Córreme que te alcanzo. Marina Elizabeth Volpi
desaparecer la Biblia para que las monjas nunca supieran lo que pasó con ella. Esa época no fue la mejor para ninguna porque andábamos siempre alertas y culpables, hasta que un día Gaby nos anunció que se iba porque le había llegado la mayoría de edad. Ayudarla a juntar sus cuatro cosas locas fue un suplicio, jurarle cariño eterno fue la regla y verla desaparecer por el portón fue un solo lamento. Nuestra hermanita mayor ya no estaba.
Sentimos el mismo vacío que experimentamos con la muerte de Lau, pero esta vez, una de nosotras había salido al mundo para triunfar. Estábamos seguras de que Gaby tenía todas las de ganar, siempre había sido la mejor de nosotras y sabía perfectamente cómo sobrevivir.
No muestres las pechugas
La primavera llegó y con ella las hormonas se alborotaron; ser adolescente en la etapa de las miradas pícaras y las urgencias húmedas no funcionaba para mí en ese entorno, simplemente porque éramos todas mujeres y no les encontraba gracia. A mí definitivamente me gustaban los hombres. ¿Cómo lo sabía? Porque me había enamorado perdidamente dos veces: del profesor de ajedrez que tenía la cara absolutamente desordenada, pero era portador de los ojos verdes más bonitos del universo, y del hijo del jardinero, que tenía unos 19 años, y aunque se veía re lindo como arcoíris de ocho colores, era el objeto de deseo de casi todas las chicas, que no entendían que el pibe venía a ayudar a su anciano padre y que seguramente tenía prohibido hablarnos o mirarnos siquiera. El problema era que, salvo los curas que venían de vez en cuando y se sabía que estaban consagrados, los dos especímenes masculinos anteriormente mencionados, eran los únicos con testosterona en 400 metros a la redonda.
Por eso, cuando llegaron los obreros para arreglar parte del techo de la iglesia, el revoleo de miradas y la torcida de cuellos aumentó de intensidad. También se pudo apreciar la velocidad con la que se levantaron las faldas y se abrieron las camisas, todo bien disimulado por supuesto, porque una puede perder cualquier cosa en esta vida, menos la honra.
La que daba la nota y no entendía esta regla, era Paquita, quien, con su cuerpo lleno de redondeces y su veloz desarrollo, ostentaba orgullosa un par de senos túrgidos y una cadera generosa que los ojos masculinos apreciaban en demasía, pero que nosotras percibíamos como atributos provocadores de calores internos. El 14 de septiembre de 1990, luego de soportar toda una semana de piropos demasiado intensos, cuando íbamos por el pasillo rumbo a nuestra clase de inglés, un trabajador desde el techo le gritó a nuestro grupo algo ininteligible, pero como hizo el gesto de agarrarse la entrepierna, el mensaje resultó bastante claro. En lugar de pasar rápidamente e ignorar su obsceno gesto, Paquita se acomodó sin disimulo el pecho y la carne rosada de sus senos urgidos se mostró a la luz del sol que entraba por las columnas del pasillo. Los muchachos reaccionaron como hinchada en una final de Boca-River y comenzaron a escupir todo tipo de improperios. Escapar rápidamente fue la única salida a tan bochornosa situación.
El resto de la mañana trascurrió tranquila, pero lo único que se le escuchaba decir a Paquita era que ella era hermosa, y obvio, los chicos sabían que estaba más buena que asado con papas (todas las referencias de Paquita remitían a comida). Las demás la mirábamos sin entender si hablaba en serio o si tenía problemas para darse cuenta de que lo único que esos muchachos querían era despeinarla contra una pared. A mediodía, la vuelta al comedor fue insoportable, los chiflidos subieron de tono al pasar y Paquita en lugar de ocultarse, se desabrochó un botón de la camisa que sin “querer” se le rompió. Y hasta allí llegaron los muchachos que bajaron a tratar de hablar con ella. Nosotras nos fuimos lanzándole miradas de rayo y cuando entró triunfante en el comedor volteamos a ver qué había pasado; uno de los muchachos había escrito en su brazo derecho un teléfono para encontrarse con ella afuera. La siguiente media hora fue escuchar el masticar de las bocas hambrientas de mis compañeras y la voz chillona de ella diciendo TODO lo que pensaba hacer en su salida. Sentí que debía decirle algo, que nadie iba a parar la situación en la que nos había metido y que esos tipos sentían que todas nosotras éramos unas regaladas como ella. Así que la miré y le dije:
—No hables más, Paquita. —Ella se dio vuelta con la rapidez que pudo y me dijo:
—¿Y si no qué? —La secuencia que sigue fue tan acelerada, que no sé cómo se hubiera podido evitar lo que pasó.
Paquita, furiosa, me seguía mirando por el rabillo del ojo y yo, que ya saben la boquita que cargo, le dije por segunda vez que se callara; ¡¡para qué!! Empezó a levantar la voz contando con lujo de detalle lo que pensaba hacer con el pobre cuerpo del calenturiento obrero y como había chicas de 12 años escuchándola, la vergüenza creció en mí, transformándose en un solo grito.
—¡Callate, gorda trola!
La respuesta fue un veloz tenedor que vi volar hacia mi cara, lo esquivé con éxito mientras mi cuerpo saltaba hacia adelante, viendo cómo ella agarraba una botellita de vidrio de una famosa marca de gaseosa (eran donaciones de dicha empresa) y la dirigía hacia mi rostro. Yo sabía que la naturaleza no me había dotado de mucho, de hecho la vida ha sido bastante mezquina conmigo, pero tengo dos atributos que nadie me había podido quitar; mi inteligencia y mi hermoso rostro, así que me cubrí la cara con mi brazo izquierdo sintiendo el golpe y el ruido de vidrio al romperse.
Cuando la conmoción del golpe pasó, bajé el brazo y vi con horror que me salía a borbotones sangre de la cara. ¡Dios, esta pendeja me lastimó la cara!, pensé. Mi mirada desesperada y estupefacta vio que lo único que quedaba era el pico de la botella en el piso. En un ataque de furia, lo agarré rápidamente y se lo clavé en la cabeza. Nunca había sido violenta en toda mi vida, y si lo hubiera pensado dos segundos, no lo hacía, pero el dolor de verme herida en mi amado rostro pudo más. Paquita chilló del dolor aturdida, se tocó la cabeza, sintiendo de sombrero un pico de vidrio y gritó para pedir ayuda.
Las dos fuimos llorando en la ambulancia. A mí me pusieron seis puntos en el brazo y cinco en la pera, y a ella le sacaron media cabellera para hacerle un agujero y suturarle la herida. Nunca supe si se encontró o no con el obrero, pero en el colegio se hizo un silencio mudo acerca de ese tema. Lo único malo es que a partir de ese incidente las chicas y las monjas ya no creían que yo era tan buena como antes. Había perdido la reputación por una necesitada.
El doctor y su muñeca
Las heridas provocadas por Paquita me hicieron ganadora de unas cuantas visitas al médico, donde debían sacarme los puntos. Me encontraba una mañana en el pasillo de un hospital local esperando que me revisaran la herida, cuando Sor Rosario me dijo que iba a hacer un trámite. Yo obediente esperé tranquila y calladita.
De una de las puertas llamaron a una tal Macarena Rodríguez y no presté atención, hasta que escuché la voz del médico por tercera vez llamándola, así que levanté la vista y ante mí estaba un médico que parecía salido de alguna película; guapo, varonil, joven y todo atributo que puedas imaginar. Mi cuerpo salió disparado hacia la puerta antes de que él pudiera cerrarla.
—¡Soy yo, doctor! Él me miró con curiosidad y me dejó pasar.
—Sentate en la camilla y decime qué te anda pasando.
Yo le respondí lo más seria que pude:
—Me lastimé la mano y la pera y tengo un dolor terrible. —Él asintió y buscó una lapicera para recetarme alguna cosa, mientras yo me despachaba mirándolo. Me parecía perfecto, se asemejaba a un Adonis griego, de esos que había leído, o a un caballero inglés, según le diera el sol que entraba por la ventana.
Mis cavilaciones fueron interrumpidas por una pregunta absurda que me hizo:
—¿De qué signo sos? —Yo lo miré dudando y le dije:
—De Leo.
Y luego él largó la carcajada y me dijo que le cuente la verdad, porque la ficha de Macarena Rodríguez decía que tenía 34 años y yo apenas pasaba los 14 o 15. Muy ofendida mascullé que tenía 16 recién cumplidos, que no me falte el respeto y no sé, ni me importa por qué, le conté que vivía en un internado de monjas llamado Santa Catalina. Luego de mi abrupta confesión, me bajé de la camilla, abrí