Córreme que te alcanzo. Marina Elizabeth Volpi
podía dejarla sola con las personas de servicio, dado que ella tenía que interactuar con niñas de su edad.
Así fue como Paula Ibáñez llegó al internado con sus valijas caras y su ropita fina, para compartir la vida con nosotras, quienes nos convertimos en sus compañeras, aunque nunca logramos sacar el rictus de amargura en su rostro, absolutamente impropio en una niña tan pequeña. Yo tenía 11 años cuando ella llegó y como no pertenecía a mi dormitorio al principio no le presté atención, pero cuando la pasaron dos años después, lo que decían las chicas de ella era evidente; parecía una reina, altiva, orgullosa, rodeada de lujos y caprichosa al máximo. Contra todo consejo y convencida de que hay cosas que el ojo no percibe, poco a poco me acerqué a ella y comenzamos a charlar, hasta que me contó que su papá era diplomático (o algo así, porque viajaba mucho), y aunque tenían mucha plata y algunos familiares bondadosos, él quería que Pauli tuviera una vida ordenada y que no estuviera con su familia por lástima o algo así. Todos los fines de semana la buscaba y la llevaba a hermosos paseos en donde eran protagonistas de aventuras compartidas. El recuerdo de su madre era constante y trataban de que no se esfumara. La verdad era que la tristeza principesca de Pauli no me llamaba mucho la atención, lo que me llamaba la atención era la cantidad de cosas lindas y ricas que traía luego de cada finde y ser su amiga tuvo sus ventajas, pero yo estaba por aprender que lo bueno dura poco.
El invierno de 1989 fue duro y el asma de Pauli se intensificó a tal punto que aparte de las nebulizaciones vivía yendo a ver al médico. Una noche ella comenzó con su rutinaria tos, pero esta vez no paró de toser hasta casi las dos de la mañana. Tratar de dormir era casi imposible y todo el dormitorio estaba consciente de que nos teníamos que levantar en apenas cuatro horas y se escuchaban las quejas de casi todas.
—Dormite loca.
—Dejá de toser, nena. —Y algunos gritos que por respeto no voy a transcribir.
Fuimos a llamar a Sor Herminia y ella vino con su pijama cómico (parecía vestido de novia de tanta gasa), y luego de revisarla, trajo el nebulizador que pareció calmar la tos y el resuello de Pauli. Así que a es de las tres de la madrugada ya no la escuchamos más y luego de un suspiro colectivo el dormitorio entero concilió el sueño. A la mañana nos levantamos y como Pauli no se levantó le preguntamos a Sor si la dejábamos dormir y ella nos dijo que no la despertemos, pero hacer silencio en un dormitorio de 70 chicas es un milagro, y como suponíamos que estaba re cansada nos fuimos al colegio. Escuchar las clases fue un suplicio, casi todas estábamos somnolientas, pero lo que nos sacó de ese estado fue la noticia que comenzó a correr a las once de la mañana en la que decían en voz baja que se habían llevado a Pauli muerta.
Estábamos alteradas y confundidas, así que cuando fuimos a almorzar, Sor Herminia y Sor Rosario se encargaron de explicarnos que Pauli estaba descansando en brazos del Señor (eso siempre me sonó a cuento chino) y que desgraciadamente sus pulmoncitos no resistieron su ataque de asma.
La tristeza me quemaba la garganta, porque la presumida de Pauli, a fuerza de tanta golosina y fotos de sus viajes, se había ganado un lugar en mi corazón.
Lógicamente su muerte puso en alerta máxima a las monjitas que comenzaron a hacer rondas nocturnas para cerciorarse de que todo estuviera bien.
Pero la muerte llega en el momento más inesperado y a veces de una forma bien absurda;
Geraldine formaba parte de una familia de clase media trabajadora y amorosa. La vida era hermosa para ella y su hermana Danielle, porque ambas eran hijas anheladas y soñadas. Esa vida cambiaría bruscamente a los 7 años de Gery, cuando en unas vacaciones de verano un borracho que no midió consecuencias, se cruzó de carril y el auto en donde venía toda la familia cantando, voló por el aire debido al impacto. La muerte instantánea de los padres las puso a disposición inmediata de un juez de menores y como la hermana de su papá no se sentía capaz de hacerse cargo de una niña de 10 años en terapia intensiva y una niña de 7 totalmente abrumada y traumada, decidieron que era mejor buscarle un hogar provisorio hasta resolver la situación.
La “situación” no solo no se resolvió, sino que Gery vino a vivir con nosotras y tuvo que esperar casi 3 años hasta que tuvo noticias de su hermana. En un comparendo, le expresó al juez que deseaba que Danielle viviera con ella. El juez le dijo que haría todo lo posible, pero que luego de su traslado, el caso de su hermana pasó a mano de otro juzgado porque quedó postrada casi un año, pero intentaría cumplirle el deseo y así reunirlas. Cada vez que sor Vivian traía un papel en la mano, Gery corría a su encuentro pensando que era la orden de traslado de su hermana, hasta que un día, tanto delirio se transformó en realidad.
—¡¡¡Mi hermana viene!!! —gritaba cantando por todo el patio. Nos tenía tan cansadas con su espera bulliciosa que el día que llegó Danielle, la esperaba medio Santa Catalina; pero lo que tenía Gery de entusiasta, lo tenía Danielle de apática. El entusiasmo por conocerla duró los treinta pasos que había del portón a la puerta de entrada.
Gery estaba chocha y saltaba alrededor de su hermana, acompañándola a todas sus actividades. Era normal verlas de la mano, charlando o abrazadas llorando, Dios sabe acerca de qué recuerdos familiares. Lo único que parecía traerle alegría a Danielle era jugar al vóley, pero ya les conté que eran especiales en ese equipo, ¿cierto? Viendo que no la iban a aceptar nunca las acompañé y hablé con la capitana para que nos dejaran, aunque sea, jugar en los entrenamientos. Ella dijo que estaba bien y así empezamos a formar parte del equipo de reserva. O de conserva, porque nos mataban a pelotazos, pero de pasarla o dejarnos jugar nada. Pero igual no nos dimos por vencidas. Dani, porque le encantaba ese deporte, aunque era malísima, y yo, porque si me retiraba la sacaban seguro.
Un martes a la tarde, sabía que a eso de las cuatro de la tarde se entrenaba, así que fui a buscarlas para ir a la cancha de vóley. Dani no se veía bien, así que le pregunté qué le pasaba.
—Me duele la cabeza, pero no te preocupes, Eli, yo voy a dar lo mejor de mí hoy. —Como la vi muy resuelta, asentí y partimos hacia el patio. Su hermanita se acomodó en las gradas, para alentar a Dani y nosotras nos colocamos juntas como siempre para recibir la cantidad de remates y pelotas locas o perdidas que nos tocaban ese día. La capitana nos dijo que esta vez íbamos a cruzar equipos, así que ella se fue enfrente y yo quedé del lado izquierdo de la cancha. El partido comenzó y ya desde su inicio se veía venir que Dani no agarraba una pelota, así que las chicas comenzaron a hacerle el “vacío”, como si ella no estuviera parada, saltando desesperada para todos lados, tratando de agarrar aunque sea una pelota. La situación se volvió incomoda, tenía la cara roja de tanto saltar en vano, el ceño fruncido y la rabia contenida, decidí que, si me pasaban a mí la pelota, yo se la tiraría a ella. El descuido de una jugadora me hizo poseedora de la pelota, la pasé apresuradamente hacia Dani, que la siguió con la mirada y la esperó con los brazos alzados, pero antes de que la pelota hiciera impacto en sus dedos, se desplomó en forma seca hacia atrás, y cuando su cuerpo cayó, se orinó instantáneamente.
No sabíamos si se había desmayado o qué. La profe Vero nos apartó a todas nerviosa y cuando el médico llegó, empezó a cruzar miradas raras con ella. La camilla vino con rapidez y acomodaron a Dani en ella y se la llevaron rápidamente. Estábamos desconsoladas porque intuíamos que algo malo le había pasado a su hermana. Nos fuimos a bañar y esperamos en el pasillo sentadas a Sor Vivian. La monja vino cabizbaja sabiéndose portadora de una terrible noticia, así que con voz muy suave y tomando las manos de Gery le explicó que una venita del cerebro de su hermana había estallado y que no había sido posible reanimarla.
Ella nunca se recuperó de la muerte de su hermana. Yo me aparté de su lado porque no quería mi compañía. Casi un año más tarde, su tía, que ahora sí se sentía “capaz” de cuidar solo a una niña, se la llevó.
Ese es mi jean
Durante el año nuestra vestimenta general era la camisa con un bléiser si hacía frío, la pollera y las medias ¾ con zapatos marrones tipo mocasín. Para hacer gimnasia usábamos pantalones sueltos y remeras que tenían el logo de Santa Catalina. La ropa la proveía el mismo internado y cada año se renovaba con dos camisas, dos suéteres, dos pares de