Córreme que te alcanzo. Marina Elizabeth Volpi

Córreme que te alcanzo - Marina Elizabeth Volpi


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sabíamos cuál era la de cada una? Fácil, desde niña te enseñaban a bordar, así que las prendas tenían en su interior el apellido de cada una. Si eras vaga y no lo bordabas te arriesgabas al robo.

      Los sábados las monjas, nos dejaban vestirnos más casualmente, pero yo, como no tenía familia, no podía variar mucho mi vestimenta. Así que me propuse empezar a generar unos pesos y así comprarle algo a la señora que traía el bolso de la ropa para vender una vez al mes. Resuelta a trabajar en lo que pudiera, me dirigí al taller y le pregunté a Sor Rosario si tenía trabajo para mí.

      Ella me miró de reojo y me dijo:

      —Llegó un cargamento de caritas de los Simpson, un programa nuevo de televisión, si querés podrías probar suerte con eso, te puedo pagar 5 centavos cada pieza que esté bien pegada. —¡Sonreí de lado a lado y le dije que estaría allí al otro día!

      Cuando llegué a las dos en punto de la tarde del día siguiente, me formé en fila alrededor de la mesa y empecé a observar qué debía hacer. El trabajo era bastante fácil, había que pegar una carita de Homero, Maggie o Bart a una pajita que giraba como en un firulete y así quedaba armado un sorbete divertido. A eso de las tres, pasó la chica que anotaba los apellidos, para contabilizar lo que hicimos. Estuve realizando ese trabajo aburrido, monótono y pegajoso durante 6 largos meses, hasta que reuní la plata para comprarme mi primer jean. Un día doña Mabel llegó con su bolso y yo tenía la plata para comprar. ¡Qué dicha! Ella sacó un montón de jeans y remeritas de colores pasteles (las monjas no permitían colores muy estridentes), pero todo me parecía hermoso. Mirando y rebuscando, me quedé con un jean celestito que me quedaba como hecho a la medida y de regalo me dio una bandana, así que partí hacia el dormitorio sintiéndome una princesa. No veía la hora de que fuera sábado para mostrar mi bello jean. Pero la vida cuando va sobre ruedas encuentra piedras empinadas y esa semana tuve una discusión bastante álgida con Marta, una chica que debía limpiar los baños, mientras que a mí me tocaban los pasillos y, en lugar de eso, convenció a Sor Herminia de que yo nunca había limpiado los baños y me pusieron a hacer esa desagradable tarea. Como nunca pude controlar lo que pienso de las personas, le dije que esa tarea era de ella, porque había nacido para hacerlo y que excremento con excremento se llevaban bien. Nos gritamos casi hasta quedar afónicas y Sor Herminia enojada dijo que no le cambiaba la tarea semanal y la mandó a los baños. Martita juró venganza…

      El primer sábado que me puse mi amado jean me paseé por todo el internado para mostrar lo lindo que me quedaba y hasta juraría que Gaby y las chicas me perdonaron todo lo que sucedió en el pasado, porque mi nuevo atuendo me hacía tener una personalidad vibrante, amistosa, alegre y eso era lo que contagiaba a mi alrededor. ¡Estaba tan feliz! Durante la semana me entretuve en mis tareas y en la entrega y devolución de libros de la biblioteca que, por fin, había abierto al público y todo parecía funcionar de mil maravillas, hasta que ese fatídico viernes, mientras me dirigía al dormitorio, me crucé con varias chicas que me miraban con lástima y mi nuca erizada me empezó a avisar cual radar que algo estaba horriblemente mal. Así que apresurando el paso me acerqué a mi cama y allí encontré el pantalón de mi vida hecho trizas, todo tijereteado, le colgaban hilachas por todos lados, no servía ni para el verano, ni siquiera para limpiar los vidrios. El nudo que me cerró la garganta no me dejaba respirar, sentí que me caía lentamente hacia el piso y comencé a llorar al principio despacito y luego a viva voz. Mi lamento dio paso a la rabia más furibunda y mirando a todas furiosa pregunté quién era la marrana que me había hecho tremendo mal. Un silencio… la mayoría de las chicas había huido mientras lloraba y las que quedaban vistiéndose trataban de no meterse en problemas, porque de última no tenían nada que ver, pero yo no entendía razones, iba por todo el dormitorio arrastrando mi hermoso y muerto jean para pedir explicaciones. Esa noche dormí absolutamente devastada.

      Cuando me levanté el sábado ya no tenía ganas ni de bailar, ni de cantar, ni de nada. Pasé por las lógicas etapas de una pérdida: asombro, ira, impotencia y resignación, para terminar en un estado casi zen en el que parecía tener absolutamente asumida la situación, y al comenzar la semana luego de un triste finde, todo parecía haber vuelto a la normalidad. La semana pasó más rápido que la anterior porque me sobrecargué de tareas; biblioteca, taller, pelotazos limpios en vóley y mantener las notas al tope. Cuando llegó el viernes y me dirigía al dormitorio nuevamente, todas me miraban, pero esta vez agachaban la cabeza, así que me apuré a entrar y la escena que me recibió fue muy similar a la que se vivió el sábado pasado, pero esta vez la que lloraba sobre casi toda su ropa deshilachada era Martita. Corrí a su lado y empecé a gritar:

      —¡¡¡Hasta cuándo va a pasar esto!!!

      —¿Por qué a nosotras? —Y traté de consolarla lo más que pude. Esa noche dormí con una enorme sonrisa en mi rostro y una tijera debajo de mi ropa.

       Blanca humareda

      La adolescencia afectó a todas con sus cambios físicos y emocionales. En mi caso, era una adolescente atípica, no era rebelde, pero tampoco era sumisa, y aunque era estudiosa, la influencia de los 90 se hacía sentir, porque a pesar de no poder escuchar música o ver televisión, las chicas que venían de visitar a sus familias el finde nos acercaban la moda y la música que se escuchaba. Así conocí a Roxette, Madonna, lo mejor de los Guns and Roses (¿recuerdan a Lau?) y tantos otros cantantes. Era la época de las bandanas y el pelo despeinado, las chaquetas cortas y el look despreocupado.

      Por ese tiempo ya me había vuelto a juntar con mi grupo de amigas; Gaby, Vale y Maca, era muy normal vernos trabajar y estudiar juntas. Durante la semana íbamos a clases, luego al taller y hacíamos la tarea en la biblioteca. Los deportes formaban parte de mi pasado frustrado; había dejado el vóley luego de un remate que me dejó mareada y enojada y me estaba dedicando ciento por ciento a recuperar mi vida intelectual o eso les hacía creer a las monjas que me tenían una confianza ciega. Todo era bastante inocente y no teníamos mayores sobresaltos, hasta que Gaby vino con la noticia de que su hermano mayor la había hecho fumar tabaco el fin de semana y le había encantado, así que nos había traído para nosotras y nos iba a enseñar.

      Un lunes terminamos de comer, nos fuimos a trabajar en el taller y nos juntamos a las 16:00 horas en la biblioteca. Luego de cerrar con llave, giré intrigada y observé los tesoros que Gaby ponía sobre el escritorio; una bolsita con una hierba algo marrón, unos papelitos para armar los cigarritos, un encendedor amarillo patito y un perfume de olor bastante feo, pero que tapaba la baranda de la fumadera. Todas mirábamos curiosas mientras Gaby, como toda una experta, armó el primer cigarro, fumó aspirando lentamente y me lo pasó para compartir el fasito. Yo lo tomé, lo acerqué a mi rostro y aspiré como lo había visto hacer, pero el humo se me fue para otro lado, y aunque mi cara decía que todo estaba genial, mis ojos llorones expresaban otra cosa.

      Gaby me miró y dijo:

      —¡Eli! Siempre la misma boba, tenés que fumar despacio, no tragues el humo, nena, siempre te tengo que explicar todo. —Y acto seguido le pasó el cigarrillo a Maca, que salió bastante airosa de la prueba, aunque luego me confesaría que se le resecaron todas las ideas. Cuando fue el turno de Vale, ella aspiró poquito como para conformar a Gaby, porque en realidad no quería meterse en problemas con su espiritualidad, pero más temor tenía a perder nuestra amistad porque éramos la única familia que le quedaba.

      Luego de pasada la novedad, Gaby se fue de fin de semana dispuesta a traer otra bolsa de tabaco y a compartir ese asqueroso hábito con nosotras, y aunque no le encontrábamos la gracia que para ella tenía, no osábamos decirle que no queríamos fumar por temor a su carácter iracundo.

      Un lunes estábamos como siempre en la biblioteca y la cara de Gaby se transformó, al darse cuenta de que se le terminaron los papelitos blancos para armar los cigarros y se le ocurrió la brillante idea de revisar los libros para ver si alguna hoja era apta para tal fin. Me opuse rotundamente a que arrancara una sola hoja de los libros, pero Maca con tal de ganar puntos insinuó que las hojas de la Biblia eran finitas y hacia allí se dirigió la mano de Gaby arrancando el principio de la creación del mundo y transformándolo en un cigarrillo. Al final terminamos todas sentadas en ronda fumando, menos Vale que nos miraba y decía:

      —Se


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