La vida tangencial. Manuel José Díaz Vázquez
Weissmüller y los saltos y la risa histriónica de Chita (¡por favor!, ¡que le diesen un tranquilizante! ¡Una caja de Optalidón!), no contribuían a calmármelos, sino todo lo contrario: me enervaban cada vez más, pero, aun así, no dejaba de ver la televisión situada en una esquina del techo («¿Cómo demonios había llegado hasta allí el aparato? ¿A través de una escalera o de una grúa, o por arte de magia?», solía preguntarme en esas horas somnolientas, horas de gelatina). Al final el sueño me vencía y acababa debajo de la mesa del comedor durmiendo a pierna suelta, mientras pensaba también: «¿Qué les darían a los negritos extras de las películas como pago por su trabajo?: ¿un bocadillo de salchichón y una Coca-Cola?, ¿unos espejos y unos abalorios?...». De vez en cuando oía el extenuante (sobre todo para los demás) grito de Tarzán de los monos que sonaba a un eterno bostezo en la difusa distancia: ¡Aaaahhhh! (aquí una onomatopeya de trescientas palabras)… Mi padre comentaba: «Es una película de la Metro, es buena». Acto seguido se quedaba dormido para corroborarlo. Y mi madre calcetaba un jersey blanco de lana sin prestarle la más mínima atención a la televisión…
Reparé que el tocadiscos de maleta seguía girando desde el piso carcomido, a 33 r.p.m. (había decidido no especular acerca de su significado). El disco de Paul Simon se había acabado y la aguja iba y venía entre dos centímetros de surcos, crepitando incansablemente en su viaje de ida y vuelta como una vieja sartén llena de aceite salpicada por gotas de agua. Dicho movimiento poseía cierta atracción hipnótica: el vaivén del péndulo del tiempo existencial en un círculo vicioso de vinilo (que parecía charol aplastado). Decían por ahí (por ahí decían muchas cosas) que la vida era un suspiro, una abreviatura en la eternidad, que era inconcebible la brevedad de la existencia… Que pensabas por un instante en las musarañas y cuando eras consciente (si llegabas a serlo en algún momento) ya habían pasado diez o trece años, ocho meses y veintiséis días, por ejemplo, o como decía el Ulises: «El viento se llevó veinte años»… El tiempo implacable, el tiempo impasible y sentado en un cómodo sillón orejudo, en zapatillas y bata, fumándose una pipa y bebiendo un brandi al calor de la chimenea, dejándose pasar a sí mismo despreocupadamente. Sin embargo, en mi inconsciencia juvenil, todo esto me parecía remoto, y daba por hecho que me quedaba mucha vida por delante, casi tanta como la de la tortuga de no sé dónde, que podía llegar a vivir doscientos años o más (se tomaba la vida con parsimonia filosófica, lentamente)… hasta este momento de angustia inesperada e inefable que me mantenía expectante, tirado en el colchón de muelles poco fiables y altamente peligrosos, esperando unos indicios terribles que podrían ser el inicio de mi fin.
Bien es verdad que, en mi caso particular, no era el tiempo, apisonadora efectiva, cuya rueda, a la postre, nos iba a atropellar a todos de manera incuestionable, sino ¡por un refrán bastante prosaico que le había oído decir a mi padre repetidas veces!: «Por la mañana oro, por la tarde plata, por la noche mata». Adiós a las grandes y rimbombantes poesías: Un soneto me manda hacer Violante, que en mi vida me he visto en tal aprieto… etcétera.
Había llegado a casa muerto de sed (de alguna manera ya estaba en el otro barrio), después de haberme pasado toda la tarde jugando al fútbol con aquellos cafres. Estoy siendo condescendiente. ¿Por qué seré tan comedido y educado? Cuando tengo ganas de fusilar a alguien –lo cual me sucede bastante a menudo–, enseguida me entran unos escrúpulos enfermizos que no sé de dónde proceden y retrocedo avergonzado a cualquier rincón apartado para rumiar mi falta de determinación y convencerme a mí mismo de que esa es la mejor decisión, que pasar a la gente por las armas es un procedimiento de bárbaros y pretéritos tiempos por mucho que lo desease. Pero esto no me consuela; me gustaría, al menos por una vez, cruzar esa frontera y experimentar lo que se siente desde la otra orilla. Seguramente no tengo remedio y todo esto son solo malabarismos mentales de un pusilánime de tomo y lomo, ejercicios que me llevarán, como siempre, a la inacción desesperante. ¿Por qué no seré como aquel diplomático de una novela policiaca de Chesterton que en un momento dado perdió toda su diplomacia e hizo no sé qué que impresionó a todos por lo atípico de su conducta, dado que era de mansa condición y sosegado carácter? No recuerdo bien lo que había hecho, y muy probablemente me vaya por los cerros de Úbeda, pero era algo así como haber asesinado a alguien después de arrancar un sable de una panoplia (de cedro libanés) colgada en el salón de la casa del comisario de policía, sabueso anfitrión de la velada en la que se servía refinado whisky escocés y unos canapés exquisitos que ahora no recuerdo cómo se llamaban ni de qué estaban elaborados, pero que, desde luego, no eran los bocadillos de salchichón que les daban a los extras de las películas de Tarzán y que solía zamparme yo también a la hora de la merienda untados con Nocilla.
Cada cierto tiempo, variable según la trayectoria vital y circunstancial de cada quien (me refiero a las personas de temperamento parecido al mío), una vez por semana sería lo ideal, una buena salida extravagante de tono, por higiene mental, para restaurar el equilibrio emocional perdido (punto extrañamente desconocido), debería ser recomendada por cualquier médico o psicólogo que se preciara y que tuviera noventa y dos títulos colgados de la pared de la sala de espera de su consulta como tenía el nuestro, el de la familia (un día los conté por mero aburrimiento y mero nerviosismo), mezclados con unas láminas que reproducían cuadros impresionistas de Van Gogh y Renoir… Allí todo olía a naftalina, a pipa, a cuero y a seriedad, y al recuerdo de sus manos frías cuando me miraba por los rayos X en la tierna infancia: «Veo un ganglio en el pulmón del tamaño de un guisante o de una lenteja. Es tan pequeño que no lo veo. Dos meses de reposo y muchas legumbres». Un bostezo a lo Tarzán mientras hacía unas recetas. Y me puse como una albóndiga…
¿Sería capaz, si fuese elegido para formar parte de un pelotón de fusilamiento, de apretar el gatillo? ¿Cerraría los ojos en el postrer momento si tuviese que disparar so pena de que el fusilado fuese yo por negarme a hacerlo? La casuística general es interminable y agotadora, y los a priori del tipo “yo haría así o asá”, son castillos en el aire, y, por otro lado, tomar decisiones al borde del abismo produce vértigo de acantilado con rachas de viento y olor a salitre. Y la afamada introspección, tan sobrevalorada, te lleva, en su exceso, al egocentrismo, punto en el que estamos la mayor parte de las veces, y que, por regla general, va engordando como un pavo escogido para la Navidad con el paso del tiempo. El ego es un glotón redomado que nunca se sacia…, la elevación de uno mismo a la enésima potencia.
En absoluto poseíamos el concepto de juego colectivo e ignorábamos la más elemental táctica futbolística. Aquello era el caos en su faceta más exagerada y que dejaría pálidos al anarquismo más radical y a las huestes bárbaras de Atila, el huno. Íbamos, era consciente de ello, detrás del balón como cosacos detrás de un barril de vodka, con un frenesí insólito digno de estudio antropológico (hay tratados que reflexionan sobre asuntos de menos enjundia). Todo el tiempo tuve la impresión de que ni siquiera había porterías, así que me quedé estupefacto cuando alguien comentó, en un momento dado, que el resultado del partido era de 4-2, acotación que provocó disputas sinnúmero porque cada cual comenzó a decir un marcador diferente conforme a su criterio. El colmo del subjetivismo. Luego me fijé en unos montículos de ropa que semejaban tener vida propia, porque cambiaban de posición de forma sorprendente, como si fuesen transportados por unos gnomos o enanos sin dirección fija, errando por el desierto verde como los israelitas por el Sinaí. Además, para mayor confusión, en aquella amalgama de camisetas no distinguía ni a los de mi propio equipo, ya que cada cual vestía a su aire filibustero, incluido yo mismo. De hecho, tratando de buscar una referencia en semejante batiburrillo, una estrella polar en aquel conglomerado multicolor, pregunté tres veces para intentar reconocerlos y ubicarme en la pradera: «¿Tú eres de mi equipo o del otro?». «¿Y de qué equipo eres tú, espabilado?», me respondían, con lo que entrábamos en una espiral tan absurda que me llevaba a pensar que todos estábamos locos de remate, pensamiento que se incrementó cuando uno que yo no conocía, un muchacho con cara de que le gustaban mucho las matemáticas y los barcos de vela (esta apreciación es absurda, pero me lo pareció por la forma de su nariz), apuntó con no poca seriedad analítica: «Creo sinceramente que aquí hay más de dos equipos reglamentarios». ¡Enjambre de piratas! ¡Hasta me pareció ver una pata de palo! (en realidad resultó ser un calcetín de color naranja que llevaba Nemesio Lema, lo que le valió el mote de Pierna de Butano). Al escuchar dicho comentario, el de que había un