Córreme que te alcanzo. Marina Elizabeth Volpi

Córreme que te alcanzo - Marina Elizabeth Volpi


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entre todas subirla. Luego avanzamos por el estrecho paredón y comenzamos a esquivar vidrios, cuando escuchamos un llanto que al principio era ruidoso, pero que se convirtió en un sollozo lleno de angustia:

      —¡Chicas! No puedo ir, tengo mucho miedo —gritaba Abi desesperada, comenzando a retroceder al instante hacia el techo. Las demás nos miramos y como creí ver valentía y resolución en sus miradas, avancé segura hacia el camino final de la pared alta y el nogal. Cuando iba por la mitad del recorrido empecé a escuchar al endemoniado perro que desesperado ladraba y giré para ver por dónde venían las chicas. Pero para mi asombro, atrás de mí no había nadie. Las chicas se habían asustado y se habían ido.

      Me quedaban dos opciones: o retrocedía y corría el riesgo de caerme por el ladrido rabioso del perro o avanzaba hacia la libertad. Y eso hice; con un enorme salto me trepé del paredón y agarrada como podía con las manos, las piernas y el alma, me encontré en la cima del paredón. Frente a mí estaba el nogal, la calle con su brisa hermosa, el silencio del anochecer y su amplitud de posibilidades infinitas. Así que tomé impulso para agarrarme de una rama del árbol y se nota que no calculé bien (una cosa es tener un plan en papel, otra muy distinta es llevarlo a cabo en pleno vuelo cuando no tenés alas) porque en el salto, me quedé con un montón de hojas en la mano, mientras mi cuerpo se precipitaba al vacío de la vereda. La caída fue dolorosa y confusa, porque no sabía dónde era arriba y dónde era abajo. Me quebré el brazo y me gané un mes de castigo, pero tenía el respeto de casi todas mis compañeras.

       El pollo de los pobres

      Vivía castigada, así que Sor Rosario era bastante ingeniosa a la hora de pensar en hacerme pasar un momento amargo. Esta vez se le había ocurrido que yo podía atender la puerta el fin de semana. Los domingos venían todas las familias a ver a las chicas y a mí, en lo personal, me dolía que nunca recibiera una visita de nadie. Así que me armé de valor y abrí una y otra vez la puerta con una gran sonrisa y un dolor que me cerraba la garganta (explicale a una nena de 9 años que nadie la visita porque no la quieren). Y en mi tarea asignada estaba, cuando la monja me llamó a la cocina:

      —Eli, si viene algún pobre le das una bandejita de este arroz que está en la olla y un poquito de tuco que está en la sartén.

      Rápidamente le pregunté qué había en el horno y ella me dijo que era un pollo para la cena de la madre superiora y dos hermanas. Que ni se me ocurra tocarlo. Así que apenas golpeó la puerta un señor que pedía comida, le di el arroz en su bandejita. Pero el pollo me llamaba, con una voz jugosa y crocante, así que me dije a mí misma que una pata no se iba a notar y la comí apresurada. El hueso lo tiré escondido en el fondo de la basura. La tarde trascurrió tranquila, todas las afortunadas tuvieron su visita y yo de a poquito me comí el pollo.

      Para las siete de la tarde, apenas quedaba una pechuga (no era un pollo grande). Así que cuando Sor Rosario llegó a cerrar la puerta con llave, me pregunto cómo había estado todo, le conté muy amargada que una señora con dos pequeños llegó a pedir comida y a mí me dio lástima porque las niñas dijeron que nunca habían comido carne ni pollo y yo les puse pollo en el arroz porque ella me enseñó a ser bondadosa. Su mirada fue glacial, pero enseguida me abrazó y me dijo que esa era una buena actitud, apiadarme de los más necesitados sin duda me haría mejor persona; que algo le cocinaría a la madre superiora y luego se fue con esperanza en mi súbito cambio. A la media hora me llamó y apenas la vi supe que algo andaba mal.

      —Eli, ¿me podés explicar por qué los huesos del pollo están en el fondo de la basura? —Yo le dije que tenía miedo de contarle la verdad, así que ella chistó enojada y se fue furiosa a pensar otra ingeniosa forma de forzar mi endiablado carácter.

       El vestido a lunares

      Las salidas de los sábados eran todo un acontecimiento, porque, aunque veíamos las mismas cosas y era la misma vuelta del perro, salir a la calle, y tal vez comprar un dulce en el quiosco, era mágico. Así que todas sabíamos que debíamos pasar por el taller a recibir el vestido o la ropita que nos daban para salir a pasear. Un sábado me entretuve con una revista que me habían prestado y llegué tarde al momento de vestirse, así que me dieron lo último que quedaba, un vestido verde con lunares amarillos y unas zapatillas flecha azules.

      Nunca fui fea, de hecho, tengo un color de ojos verdes desafiantes y un pelo rojo furia que me hacían lindísima, pero ese atuendo no pegaba con nada y, unas cuantas burlas después, me sentía feísima. Dar la vuelta de aquel día fue una tortura, me parecieron las quince cuadras más largas de mi vida y sacaron para siempre de mi elección a los lunares para mi futura ropa.

      De ahí en más, trataba de llegar primera a la fila, aunque con el tiempo descubrí que todas parecíamos disfrazadas durante el paseo y para mí, la magia había desaparecido o tal vez solo estaba creciendo. Lo que yo aún no sabía, era que me quedaban pocos sábados por disfrutar. En menos de un año, una camioneta me llevaría a otro internado a vivir miles de nuevas experiencias.

       Santa Catalina La recién llegada

      Apenas pisé el nuevo internado andaba re perseguida, sabía lo del derecho de piso y esta vez no me iban a tomar de sorpresa. Pero la verdad es que los días fueron pasando pacíficamente y poco a poco me fui relajando, a tal punto que empecé a observar a mi alrededor. Había llegado a un internado de señoritas que era privado porque mi jueza consideraba que yo era inteligente, y aunque no podía hacer aparecer a mis seres queridos de la nada, podía darme una buena educación. El lugar adonde fueron a parar mis huesitos estaba en un lugar muy bacán, de la Zona Norte de Buenos Aires y por lo tanto no se parecía en nada al colegio al que estaba acostumbrada. En el aspecto general era como una mini ciudad, con cancha de vóley, pileta, tres enormes dormitorios con baños y duchas incorporadas, enormes pasillos que terminaban en los comedores, un taller y una escuela interna que funcionaba en dos turnos. La modalidad era pupila y semipupila; las pupilas como yo estaban toda la semana y, si tenían familia, se iban de fin de semana y las semipupilas venían a estudiar y luego se iban a su hogar, aunque había chicas que se quedaban a hacer manualidades en el taller.

      Todo estaba reglado. A las seis de la mañana comenzaban las actividades semanales y cada dormitorio se preparaba para vestirse, desayunar e ir a la escuela. El turno tarde era primario y el turno mañana secundario. Dentro de las actividades de la mañana también teníamos gimnasia. Luego de almorzar las horas transcurrían entre el taller y en hacer tarea. Los fines de semana, algunas se iban a su casa. Los tres dormitorios estaban separados por edad; las más chicas entre 6 y 10 años, las del medio entre 11 y 14 años y las mayores entre 15 y 18 años, en cada uno había más o menos 70 u 80 chicas. Una vez que aprendí cómo era la rutina, me concentré en conocer a las 70 compañeras con las que compartiría cuarto, comedor, escuela y taller. Había de todo; algunas eran simpáticas, otras eran gruñonas, otras alegres, pesimistas u optimistas, pero no sé por qué no lograba hacer amigas enseguida. De hecho, las amigas que hice fueron de a poco, casi por casualidad.

       Maní

      Bajé la guardia y me relajé casi por completo, tanto orden me hacía sentir segura, las monjas manejaban el día a día como relojes suizos, todo parecía ir bárbaro hasta que llegó Estela, una chica de aspecto gutural y desconfiado a la que apodaban Maní. Ella no se manejaba con sutilezas, todo en su mundo se reducía a pegar a quien osara hacerle frente o mirarla raro. Enseguida se hizo cargo del control del televisor y miraba cosas muy densas como recetas escandinavas o música lenta o cuentos de terror. También tenía amenazado a casi medio dormitorio, así que todas trataban de ofrecer su postre para caerle bien. Ella rompió con el esquema de paraíso que tenía hasta el momento, sabía que alguien tenía que frenarla, pero yo no tenía las agallas, hasta que un día la encontré llorando bajito detrás de la puerta de un baño. Al principio se hizo la enojada y como me quedé en silencio, bajó la guardia y siguió lamentándose. Así que me acerqué y la abracé fuerte y constante.

      Cuando dejó de llorar, me contó que ella era muy feliz en su casa, en donde vivía con su hermanita, su papá y su mamá. Las cosas iban por un


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