Córreme que te alcanzo. Marina Elizabeth Volpi

Córreme que te alcanzo - Marina Elizabeth Volpi


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con la punta de mis pies la frente, mientras ponía la pelota en mis manos. Para finalizar arqueé la espalda y dejé que la pelota recorriese mi columna vertebral como si dicha posición fuera natural. Salió hermoso, pero yo sabía que el único premio serían los aplausos, porque era seguro que la tal Malena me ganaba. Esperé ansiosa el resultado, pero estaba convencida de que era el segundo puesto. Medio triste nos preparamos para irnos y cuando iba camino al colectivo vi que Malena corría hacia mí.

      “¡No te vayas! ¡Te quiero dar algo!”, me gritaba emocionada y extendiendo la mano me dio su copita de primer puesto, diciéndome que ella sabía que la ganadora era yo; si me hubieran dado una cinta en lugar de esa pelota, yo la hubiese superado porque era muchísimo mejor. Que realmente le había encantado competir conmigo y luego se fue sin dejarme replicar. Guardé la copa en el fondo de la mochila con una sensación de derrota triunfal. Apenas me senté en el colectivo me quedé dormida...

       Casi un delfín

      Lo que yo viví como casi una derrota humillante, en realidad me colocó en el mundo del deporte de Santa Catalina. No se hablaba de otra cosa que no fuera esa apretada final y mi cara de espanto cuando Malena me dio su copita, la cual, por cierto, me encargué de hacer desaparecer. Como una semana después de todas las emociones vividas, mi profe de gimnasia me dijo que había estado charlando con las chicas del equipo de natación y que ellas querían hacerme una prueba para ver si podía ser parte de su equipo, porque estaban muy contentas de cómo había representado al colegio. Creo que ya comenté que siempre había querido ser parte de ese equipo, pero tampoco era cosa de que pensaran que estaba desesperada, así que le dije que lo pensaría y ese mismo día a las dos de la tarde confirmé mi cita para la dichosa prueba.

      Lo primero que hice fue ir a preguntarle a Gaby si me daba lecciones de natación porque yo apenas sabía dar dos brazadas y no creía que podía nadar al ritmo de las demás. Gaby me miró un rato largo, luego pegó una vuelta alrededor de mí mirando mi cuerpo y dijo:

      —Te van a comer viva, ja, ja. —Enojada agarré violentamente mi toalla y mi dignidad y me marché hacia la pileta, pero Gaby me alcanzó y trató de explicarme lo más rudimentario de la natación.

      —Lo primero que tenés que hacer es sacar la cabeza hacia un costado para respirar y no frenar el ritmo. —Yo la miraba ir y venir, hasta que tomé valor y le dije por qué ella no nadaba con el equipo y me dijo que eran unas creídas, pero si era lo que yo quería ella me apoyaba.

      El día de la prueba llegó y cuando me presenté en la pileta estaban todas las integrantes del equipo con la típica malla roja y la profe en el medio con el silbato.

      —Eli, prestá atención, lo primero es hacer crol y luego volvés con mariposa y para finalizar hacés espalda, ¿sí? —Asentí y traté de que no me ganaran los nervios; puse mi cuerpo doblado en la plataforma de salida y me preparé para el silbato; apenas sentí el silbatazo mi cuerpo saltó como un resorte y nadé como si fuera un delfín; no podía sentir si iba bien o mal o si las cosas que hacía no les gustaban, pero dejé todo lo que podía dar en cada brazada. Cuando terminé me paré al borde de la pileta y pregunté tímidamente cómo me había ido.

      —Faltan pulir cosas, ¡pero te damos la bienvenida! —¡Qué alegría tan grande!, abracé a cada una y cuando estaba fundida en el último abrazo, vi a lo lejos a Maca, Vale y Gaby que me miraban tristes. Gaby me levantó el pulgar y sonriendo con lágrimas en las mejillas me hizo un saludo de adiós con las manos y se fueron. Era muy obvio que mi hermandad era otra completamente diferente ahora.

      Una cosa es llegar y otra es dar la talla o estar a la altura de lo que era el equipo de natación, yo tenía 14 años y la mayoría tenía 15 o 16, y la verdad parece muy poca diferencia, pero el cuerpo es otro, así que me esforcé el triple por ser valorada, tanto que en un punto se podría decir que estaba ansiosa por pertenecer y ser parte de su equipo. Lo que yo no sospechaba era que mi amable corazón me jugaría una mala pasada.

      En octubre anunciaron que, en diciembre, para conmemorar el aniversario del internado, tendríamos una tarde familiar y un agasajo para toda la institución que incluía las actividades que se llevaban a cabo durante el año, así que aparte de las hermosas realizaciones que se hacían en el taller de costura y bordado (lugar del cual hui toda mi vida), también se jugaría una especie de torneo interno con medallas en las diferentes disciplinas que teníamos; vóley, natación, gimnasia artística y fútbol femenino. ¡Por fin tanto entrenamiento serviría para mostrar mi valía!

      A medida que se acercaba la fecha era obvio que las favoritas éramos Sofía y yo, porque terminábamos cabeza a cabeza todos los entrenamientos. El resto de las chicas solo nos veían pasar cual flechas y sabían que tenían que conformarse con el segundo o tercer puesto. En ese tiempo yo no lo decía, pero estaba agotada y triste, porque aparte del bajón que es crecer y no entender los cambios bruscos de humor, tenía que hacerme cargo como siempre de la biblioteca, no podía bajar las notas, seguía tratando sin éxito de unirme a mi exgrupo de amigas, debía practicar para el baile con el que abriríamos la presentación y, por supuesto, no tenía que fallar en el entrenamiento; creo que la frase ”retroceder nunca, rendirse jamás” fue el leitmotiv de esa época de mi vida.

      Durante un entrenamiento, Celia, una chica que estaba casi en mi misma situación familiar (nadie la visitaba jamás), contó con muchísima emoción que su familia vendría desde Misiones para verla, porque ella les había mandado una carta y su mamá había decidido viajar. Las monjas alojarían a su mamá y sus dos hermanitos para que pudieran compartir ese día con ella. Yo escuché atentamente y me alegré mucho por el reencuentro de su familia.

      Dos días antes de la presentación, Sofía, mi mayor contrincante, se lastimó un tendón y no podía nadar, así que yo andaba toda agrandada porque sabía que era la lógica ganadora del certamen. Siempre fui más intelectual que física, pero como soy constante, cuando me proponía algo sabía que podía lograrlo. El día de la presentación, me puse mi pantaloncito corto, mi remerita ceñida y salí triunfante a bailar y a disfrutar el día. En el parque había un montón de familiares ansiosos por ver a sus hijas y tuve que recordarme que yo no tenía a nadie aplaudiendo por mí, pero vivía una vida linda y Sor Herminia me cuidaría para siempre según sus sentidas palabras.

      El esquema salió perfecto, luego hicimos el torneo de vóley que fue una demostración de egos y malas caras, para pasar al fútbol femenino, que de femenino no tuvo nada entre los gritos y escupitajos. Por suerte, gimnasia artística con sus presentaciones aportó la gracia y belleza de la tarde, aunque todas insistían en que yo hiciera el esquema de la pelota.

      Casi a las cinco de la tarde comenzó nuestro evento acuático; gané las primeras cuatro carreras como era de esperarse y quedamos en una última terna Celia, Tamy y yo. Obvio que todas sabían que yo ganaría como en los entrenamientos, pero mi error fue girar el cabeza justo cuando Celia gritó:

      —¡Mamá! —Y vi a su madre con la cara gastada por el sol y la vida, sonreír orgullosa al ver a su pequeña competir y, aunque luché conmigo misma, me obligué a saltar y a nadar despacio, lo cual le dio una lógica ventaja a Celia, quien ganó muy tranquila.

      Yo salí de la pileta, vi las caras de mi equipo de natación y supe que mi fugaz carrera acuática había terminado. Más tarde, Celia me alcanzó un pedacito de torta que comí en silencio, sintiendo el sabor más agridulce de mi corta vida.

       La muerte acecha

      La etapa de la niñez es pura vida, energía constante y risas a mansalva, por lo que no era común que en el internado alguien falleciera, pero esta fase final forma parte de la vida misma y a veces era inevitable.

      Paula sabía desde muy niña que su mamá estaba enferma y que no tenía chances de sobrevivir, aunque con los cuidados que el dinero puede comprar, su vida se había alargado hasta los 9 años de su hija. El día que ella falleció, Paula ya estaba preparada para ese crucial momento, y cuando su padre le anunció que ahora estaban ellos


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