Córreme que te alcanzo. Marina Elizabeth Volpi
A su hermana se la quedó la tía, y a ella la mandaron al instituto. Cuando llegó acá, la furia de saber que su familia estaba quebrada para siempre hizo que chocara con casi todas, pero la estrategia no le resultó bien porque se estaba quedando sola y nadie la quería. Lo más probable era que pasara mucho tiempo antes de que su mamá la sacara de allí y no sabía cómo explicarles a todas que en realidad ella era buena.
Yo, que siempre fui medio justiciera, le dije que no se preocupara, que la iba a ayudar, e impulsé una reunión para poder hablar con el resto de las chicas. Una vez que el comedor estuvo a pleno, intenté contar lo que Maní me había confesado en el baño, pero ella se adelantó y no me dejó hablar, en cambio me empujó hacia una pared y me dijo bajito que lo pensó mejor y no quería perder el respeto que le tenían. Nunca más me acerqué a ella. Un día su mamá la vino a buscar. No hace falta decir que nadie lamentó su partida.
La Bocha
La cocina del instituto veía llenar sus alacenas aproximadamente tres veces al año, algunas de las cosas eran donaciones, otras eran compras que se hacían para abastecer la demanda de las chicas que vivíamos allí. Esta organización no tenía nada que ver con nuestra vida y rutina diaria, pero casi sin querer queriendo, íbamos a alterar para siempre ese sistema que les había funcionado muy bien a las monjas hasta entonces.
Hacía como un año y medio que vivía allí y había hecho un grupito de cuatro amigas muy compinches entre nosotras, aunque éramos totalmente diferentes. Macarena era tímida, reservada y a veces hosca, pero tenía una sonrisa que iluminaba el lugar, aunque durara tres segundos; Gabriela era valiente, atrevida y bastante boca sucia; Valeria era la santa chupacirios que siempre terminaba las frases con “Dios mío, guárdame”; Laura era introvertida, pesimista y lacónica, y yo era una nerd declarada, siempre con mis libros bajo el brazo. Definitivamente no teníamos nada en común, pero nos sentíamos hermanadas por el lazo más estrecho de este mundo.
Un sábado, las que no salíamos el fin de semana estábamos aburridas sentadas en el patio, y luego de arrancar todo el pasto que tenía a mi alrededor, les dije a las chicas que me gustaría comer algo diferente, que siempre nos daban tostadas y un poco de manteca y mermelada para la merienda. Todas empezaron a quejarse de que deberíamos comer mejor y que no era justo que las que salían comían hamburguesas y papas fritas. No, eso tenía que cambiar urgente. La llamada de la campana que anunciaba la merienda nos sacó de la conversación y caminamos hacia el comedor despacito, porque, la verdad, sabíamos que no nos esperaba nada que no conociéramos. Nos sentamos como siempre en la mesa redonda y el bullicio del comedor y el masticar de setenta bocas no dejaron oír la propuesta de Gabi.
—¡Chicas! Tengo a mi prima en la cocina y ella dice que la semana que viene llega la mercadería nueva a la despensa.
—¿Qué? —le grité a Gabi, ella me señaló el pasillo, y cuando salimos todas precipitadas hacia afuera, nos explicó su plan.
Su “prima” (nunca se sabía si las chicas eran familia en realidad porque todas se decían “hermana”, “prima”, “tía”, etc.) trabajaba en la cocina y tenía, de muy buena fuente, que en unas tres semanas llegaba de todo. Pero esa información no nos pareció nueva; todas sabíamos que de algún lado salía la comida y que las monjas tenían todo anotado en un libro llamado “balance”, así que en un principio no entendíamos adónde quería llegar Gaby con su “tremenda” noticia. Pero cuando escuchamos su precario, pero lúcido plan, todo se aclaró. Si en tres semanas llegaba un cargamento de comida, lo que se podía hacer era seleccionar algo que aún no fuera anotado por las monjas en la bajada a la cocina y luego de guardarlo, robarlo, total nunca se darían cuenta. La reacción del grupo fue tan variada como nuestras personalidades; Maca dijo:
—Tenemos que pensar bien las cosas o tener algo más planificado que solo confiar en tu “prima”. —La cara de Gaby fue de espanto.
—Nena, si no estuviera segura no te lo cuento, creo que le faltan pulir cosas, pero es genial mi plan. —Laura dijo que ojalá las cosas nos salieran bien, pero que apoyaba a Maca, porque por algo nadie nunca había logrado sacar nada de la cocina. Yo opiné que solo era cuestión de que hiciéramos un plan que no tuviera fallas y por último Vale nos miró y dijo:
—Que sea lo que Dios quiera.
Con la complicidad de casi todas las chicas que trabajaban en la cocina, nos pusimos de acuerdo en robarnos un jamón, porque en general venían cinco o seis jamones y era fácil disimularlo en los datos cuando se bajaba la mercadería. El único detalle es que al principio éramos solo nosotras cinco más la “prima” de Gaby y para la siguiente semana ya casi estaba enterado y era cómplice medio dormitorio.
Al terminar el mes solo nueve chicas quedaron afuera del plan o sea que éramos 61 chicas para planificar, ayudar, robar y repartir un jamón entero. La realidad es que no nos hacía falta comida, pero la adrenalina de la situación era altamente adictiva y casi nunca pasaba nada nuevo, estar involucradas en algo así era como oro puro a nivel emocional. El día que llegó el camión estábamos con unos nervios terribles, porque sabíamos que a la noche teníamos que arriesgarlo todo para poder tener en nuestros brazos al querido y anhelado jamón. Pero para nuestra suerte o desgracia, Camila, la prima de Gaby, nos avisó que el jamón nunca llegó y ante los nervios de la ocasión ella apartó una mortadela que debíamos robar antes de las seis de la mañana del día siguiente.
El operativo “jamón” mutó en operativo “bocha” y todas pasamos el día ansiosas de que llegara el momento. Ahhh, me olvidaba el detalle: que apenas se enteraron de que se trataba de una mortadela se arrepintieron como treinta pibas, pero juraron guardar estricto silencio acerca del plan. A las siete de la tarde fuimos a cenar como siempre y de ahí a bañarnos y ponernos el pijama. A las nueve y media Sor Herminia apagó la luz con su acostumbrado “hasta mañana, niñas”, y todas esperamos aproximadamente 20 minutos que se hicieron larguísimos y luego de acuerdo al plan nos distribuimos de dos en dos por la galería para avisar si pasaba algo. Las que perpetraríamos el famoso robo de la “bocha” éramos cuatro chicas: Gaby, que siempre estaba en el top ten de las aventuras que implicaran algún riesgo; Fátima, una chica que si la castigaban no perdía nada porque odiaba irse de fin de semana debido a una familia bastante disfuncional; Celeste, que era muy miedosa, por lo que para darse ánimo susurraba una canción, y yo, que me ofrecí porque igual ya estaba castigada hasta 1990 más o menos.
Cuando llegamos a la cocina y pasamos una puerta vaivén, Camila nos recibió nerviosa:
—¡Che, cómo tardaron! —dijo enojada y acto seguido nos abrió la despensa que siempre estaba cerrada con llave. El objetivo era bochita, pero al pasar, la cantidad de cosas ricas nos llamaban la atención y al botín se sumaron un par de chocolates y unos paquetes de galletitas dulces. Entrar y salir no nos tomó más de unos minutos. Cuando ya teníamos el redondo y preciado fiambre, nos pusimos a la tarea de emprender la marcha. Para saber si estaba el camino despejado habíamos dicho que a medida que avanzáramos, las chicas harían un ruido; el del tero-tero quería decir que estaba todo bien y si escuchábamos un mugido de vaca era que teníamos que correr. Diez tero-tero después y sin novedad alguna, estábamos en el dormitorio donde nos recibieron con una inmensa alegría. Gaby, que siempre estaba atenta a todo, sacó un cuchillito con sierrita con el que comenzamos a destrozar la mortadela. Estaba tan rica que hasta les dimos a las agretas que se habían bajado del plan. Pero al final quedó un pedazo que ya nadie quería, así que decidimos envolverlo en un trapo para tirarlo en la mañana siguiente. Al otro día la vida transcurrió igual que siempre, levantarse, cepillarse los dientes, ponerse el uniforme, hacerse la colita o la trenza y revisar que todo esté en la mochila. O sea, que nadie se acordó de la mortadela sobrante.
Al cabo de casi una semana, comenzamos a oler un tufo extraño, que se fue haciendo lacerante para el olfato. No lo asociamos porque la culpa entierra las malas acciones en lo profundo del subconsciente colectivo, así que nadie se hacía cargo de nada. Pero Sor Herminia estaba harta de ventilar todo el día, revisar zapatillas o repartir desodorante para evitar tremendo aroma, así que empezó a buscar la fuente de la baranda cual perfumista, yendo por todos lados del dormitorio, hasta que percibió que cerca