Córreme que te alcanzo. Marina Elizabeth Volpi

Córreme que te alcanzo - Marina Elizabeth Volpi


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mi bolsita de facturas y pan (la comida no se deja sola nunca). La sensación de ardor y quemazón fue inmediata, mi cuerpo temblaba y solté la bolsa del pan para tratar de sacarme la mano que se me quemaba y para mi sorpresa me quedé pegada con ambas manos. Mis gritos de ayuda atrajeron a muchas personas que miraban atónitas la escena.

      Para Sebastián, un herrero que vivía a mitad de cuadra, solo mirar no era una opción, así que buscó una madera o algo para poder salvarme y cuando se dio cuenta de que no tenía nada a mano y la gente gritaba, pero no hacía nada tampoco, la desesperación lo llevó a pegar el manotazo hacia mi cuello. Apenas me tocó, el escalofrío y la sensación del chispazo doloroso se le hicieron tan latentes que se desmayó. Yo sentí el golpe en mi nuca y salí disparada hacia el medio de la calle. Cuando miré hacia un costado, el señor que me sacó del cable estaba caído cerca de una zanja, de su ropa salía humo y su cara estaba como azulada. Aunque me dio impresión, inmediatamente me acordé del pan y las facturas y me apresuré a juntar todo sacándoles la tierra como pude, no vaya a ser que me ganara otra paliza. Cuando todo estuvo en la bolsita, eché a correr lo más rápido que me permitió el mareo.

       ¡ Corré, no mires hacia atrás!

      Quedé asustada por un buen rato. Mis manos estaban quemadas y tardaron en curar. Pero era demasiado inquieta y estar sin hacer nada me aburría muchísimo, por lo que caminar o correr eran mis actividades favoritas, aunque si de entretenerme se trataba había varias cosas que podía hacer y una de ellas era tirarle al pasar dos o tres piedras a un perro, que siempre me asustaba con sus ladridos. Las rejas altas y la seguridad del cerrojo me hacían invencible a la hora de castigar su lomo. Seguramente pensarás qué me había hecho el pobre animal y te respondería que nada, pero era divertido, cuando uno es chico, no mide las consecuencias de sus acciones y sin saberlo me estaba metiendo en otro problema.

      Un día como cualquier otro, como a las dos de la tarde, yo había logrado escapar de la siesta y estaba buscando algo para hacer… ¡y me acordé del perro!

      Corrí unas cuadras y cuando me detuve fue para buscar dos o tres piedras bien contundentes para sacudírselas; la diversión consistía en hacerlo enojar y luego marcharme muerta de risa, pero ese día el destino me tenía preparada una enorme sorpresa.

      Llegué a la reja y empecé a silbar; cuando vi aparecer el perro comencé a gritar para que se acercara. Él era un cachorro de dóberman, una raza que suele ser dulce y pacífica, hasta que invadís su territorio y se transforman en el demonio de Tasmania. Los gritos llamaron la atención de Teo (ese era su nombre) y cuando lo vi asomarse, me ensañé. El primer impacto lo hizo retroceder y cuando levanté la mano para arrojar la siguiente piedra noté con espanto que…¡¡¡la reja estaba abierta!!! Traté de llegar a cerrarla antes de que el perro se dé cuenta, pero era tarde, medio cuerpo de Teo estaba en dirección a la calle y eso ponía al alcance de su ira a esa mocosa que lo maltrataba; o sea, yo. A mí me tomó una fracción de segundo girar en U y largarme a correr, pero yo daba cuatro pasos y Teo me seguía con apenas una zancada. Corrimos como media cuadra hasta que sentí que se colgaba de mi espalda y el dolor se hizo lacerante. Cuando giré la vista, vi a Teo agarrado de mi cola y su boca llena de sangre, lo que me hizo frenar y caer. Los vecinos salieron a ver qué pasaba y, cuando vieron semejante escenario, querían linchar al perro. Su dueño gritaba que la culpa la tenía la borrega y yo solo quería levantarme, pero no podía porque el perro (que se había vengado finalmente), me había arrancado medio traste y me estaba desangrando. Está de más decir que nunca más volví a tirarle nada a un animal. ¿Qué fue de Teo? Ni idea, no volví a pasar por esa casa...

       Rasguña las piedras

      Mi prima Aby era sin duda una piba noble, buena y bastante rebelde a sus 14 años. Estábamos en 1979 y la fiebre hippie se hacía sentir. Aby era mi heroína, quería seguirla y ser como ella cuando fuera grande. Lo que ella más amaba era tocar la guitarra a toda hora. Las tardes se pasaban lentas al son de los acordes del “Oso” y de “Era en abril”, pero la canción que me impactaba era “Rasguña las piedras”, cuando ella la interpretaba, su voz se volvía llanto y flotaba por la habitación. El consuelo de mi corta existencia en esa familia era su música. Esas sesiones de canto improvisado marcaron nuestra amistad a fuego y, aunque la vida nos llevaría por distintos caminos en el futuro, siempre tendríamos el rasgar de su guitarra como refugio.

      Cuando las melodías cesaban, la realidad se hacía sentir. Yo seguía recibiendo golpes del monstruo, quien a decir verdad si no tomaba vino era bueno, pero apenas tenía más de cuatro vasos encima, se volvía una fiera y nada podía frenar su violencia una vez desatada. Preguntarse por qué Marta permitía que esto pasara o por qué todos los cachetazos volaban en mi dirección, era bastante llamativo, pero yo ya no tenía ganas de seguir averiguando el motivo. Debía huir de esa casa, así que luego de varias noches de dormir en cuanta calle o plaza pudiera y de pasar de comisaría en comisaría, entendí que nada podía hacer; siempre me llevaban al hogar de esa gente y los gritos y los golpes venían en forma coordinada y rutinaria. Hasta que en uno de mis largos paseos conocí a una familia divina de apellido Nebile. Ellos me encontraron durmiendo tirada en su garaje como si fuera un perrito, y en lugar de llamar a la policia, me dieron comida, llamaron a mis tutores y les solicitaron adoptarme, pero la negativa fue tan estrepitosa que tuvieron que ceder y dejarme ir.

      Los Nebile denunciaron los maltratos y por fin una jueza me escuchó y me retiró de ese hogar, aunque el alivio fue momentáneo, porque lo que yo no sabía era que iba a tener que dormir con los ojos abiertos de allí en más y sentiría que salí de la sartén, para tirarme al fuego.

       Santa Juliana

      Me llevaron a un colegio llamado Santa Juliana. Cuando abrieron el portón, pude ver un enorme jardín junto a una hermosa casona. La directora me miró con curiosidad, y apenas me bajé del auto, me indicó que debía vestirme adecuadamente para pasar al comedor. De todo lo que ella me dijo, lo único que yo escuché fue la palabra “cena”, por lo que mi expectativa era mayúscula hasta que entré al comedor y sentí todas las miradas sobre mí. Desde todos lados se escuchaba; “es la nueva”, “es la nueva”.

      La famosa comida era bastante escuálida, pero a mí ese pedacito de carne y el arroz medio pasado me supieron a gloria, porque en la casa en donde había estado, nunca sabía qué comería o si acaso comería.

      Mas tarde, traté de acercarme a las chicas que me parecieron más amistosas, pero aun así me sentía rara, muy rara. En el fondo creo que sentía la pérdida de mi libertad, porque estaba acostumbrada a manejarme sola y cuando escuché el grito de la celadora diciendo “se apagan las luces”, supe que todo había cambiado.

       Lucila Casitemiro

      La primera semana intenté desesperadamente hacer amigas y la verdad estaba difícil, se hacían rogar demasiado las pulguientas a las que trataba de acercarme. Nos mandaban en camioneta a la escuela y allí lo pasaba bien con mis compañeras, pero apenas tocaba el timbre las veía alejarse por la ventana del vehículo de Acción Social. Igual la vida era bastante tranquila, la comida era pasable y la cama que me tocó era mullidita. Lo único que me inquietaba bastante, era que había escuchado que a “las nuevas”, les daban una paliza de bienvenida y estaba tratando de evitar ese amargo momento a toda costa, así que me quedaba lo más cerca que podía de las señoras que nos cuidaban y comencé a hacer correr el rumor de que sabía karate. Obvio que a los seis años nadie sabe karate o por lo menos no para defenderse de todas las que querían golpearme, pero eso infundió cierto temor y me salvé bastante tiempo.

      La que encabezaba la idea de explicarme cómo eran las cosas en ese lugar era una niña llamada Lucila. Ella venía del norte y era alta, morena y con cara de desconfiada. Sus ojitos chinitos habían visto demasiado, y aunque se moría por un abrazo y un te quiero como todas las que estábamos allí, se hacía la fuerte.

      Con sus planes en marcha, me engañaron para llevarme al patio cubierto


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