado y eso que era mi ruego más anhelado. La alegría dio paso a la intriga.
—Sor Fátima, ¿quién es? —Ella me indicó la puerta y pasé al frente donde estaba el jardín y allí lo vi parado al doctor. ¡Qué pavor…, me quería enterrar allí mismo!
—Hola, soy Diego Valencia, ¿podemos hablar? —Me deslicé despacito hacia el asiento de jardín que estaba caliente por los rayos del sol, pero allí me atornillé y lo miré curiosa.
—¿Vos qué hacés acá?
Él se sentó y me empezó a contar que quedó impactado conmigo y para ver si era cierto lo que le había dicho se había contactado por teléfono con la Madre Superiora y luego con mi jueza para que le dé permiso para verme, que sus intenciones eran absolutamente nobles y solo quería conocerme. Yo lo escuchaba atentamente, pero no entendía nada.
—¿O sea que vos sos como una especie de amigo mío ahora?
Moviendo la cabeza de un lado a otro me dijo que ni él sabía por qué tenía tantas ganas de verme, que luego de que yo me fuera por el pasillo se quedó todo el santo día pensando en mí y, si yo quería sí, podía ser mi amigo. Le dije que lo iba a pensar, él prometió volver el otro sábado. Esa semana fui una heroína, pero con el pasar del tiempo todas se acostumbraron a verme a mí y a mi enamorado charlando en el jardín. Me traía de todo: golosinas, peluches, cosas para estudiar, libros que me gustaban, historietas, etc. Descubrí que era divertido y amable, por lo que poquito a poco me fui enamorando de él; salvo el detalle de que nos separaban doce años de diferencia, parecíamos almas gemelas destinadas a estar juntos.
Como yo sabía que al cumplir los 17 tendría que irme se lo comenté y él le pidió permiso a la jueza para comenzar a llevarme a pasear los sábados; un permiso que rápidamente fue concedido, otorgado y sellado. Cuando comencé a salir a la calle con él todo parecía un sueño; me decía que era su muñequita, me llevaba a comer comidas de nombre largo y sabor sublime, insistió en comprarme ropa bellísima (como 20 jeans me compré) y paseamos por casi todo Buenos Aires, lo cual nos dio tiempo para contarnos cosas más personales. ¡Su historia era tan distinta a la mía! Él nació en La Plata, su familia era de alcurnia, su padre que había sido cirujano, siempre lo apoyó en su carrera, su madre era un ser amoroso que toda la vida lo había cuidado, y como solo tenía una hermana que vivía en Suiza, al morir el padre, él se quedó a cargo de su madre que, si bien era una señora vital y coqueta, siempre contaba con sus consejos y cuidados. A mí me sonó todo muy lindo, porque escucharlo hablar con tanto cariño de sus padres cuando yo no había conocido ese tipo de amor, era casi mágico. Así y todo, sentía pánico de conocer a su madre y el sentimiento se acrecentó cuando me dijo que quería que fuera bien vestida a conocerla.
Sentada en su coche hice un puchero.
—¡Nunca me va a aceptar, Diego, soy huérfana!, ¿entendés? —Él rápidamente me retrucó:
—Eli, no hace falta contar todo, mi vida, le decís que tenés familia lejos y listo. —La situación me parecía peligrosa, así que ultimamos detalles y cuando por fin tuve el primer encuentro con su mamá, mi persona fue absolutamente reemplazada por una joven de 18 años, que fue criada de la misma manera que su amado hijo y a quienes sus padres (que vivían en San Luis) habían enviado a estudiar a Buenos Aires. La señora me pareció realmente amable y me dolía mentirle de esa manera.
Nuevamente en el auto Diego me abrazó y me dijo que su mamá estaba feliz conmigo y yo superenojada le grité:
—¡Son puras mentiras, apenas descubra quién soy me va a odiar! —Tratando de calmarme me contestó:
—Nada que ver, lo importante es que estemos juntos, el resto veremos. —Pero yo sentía que me había obligado a mentir, porque él no tenía las gónadas suficientes para decirle a la mamá de dónde literalmente me había sacado. Esa situación me quedó haciendo ruido...
Nuestra historia de amor fue rápida, efímera, voraz como un incendio y con la misma velocidad se apagó. Yo aún no había tenido relaciones sexuales con nadie y era un tema recurrente en casi todas nuestras salidas, porque Diego era un hombre de 28 años y sentía que la carne le hervía y el deseo lo acuciaba. El problema era que sus tiempos no eran los míos y su error más grande fue pensar que yo caería rendida a sus pies y en sus genitales.
Una de las tantas salidas de fin de semana me dijo que me llevaría a un lugar soñado, donde solo íbamos a estar él y yo. Así que con tremendo programa me puse mi ropita más linda, saludé a Vale y a Maca y me subí al auto de “mi doctor”, como le decían las chicas. Observé que la ciudad comenzaba a quedar atrás y el camino se hacía rutinario, por lo que solté mi cabello, bajé la ventanilla y mirándolo con ternura dije las palabras más trilladas y usadas del mundo: ¡¡¡te amo!!! Él me respondió con un guiño de ojo.
Llegamos temprano a Mar del Plata y nos alojamos en un hotel divino, yo no soy tonta, por lo que sus intenciones eran absolutamente obvias, pero todo era tan bonito que solo me dejé llevar por el momento. Dejamos las cosas detrás de la puerta y le dije que quería darme un baño, así nos preparábamos para almorzar. Dejé la campera en la cama (solo había una cama) y me dirigí al baño que era lujoso con jaboncitos y toallitas de todos los tamaños posibles, luego de una espumante ducha me sequé el cuerpo y me envolví en toallas. Busqué mi ropa para ponérmela, y como no la encontré, salí medio enojada a preguntarle por qué me sacó la ropa del baño. Apenas me asomé en el marco de la puerta, sentí su mano fuerte agarrándome el brazo, levantándome casi en el acto y llevándome hacia la cama. La desesperación de él no le dejó ver el pánico en mi rostro, y en lugar de ser una escena de amor, se transformó en una lucha libre que parecía excitarlo cada vez más, hasta que le grité:
—¡Me estás lastimando, así no quiero! —En el acto se frenó, se acomodó el pelo y me pidió disculpas; yo tenía el cuerpo a medio cubrir por la toalla y magullones en los brazos. Empecé a hacer arcadas de los nervios y él me abrazó tiernamente y me dijo que iba a esperar hasta que nos casáramos, que por favor lo disculpara. El fin de semana paseamos, comimos y compramos algunas cosas, pero él durmió en el piso con una frazada y yo dormí en la cama. Al llegar al instituto el domingo por la tarde mi cara no reflejaba la misma alegría con la que había partido, mis amigas apenas me preguntaron qué pasaba. Acostada en mi cama comiendo un alfajor muy famoso de Mar del Plata sentía las lágrimas correr por mis mejillas y me preguntaba con quién me había metido.
El siguiente comparendo fue para anunciarme que me casaba en dos meses. La noticia me cayó como balde de agua fría; ¿ni siquiera me habían consultado? ¿Qué era yo, un objeto? Le informé a la jueza que bajo ningún motivo yo me casaba y ella me dejó muy en claro que yo sin él no sería nada. Muchos pueden pensar que por qué me hacía la orgullosa, que siendo una pobre piba debía estar agradecida de semejante oportunidad, que el futuro que tendría con tremendo prospecto era brillante, etc. Pero yo sentía en las entrañas que no podía, ni quería verlo más. Mi problema básicamente era que la reacción de Diego me había trasladado a mi más tierna infancia y veía claramente el rostro del “monstruo” venir hacia mí a atacarme. No tenían ninguna relación entre